El 23 de agosto de 2005 Pedro Hooft se pronunció a favor del pedido de una mujer que reclamaba por una “muerte digna”. Víctima de una enfermedad terminal progresiva, ella se negó a aceptar los tratamientos previstos por los médicos para contener la evolución del problema. Para lograrlo recurrió con su familia a la Justicia. El pedido recayó en el juzgado de Hooft que aceptó la propuesta con un dictamen célebre, definido como “concienzudo” y “muy humano”, que pedía que cuando el deterioro de su salud “sea irreversible” no se le realicen prácticas médicas “para mantenerla con vida, pero con sufrimiento”. El caso llegó a manos del juez a partir de la búsqueda que inició el marido de aquella mujer. Como su apoderado, fue el primero que se presentó ante la Justicia para manifestar su voluntad. Ella sabía de la enfermedad desde 1997, pero su situación se había agravado en los últimos años, cuando el cuadro desembocó en una cuadriplejia e insuficiencia respiratoria. El médico que la trataba evaluó la posibilidad de llevar a cabo “una gastrostomía para su alimentación” y una “traqueotomía con la finalidad de conectar un respirador artificial portátil”, prácticas que serían de carácter permanente. En ese momento, la mujer dijo que no: estaba decidida a no someterse a ninguna práctica que prolongara su vida por medio de procedimientos invasivos. Por eso realizó un mandato sobre su marido que le explicó al juez que ella no estaba buscando la eutanasia: lo que no quería era perder su dignidad.

Para hacerle lugar al pedido, Hooft hizo una visita a la casa de la familia junto con la defensora oficial y el perito médico psiquiatra. La entrevista, escribió el juez, le permitió constatar “una excelente interacción familiar, al igual que el esmerado cuidado que la paciente recibe en su propio hogar”. Pese a las dificultades que planteaba la comunicación, quedaron claras sus respuestas. El juez elaboró un dictamen en el que ordena que se cumpla con las “directivas anticipadas” que ella dejó por escrito.