EL PAíS › EL RECLAMO POR LA AUTONOMIA LLEVA UNA DECADA

Otra herencia de aquel Pacto

 Por Santiago Rodríguez

El reclamo de la ciudad de Buenos Aires por el pleno ejercicio de su autonomía lleva más de diez años. La discusión al respecto se reactivó en las últimas elecciones al compás de las demandas de mayor seguridad: los principales candidatos a jefe de Gobierno –empezando por el electo Mauricio Macri, quien hizo de ese ítem uno de sus ejes de campaña– comprendieron que mal podrían dar respuesta a esa inquietud de los vecinos si no pasaba a sus manos el manejo de la policía local. Sin embargo, las limitaciones que el menemismo impuso en su momento al distrito –y que ninguna de las administraciones posteriores levantó– van más allá de la cuestión de la seguridad. A diferencia del resto de las provincias, la ciudad tiene una Justicia acotada, no administra su puerto ni controla el juego ni recibe la totalidad de los ingresos que produce y tampoco maneja el registro de inmuebles ni la inspección de personas jurídicas.

La ciudad de Buenos Aires le debe su autonomía –y también sus límites– al Pacto de Olivos. Hasta entonces, el intendente porteño no era elegido por los vecinos, sino impuesto por el presidente de turno, quien mandaba también en el distrito, por tratarse de la Capital Federal de la República.

En virtud del acuerdo que Carlos Menem selló con Raúl Alfonsín para conseguir su reelección, los convencionales que en 1994 reformaron la Constitución establecieron también en su artículo 129 que de ahí en más la ciudad tendría “un régimen de gobierno autónomo con facultades propias de legislación y jurisdicción”. Además, estipularon que el jefe de Gobierno sería “elegido directamente por el pueblo”.

La trampa menemista para limitar la autonomía porteña que después nunca nadie más desactivó empezó a urdirse en la misma Convención Constituyente del ’94 con la incorporación de otra definición en el artículo 129 de la nueva Carta Magna: que una ley sancionada con posterioridad por el Congreso garantizaría “los intereses del Estado nacional” en la ciudad mientras fuera “Capital de la Nación”.

Menem sabía que por la vía de las urnas perdería la ciudad a manos de la oposición –de hecho, Fernando de la Rúa ganó con comodidad las primeras elecciones a jefe de Gobierno celebradas en 1996– y se valió de su mayoría parlamentaria para resguardar su poder. El criterio que impuso fue darles las menores facultades posibles a sus adversarios para dejarles un Estado diminuto en términos de su capacidad de acción y que las autoridades porteñas no tuvieran muchas más atribuciones que las de cualquier ciudad de provincia.

La garantía de los “intereses” nacionales llegó con la sanción de la Ley 24.588. La redactó Antonio Cafiero y por eso está asociada desde siempre con su nombre.

Fue el artículo 7 de esa norma –que Diputados se aprestaba a derogar anoche– el que impidió a los porteños tener durante todos estos años su propia policía porque reservó al gobierno central “la competencia en materia de seguridad y protección de las personas y bienes” en el distrito y determinó que la Federal siguiera “dependiendo orgánica y financieramente del Poder Ejecutivo nacional”. Detrás de su argumento sobre la necesidad de asegurar la custodia de los edificios federales y las representaciones extranjeras y la imposibilidad de desmembrar la Federal, se escondió la reticencia del menemismo a desprenderse de la caja a la que tributaba la policía.

La excusa para negarle la Justicia ordinaria a la ciudad fue que comprendía un todo con los jueces de federales de la servilleta de Carlos Corach. Otro tanto pasó con el juego azar que el menemismo fomentó con la instalación del polémico casino flotante en Puerto Madero: el gobierno nacional conservó su control y sus ingresos, de los cuales los porteños consiguieron mucho después al menos una parte gracias a un convenio durante el mandato de Aníbal Ibarra. Y lo mismo ocurrió con el puerto privatizado por los menemistas, el Registro de la Propiedad Inmueble y la Inspección General de Justicia, una herramienta sensible para mirar el movimiento del poder económico.

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