Domingo, 30 de noviembre de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › LOS TREINTA AñOS DEL FRENTE DE ARTISTAS DEL BORDA, UNA AVANZADA POR LA DESMANICOMIALIZACIóN
Apareció en los albores de la democracia con una propuesta que causaba extrañeza y miedo: terminar con los manicomios. Lo impulsó Alberto Sava, para buscar el cambio a través del arte. Un recorrido por sus tres décadas. Y las transformaciones logradas.
Por María Daniela Yaccar
¿Quién se acuerda de los locos? El discurso que tilda al loco como ser peligroso, y sólo como eso, persiste. La solución: separarlo, encerrarlo, como se hacía con el leproso. No seguro, pero sí probable, es que quienes defienden esta alternativa no leyeron a Foucault, desconocen el genio de Antonin Artaud y no han visto con sus propios ojos uno de los 391 neuropsiquiátricos que existen en el país. Lo cierto y terrible es que muchos “locos” están condenados al olvido, a vivir en la marginalidad, sin proyectos, entre ventanas rotas, transitando por pasillos sucios, en el peor de los casos descompensados por una represión policial, sobremedicados, volviéndose más locos de lo que supuestamente están, perdiendo poco a poco la vida, las ganas de vivir.
Así es como viven en el Hospital José Tiburcio Borda, ubicado en la calle Ramón Carrillo, en Barracas. Por eso es que, a treinta años de su aparición, el estudiado y revisado Frente de Artistas del Borda no pierde su carácter de experiencia alucinante, y se la puede mirar, siempre, como si fuera la primera vez. Porque hizo, hace visible e instala una problemática naturalizada, dinamitando la idea cuasi religiosa del loco peligroso. Porque fue, porque es, una grieta del sistema manicomial que empezó el 15 de noviembre de 1984 en una Argentina que despertaba de la dictadura, como parte de una corriente antipsiquiátrica que tuvo su puntapié inicial a nivel mundial en Trieste, Italia. Un santafesino formado en el mimo y en la psicología social, socialista y curtido en el teatro participativo, llegó al hospital con una palabrita clave y complicada. Desmanicomialización. Cincuenta “locos” lo escucharon y siguieron sus pasos.
Ese hombre era Alberto Sava, que había llegado por invitación del por entonces jefe del Servicio de Psicología Social Enrique Pichon-Rivière, Jorge Grandine-tti. “Durante la dictadura el hospital había estado dirigido por militares de la Marina. La unidad penitenciaria que funcionaba dentro del hospital, que ahora está cerrada, fue un campo de concentración de detenidos desaparecidos por el que pasaron 20 mil personas. Dentro de este clima se creó el FAB, proponiendo una transformación subjetiva, institucional y social”, relata Sava. La idea de romper con la lógica manicomial se reproducía en otros puntos del país. En Río Negro, por ejemplo, con éxito. También en Córdoba, donde evolucionó hasta cierto punto.
Muchos habrán pensado en la década del ’80 que Sava estaba loco. Los usuarios del servicio público de salud mental se paseaban por las calles de la Ciudad y mostraban su arte en espacios de prestigio, como el Centro Cultural San Martín o el Teatro Cervantes. Un suceso que les dio mucha visibilidad en la prensa fue un carnaval en Constitución, en febrero de 1985. El FAB permitía que los internados no perdieran vínculo con el mundo que sigue su curso detrás del muro. A estas movidas el hospital respondía con resistencias. La sociedad también.
En la actualidad, la desmanicomialización está en la agenda política, ya que existe una ley nacional –la 26.657, promulgada en 2010– que dice que en 2020 los manicomios deben ser reemplazados por otros dispositivos. Su reglamentación demoró casi tres años por presiones de la corporación psiquiátrica. Las autoridades ocupadas en este tema han reconocido que las internaciones prolongadas no favorecen a las personas y que muchas pasan décadas en el encierro (diez, veinte, treinta años) no por su padecimiento, sino porque no tienen adónde ir a vivir. Por si hace falta decirlo: la locura es una cuestión política, por ende económica; una figura histórica íntimamente hermanada con la pobreza.
En 1989, el Frente echó a andar otro de sus caballitos de batalla: un Festival de Arte y Salud Mental, que convoca a internados y externados de todo el país, para que muestren los resultados de los talleres artísticos. “Es uno de los nuestros”, le dijo un chico del Borda a Sava cuando tiró la idea en una de las tantas asambleas. Actualmente se realiza en Mar del Plata, cada dos años, y es, también, un espacio de discusión. Al principio había un obstáculo: el alojamiento. Sucedió, por ejemplo, que un albergue juvenil quedó completamente vacío cuando un grupo de estudiantes de arquitectura supo que el lugar sería copado por locos. Y los dueños de los locales de la planta baja del complejo turístico de Chapadmalal tampoco se pusieron contentos al recibir la noticia. “Creían que les íbamos a romper las vidrieras... cosa que jamás sucedió: el manicomio mantiene manso al paciente, es un ente vegetativo”, dice Sava.
Son, entonces, poderosos los logros del FAB en estas tres décadas. Pese a los embates que sufrió siempre, ese galpón colorido sigue firme entre los árboles; es una isla que hace frente al universo mudo en el que las almas deambulan, fuman, esperan la medicación y la hora de ir a dormir. Funciona dentro pero independientemente de la institución, en el sentido del financiamiento. Reúne a 200 personas, entre internados, externados, gente de la comunidad que se acerca y coordinadores de trece talleres (teatro, mimo, desmanicomialización, periodismo, entre otros). Un 10 por ciento de las personas que pasan sus días dentro del manicomio responde a las propuestas del Frente, que nada tienen que ver con el arte terapia, sino que son “arte puro”. Dentro del Borda también funcionan otras organizaciones independientes: La Colifata, Cooperanza y Pan del Borda.
Un festival nacional y una red de salud mental, la permanencia en un espacio hostil, el adelantarse a una legislación y la reproducción de experiencias similares en el mapa nacional son grandes logros del FAB. Y hay otros, fundamentales. Esos que se dan en la vida de los seres humanos que llegan a él porque algún psicólogo bueno los informa, por invitación de un compañero de servicio o porque pasan caminando, ven el galpón y entran por curiosidad. Ejemplos hay de cada día y experiencia.
En Mar del Plata, en el último encuentro de arte y salud mental (octubre de 2013), el mar se les ofrecía a los “locos” de todo el país como un misterio a descubrir. Muchos no lo conocían. Carlos, del FAB, un hombre sordomudo, lo vio por primera vez y se largó a llorar. En el comedor del hotel 8 del complejo turístico de Chapadmalal, una señora miraba con extrañeza los cubiertos durante la cena. Le contaba a Silvia Maltz, coordinadora del taller de radio del Hospital Moyano –casi su única interlocutora– que hacía años que no comía con cuchillo y tenedor. Los “locos” transitaban por las calles del centro, opinaban sobre la Ley Nacional de Salud Mental ante las autoridades y mostraban su arte en teatros empapelados con caras de famosos. Hasta la madrugada había juerga cultural en el hotel. Mucho cigarrillo, mucho mate.
Otra escena: Pablo y Víctor, dos de los participantes más activos del FAB, son invitados al penal de José León Suárez, para una actividad de intercambio. Allí, verán la obra teatral de la compañía Luces Libres y ellos podrán mostrar lo suyo. En la parada del colectivo, Víctor –que lleva un reloj al revés– y Pablo no pueden más de la ansiedad. Quieren parar cualquier colectivo. En la cárcel los esperan con pastelitos que devoran con fruición. Pablo quiere subir al escenario cada vez que puede. Pablo Eduardo Morales, así se llama. Siempre dice ante el grabador que lo que más le importa es hacer amigos y triunfar. Y dice, también, que el arte “es luchar contra la represión humana y antihumana”.
Una escena más, pero triste. Contexto: asamblea en el galpón del Frente días después de la represión de la Policía Metropolitana. Un chico muy joven, de ojos claros, con auriculares que jamás se saca, revolea una silla. Muestra su enojo. Hace catarsis. Allí puede, lo dejan, lo escuchan. Lo que sorprende es la convicción con que todos los talleristas –el FAB tiene prohibida la palabra “pacientes”– defienden la eterna consigna. La llevan tatuada en la voz: desmanicomialización.
Para celebrar sus treinta años, el FAB organizó, entre otras actividades, una inédita: un partido de fútbol con La Chanchi Estévez, Oscar Arévalo y José Chatruc. El amistoso sucede en un predio que San Lorenzo recuperó, en Salcedo y Mármol. “Vine preparado: esta mañana descansé mucho. Salir del hospital es encontrarme con la gente que está externa. Ver los edificios, los autos; no estar encerrado. Después volver, ir, bañarme, acostarme a dormir y descansar”, dice Pablo. Cristian Ruggeri, estudiante de periodismo, es el comentarista. Pablito y Víctor se pelean por atajar. Los dos tendrán su momento. Se forman los equipos y aparece el árbitro: es Carlos Moretti. Lleva un equipo deportivo muy apretado, medias del Cuervo hasta las rodillas y unos bigotes hitlerianos: es el árbitro malo y va a cobrar cualquier cosa hasta ser reemplazado por un referí de verdad, Jorge Tosoroni. El partido finaliza 9 a 9 y los equipos van a penales. “Me sorprendieron, juegan bastante bien. Y eso que en el Borda no tienen mucho movimiento, más que caminar”, analiza Ismael Sepúlveda, coordinador del taller de desmanicomialización.
Carlos Moretti, el árbitro bastardeado, se define como una víctima del menemismo. Cuenta que quedarse sin trabajo en los ’90 lo llevó al hospital, donde permaneció dos años. Y jura que lo salvó el Frente de Artistas del Borda. Y sabe que el arte cura. Hoy es uno de los coordinadores del taller de plástica. Además, está en todos los detalles organizativos: es un hombre puntilloso que quiere que las cosas salgan bien. Milita hace dieciséis años. “El muro más difícil de derribar no es el que delimita al hospital, sino el mental, que está afuera. El manicomio es una cárcel para inocentes. El único delito que cometieron los que están allí es ser momentáneamente locos y permanentemente pobres”, asegura el hombre, de unos sesenta años. “Una de las primeras cosas que el Frente hace es cortar con el encierro espiritual: el aislamiento mental en el que uno cae cuando ingresa al hospital. A través del Frente conservé el contacto con el afuera, que es trascendental para no caer en el hospitalismo, la falta de planes para el después.”
–¿Cómo es el día a día en el manicomio?
–No sé si se puede llamar día a día. Hay gente para la cual los días no tienen principio ni fin. Es una nada constante allí. El hospital te convence de que tenés que estar ahí adentro. Pero con el Frente el muro se va destruyendo.
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