En plena crisis con el primer peronismo el Vaticano dispuso que las reuniones de la Conferencia Episcopal fueran presididas por el cardenal Antonio Caggiano. Se creó entonces una Comisión de Emergencia, cuyas reuniones eran secretas, se realizaban de ex profeso fuera de Buenos Aires y excluían al cardenal primado Santiago Luis Copello por colaboracionista. El Vaticano desautorizó a quien seguía siendo jefe nominal de la Iglesia argentina con una comunicación en latín dirigida a Caggiano: los textos contra el gobierno podían publicarse “etiam sine subscriptione patris majoris”, es decir incluso sin la firma del primado. La única concesión que sus hermanos menores le hicieron fue excluir de la Comisión de Emergencia al arzobispo auxiliar Manuel Tato, a quien Copello detestaba. Con su voluntad quebrada por esa mayoría hostil, Copello se resignó en el último minuto. Según el nuncio, su firma en el documento del 13 de julio que intimó práctica rendición a Perón salvó la unidad del Episcopado y también “la dignidad del cardenal Copello”. Pero sin exagerar: Copello acusó a Caggiano ante el Vaticano por el manejo de los fondos colectados para la reconstrucción de los templos que ardieron y reclamó su manejo. Caggiano sólo aceptó entregar el dinero al nuncio Zanín pero exigió que Copello saliera del país. Pío XII lo satisfizo después del golpe de septiembre de 1955. Luego de visitar a sus familiares en el pueblo italiano de Lavagna (sic), Copello intentó regresar, en abril de 1956. Pero durante la escala en Río de Janeiro el nuncio en Brasil Armando Lombardi le entregó una nota de la secretaría de Estado del Vaticano en la que le comunicaba que su ministerio arzobispal había concluido, noticia que aceptó “aunque no comprendía”. Copello marchó entonces al exilio con el honorífico cargo de Canciller del Vaticano. Todo ello consta en documentos que la Iglesia aún mantiene en secreto porque revelan una fractura cuya profundidad nunca se hizo pública.