Jueves, 3 de agosto de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
Pongamos, de momento, entre paréntesis la discusión constitucional y aun la ética y hablemos en términos de puro pragmatismo político. ¿Cuáles serán para la coalición de gobierno los costos y beneficios de los superpoderes que, al cierre de esta edición, estaba por obtener el Presidente para ser ejercitados, por su jefe de Gabinete? Los beneficios parecen más evidentes y son el manejo decisionista de los recursos públicos, las manos libres para resolver sin trámites legales o parlamentarios que escuecen especialmente a Néstor Kirchner. El Presidente es un convencido de que gobernar es un arte de constante táctica en el que la intervención veloz tiene un valor esencial. Tener “ahorrado” poder, tanto como tener reservas aplicables es una necesidad para modificar escenarios complicados, para mantener la iniciativa, o para sorprender, otro de sus desvelos.
¿Necesita ese plus de poder, hoy y aquí, Kirchner? ¿No le basta con su abrumadora primacía, con sus confortables mayorías parlamentarias? La respuesta más intuitiva a las dos preguntas parecería ser la negativa. Pero, en verdad, el “superpoder” que amarrocó ayer el Presidente no vale sólo para el año en curso y la actual coyuntura. Tampoco está pensado, al menos básicamente, para primar sobre su disgregada oposición parlamentaria ni sobre los gobernadores de otro signo político. Al fin y al cabo, los mandatarios radicales, son, en su mayoría, casi de su palo. Y Jorge Sobisch ha hecho menos ola que los líderes parlamentarios opositores cuyos partidos no gobiernan provincias.
Como señaló días atrás en este diario el sociólogo Marcos Novaro, la nueva ley (cuya vigencia no se limita como sus precedentes al año en que se dicta) tiene en mira básicamente a los gobernadores y a los parlamentarios peronistas. La correlación de fuerzas entre el gobierno nacional y los provinciales ha cambiado drásticamente desde fines del siglo pasado o principios de éste, ya no es la que padecieron los presidentes Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde y el efímero Adolfo Rodríguez Saá. La centralidad del gobierno nacional es mucho mayor. Pero en un año electoral, se incrementará la posibilidad de presión o de obstrucción de los gobernadores, virtuales aliados o, peor, eventuales perjudicados por jugadas transversales o concertacionistas. Cuanto menos tenga que procurar Kirchner de esos aliados (siempre pedigüeños, muy resentidos por estar afuera del dispositivo y por naturaleza prestos a hacer daño si eso les mejora en algo la vida) más fácil le será el año 2007. Así como le agrada sentirse “líquido”, con reservas de fácil disponibilidad, un fondo anticíclico de poder le viene de perilla.
El costo mayor que paga el Gobierno es perder por goleada la batalla cultural sobre la ley a manos de la oposición. Más allá de la retórica oficial (por lo demás, muy pobre y exaltada), los críticos de los superpoderes se han quedado con la condición de abanderados de los valores republicanos. El oficialismo peleó mal ese galardón, suponiendo que lo peleó. Se trata de un valor simbólico y la mayoría de los operadores oficiales cree que su peso en el futuro escenario electoral será irrisorio. Varios legisladores y hasta algún ministro piensan incluso que la actitud intratable del Gobierno le agrada a la “gente”, que prefiere el hacer a las palabras.
En su debe, el oficialismo deberá computar el impacto que tendrá en la imagen pública de la senadora Cristina Fernández de Kirchner su crispada participación en el debate legislativo.
Nadie puede anticipar el futuro, menos que nadie el autor de estas líneas. Pero sí puede sugerirse que la mirada oficial peca de charra respecto de la compleja sociedad argentina. En especial, minimiza el peso que tiene (o, de mínima, suele tener) el imaginario de las clases medias en el conjunto de la población. Haberse enfeudado el rechazo de prácticamente de todas las expresiones del mundo académico, haber renunciado a cualquier apoyo proveniente de la sociedad civil, haber elegido como exclusivos portavoces a funcionarios muy distantes de la lógica de los debates democráticos, son demasiadas apuestas al decisionismo excluyente y demasiadas renuncias a conservar algún perfil de custodia de las instituciones.
La república seguramente no toca a su fin y a la oposición le costará conseguir una declaración genérica de inconstitucionalidad, que no se aviene mucho con el sistema judicial argentino en el que los tribunales no emiten declaraciones abstractas sino que resuelven sobre casos concretos. La oposición, pues, exagera su punto pero el oficialismo ha tenido un desempeño infausto. Más allá del balance pragmático, que se dilucidará con el andar del tiempo, sobran desdenes, autosuficiencia y sordera en el proyecto que una mayoría tan disciplinada como poco prestigiosa se disponía a aprobar en las primeras horas de hoy, en un marco de preocupante indiferencia ciudadana.
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