SOCIEDAD

La historia de una rebeldía

Junto con el golpe, se cumplen 30 años de lo que luego se llamó las Madres de Plaza de Mayo, pero comenzó como una serie de mujeres golpeadas, desconcertadas y desesperadas en busca de sus hijos. En el primer tomo de un erudito trabajo que acaba de editar Norma, La rebelión de las Madres, se cuenta el contexto en que nació esa lucha y el esfuerzo que hicieron esas mujeres para entender qué era ese horror en el país.

Por Ulises Gorini*

Azucena les había dicho: “Madres, así no conseguimos nada. Nos mienten en todas partes, nos cierran todas las puertas. Tenemos que salir de este laberinto infernal que nos lleva a recorrer inútilmente despachos oficiales, cuarteles, iglesias y juzgados. Tenemos que ir directamente a la Plaza de Mayo y quedarnos allí hasta que nos den una respuesta. Tenemos que llegar a ser cien, doscientas, mil madres, hasta que nos vean, hasta que todos se enteren y el propio Videla se vea obligado a recibirnos y darnos una respuesta”.

Esa había sido su idea.

Sin embargo, había algo de paradójico en aquella mirada hacia atrás que rescataba el 30 de abril como una fecha clave de su historia. Porque, en realidad, desde cierto punto de vista, podía pensarse que aquella jornada resultó un verdadero fracaso.

Si la idea era reunir una gran cantidad de familiares para llamar la atención de la gente que atravesaba la Plaza de Mayo y también ser vistas por el dictador instalado en la Casa Rosada, los sábados Videla no concurría a su despacho, y los miles de oficinistas y personas que, en general, recorren el lugar durante los días hábiles son reemplazados por unos pocos jubilados, algunos niños y algunas palomas que dibujan en el aire las figuras cambiantes de su vuelo.

Además, al terminar de contarse, apenas si sobrepasaban la docena las mujeres que habían concurrido a la cita. María Adela Gard de Antokoletz, una de ellas, registró algunos de sus nombres, pero la nómina difiere según los testimonios. Además de María Adela y dos de sus hermanas, Cándida Felicia Gard y María Mercedes Gard, estaban la propia Azucena, Josefina García de Noia, Elida de Caimi, María Ponce de Bianco, Rosa Contreras, Beatriz Aicardi de Neuhaus, Delicia de González, Raquel Arscuschin, Haydée de García Buela, Mirta Acuña de Baravalle, Berta Zeff de Brawerman. Según otros relatos, habían ido al encuentro algunas madres más, incluso una que llegó hasta la Plaza, pero que finalmente prefirió permanecer alejada del grupo, con la intención de ver qué iría a ocurrir, y también una joven que no quiso identificarse por motivos de seguridad.

¿Por qué elegir aquel día, entonces, ante la pregunta del periodista, para referir a una fundación que tampoco existió? ¿Por qué no pensar en alguna fecha posterior, en la cual, como muy pronto sucedería, ya sumaron a otros familiares y el número de las concurrentes aumentó considerablemente? ¿O, incluso, por qué no referirse a otro hecho, como, por ejemplo, el día en que Azucena las convocó y expuso su idea, y cuyas palabras todas recordaban por la valentía de su gesto y la fuerza y convicción que expresaba su voz?

Es que, a pesar de los contratiempos y los errores, a pesar de que fue un feriado y que no sumaron más que un puñado de mujeres, y que muy probablemente no hayan sido ni siquiera advertidas por la gente que en ese momento estaba en el lugar, no se habían equivocado en lo fundamental, habían acertado en lo más importante. Y lo fundamental y lo importante era la Plaza.

Aquel primer día en la Plaza, independientemente del número de madres que fueron y del traspié en la elección de la fecha, había comenzado el proceso de emergencia de un nuevo movimiento social, cuyo signo de identidad se fundía con el propio sitio elegido para su despliegue público y le daba, en parte, su nombre. Mucho antes de convertirse en las Madres de Plaza de Mayo, ellas firmaban las cartas que dirigían a Videla o a algún otro funcionario de la dictadura como “las madres que todos los jueves a las 15.30 nos reunimos en la Plaza de Mayo”. Como elemento identitario, la Plaza no sólo se constituía en indicador del nucleamiento en sí, sino también en un indicador de diferenciación con el resto de los movimientos de derechos humanos y, más vastamente, con el resto de la oposición a la dictadura. La evolución de su propio nombre como movimiento refleja, en sus distintas etapas, el proceso que va desde la inorganicidad y el espontaneísmo a la paulatina formalización del grupo.

La diferencia no estaba dada por una cuestión espacial en sí misma, sino por el coraje cívico y el valor simbólico de instalar en ese sitio –flanqueado por la Casa de Gobierno, el Ministerio de Economía, el Banco de la Nación Argentina, la Catedral Metropolitana y hasta el histórico Cabildo–, una demanda que la dictadura, por todos los medios, trataba de silenciar o, en su defecto, de encauzar por caminos estériles y frustrantes. Esta actitud otorgó a la resistencia encarnada por las Madres una calidad que otras no alcanzaron en ese momento, tanto por el grado de precisión en la identificación de su “interpelado” –Videla, y por extensión la Junta Militar– cuanto por el enfrentamiento público que plantearon.

Desde entonces, el significado y la importancia de la presencia de las Madres en la Plaza estuvieron determinados por esas cualidades y, en una medida mucho menor –o casi nada– por la dimensión numérica de los asistentes. En ese espacio público, abierto a los usos del poder como a las manifestaciones de protesta, la presencia de las Madres se inscribió entre estas últimas. Pero si las movilizaciones políticas, sociales, sindicales y contestatarias midieron su fuerza en relación a la cantidad de los concurrentes, en el caso de las Madres bastó un puñado de mujeres, que desafiaron el terror y contrastaron con el silenciamiento generalizado de la sociedad, para poner de relieve su valor, por tanto, más simbólico que material.

La idea de que no se podía ni debía responsabilizar a la Junta Militar y, particularmente, a Videla por los crímenes que ocurrían, se oponía como fundamento para criticar la silenciosa protesta en la Plaza de Mayo. ¿Acaso de ese modo no se estaba señalando a Videla como responsable máximo de esos crímenes?, interrogaban sus críticos. Es por ello que, durante un prolongado período, la mayoría de los partidos políticos y la totalidad de los organismos de derechos humanos no acompañó a las Madres en ese paso al que, incluso, cuestionaron por temerario e imprudente.

Sin embargo, muchas Madres compartían la idea de que Videla no era el responsable de lo que estaba sucediendo y, aun, pensaban que era probable que no supiera la verdadera dimensión de ello. La presencia inicial de las Madres en la Plaza de Mayo tenía la intención primera de exigir –antes que de acusar– a quien se erigía como autoridad máxima de la Nación que respondiera por la suerte de los desaparecidos. Era un camino para salir del laberinto infernal de intrincados pasillos oficiales, judiciales, antesalas de políticos y religiosos que terminaban frustrando la denuncia de los crímenes, y para interpelar directamente al poder político.

Azucena lo había concebido así. Y cuando lanzó su convocatoria lo explicó con todas las letras. Sostuvo que si la policía decía no buscarlos, los militares no tenerlos, los jueces no encontrarlos y la Iglesia recomendaba paciencia divina era porque todos les estaban mintiendo y que, entonces, había que abandonar ese camino de peregrinación individual, tan reiterado como inútil, e inventar algo nuevo. Y lo nuevo sería ir a la Plaza y ser cada día más.

De ese modo, aun sin la claridad que por esos mismos días reflejaba Rodolfo Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar, donde responsabilizaba a esa Junta directamente por el terrorismo de Estado, las Madres daban un paso decisivo en dirección a instalar una oposición frontal a la dictadura en materia de denuncia. No era ni el primer acto de denuncia ni el primer grupo o movimiento constituido al efecto, ni el más numeroso, pero sí el que decidía dar un paso que iba más allá de los límites permitidos.

El significado de la presencia de las Madres en la Plaza no fue el resultado de un acto único e instantáneo, sino la consecuencia de un proceso de enfrentamiento con la dictadura, cuyas alternativas se fueron dirimiendo día a día, semana a semana, mes a mes. Durante su transcurso, muchas veces estuvieron al borde del fracaso y otras entrevieron un triunfo, que sin embargo se revelaba, muy pronto, relativo y provisorio.

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Cada viernes, durante dos o tres semanas, las Madres volvieron a encontrarse en la Plaza y continuaron sumando firmas a la carta a Videla. La iniciativa era muy movilizadora y atraía cada vez a más mujeres a la Plaza. Ya no eran solamente las conocidas de siempre; muchas se veían las caras por primera vez allí. Dora Penellas, una de las mujeres que se había sumado recientemente, hizo una observación que todas recuerdan muy bien; proponía cambiar los viernes por los jueves por razones esotéricas que a ninguna se le ocurrió objetar: “El viernes no, porque trae mala suerte, es día de brujas”.

“¿Más mala suerte que la que habíamos tenido hasta ese momento? –se preguntó María Adela–. Yo no creía en esas cosas y, probablemente, otras que estaban allí tampoco. Pero nadie le objetó nada a aquella mujer; nadie le discutió. Ahí empezó a surgir un rasgo de lo que seríamos las Madres: si había una objeción de alguna y si el tema no era importante, nadie discutía; tratábamos de facilitar las cosas para que todas las que quisieran se sumaran. Así cambiamos los viernes por los jueves.” Los jueves a las 15.30, en la Plaza de Mayo, desde entonces y para siempre. Aunque ninguna de ellas sospechaba que su espera duraría más allá de algunos meses.

La cita comenzó a transmitirse de boca en boca; las Madres se distribuyeron los lugares a los que debían ir para convocar a otros familiares; fueron a los mismos sitios donde antes concurrían para hacer averiguaciones y trámites, pero ahora tenían otro objetivo: convencer a otras madres de que fueran a la Plaza. Hacen cadenas telefónicas, visitan las casas de otras madres. Y el trabajo empieza a dar resultados.

Como lo había previsto Azucena, el número de concurrentes a la Plaza aumentó semana a semana. En ese breve período inicial, se sumaron algunas de las mujeres que serían decisivas en el desarrollo del movimiento. Juana Meller de Pargament, Angélica Sosa de Mignone, María Esther de Careaga, Nora de Cortiñas, entre otras muchas. Y Hebe Pastor de Bonafini, quien iniciaría una transformación enorme de su personalidad y en pocos meses más se revelaría como una de las figuras más singulares y significativas del movimiento.

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Entre tanto, el genocida Videla se negaba a recibirlas. La carta al dictador, presentada a mediados de junio, uno de los principales móviles que llevaba a las Madres a la Plaza, no tenía respuesta. Mientras el general negaba la existencia de los desaparecidos, eludía conceder la entrevista que le solicitaban por escrito y personalmente, a los gritos desde la calle. ¿No sabía la dimensión del problema o se negaba a saberlo? La opinión de las Madres empezó a cambiar. Si con ingenuidad habían pensado que, tal vez, el tema de los desaparecidos no era suficientemente claro para él, ahora era evidente que las razones de su negativa eran otras.

A principios de julio, en la Secretaría de la Presidencia de la Nación, un funcionario les dijo a las Madres que “el problema no le interesaba al Presidente” y que debían dirigirse al Ministerio del Interior.

“¿Que no le interesaba? ¿El problema no era suficientemente importante para su excelencia? –se indigna todavía, muchos años después, María del Rosario–. Y nosotras, ingenuas, pobres taradas, creíamos que a lo mejor no habíamos juntado las firmas suficientes para que nos crea y nos reciba.” Pero si se cerraba una puerta y veían otra, iban a golpear allí. Las Madres le solicitaron la entrevista al ministro del Interior, Albano Harguindeguy, y algunos días después les informaron que las recibiría uno de sus subordinados, el coronel José Ruiz Palacio, el 11 de julio.

Fueron todas. Ese día, con la expectativa del encuentro, sumaron más Madres que nunca. Sin embargo, sólo admitieron que entraran tres de ellas: Azucena, Ketty y la propia María del Rosario. Las demás debieron permanecer afuera, en la Plaza.

El coronel las recibió en su despacho y no bien entraron, reconoció a Ketty, a quien recordaba de algún encuentro del Ejército, al que pertenecía su marido. Fue él, antes que las Madres, quien empezó a hablar. “Pero, ¿cómo, señora, todavía no apareció su hija? Yo creía que su problema ya estaba resuelto”, le dijo directamente a Neuhaus. “No, coronel –le contestó ella–, todavía no sé nada y somos muchas las que estamos en esta situación.” “Claro, sí –respondió él–, tengo una lista así de amigos, de hijos de amigos, todos desaparecidos y realmente no sé qué pasa.” “Pero cómo que no sabe qué pasa” –terció Azucena. “No sé qué pasa” –insistió él. “Pero usted es un funcionario del Ministerio del Interior, debe saber qué pasa” –replicó Azucena. “Pero, mire, señora, cómo voy a saber” –le contestó el coronel. Y, volviendo a mirar a Ketty, dijo–: “Había una chica que estaba desaparecida, la hija de un amigo que me vino a ver, y después nos enteramos de que estaba en México. En cuanto yo sepa algo de su hija, la ayudo. No sabe la cantidad de chicas que se escaparon para allí y que están viviendo en México vaya a saber cómo. Todas subversivas que huyeron, que ahora para vivir ejercen la prostitución”.

El coronel seguía sin querer mirar a Azucena pero, en ese momento, ella se levantó de su silla y él volvió su cabeza hacia allí. Azucena estaba indignada, le dijo que estaba mintiendo. Empezó a alzar la voz. Y Ruiz Palacio también se levantó. Alguien entró al despacho de golpe, seguramente alarmado por lo que se escuchaba desde afuera y para ver qué estaba ocurriendo.

Azucena siguió hablando, a los gritos. Y también María del Rosario, quien años después reflexionaba así sobre ese episodio: “Ahí surgió el empecinamiento. Ahí nos dimos cuenta de que todos ellos sabían lo que ocurría y que lo único que hacían era mentirnos y tratar de que nos confundiéramos y que nos cansáramos de pedir. Pero le dijimos que de la Plaza no nos íbamos a ir y que seguiríamos allí todas las semanas hasta que él y el gobierno nos dijeran dónde estaban nuestros hijos. El dijo que no podía ser. Que estaba el estado de sitio y que eso estaba prohibido y que no lo iba a permitir. Y ya a los gritos le contestamos que seguiríamos viniendo y nos fuimos indignadas.”

A la salida, las Madres escucharon el relato de Azucena sobre lo que había pasado. La rabia se hizo carne en todas ellas. “Y ahí nos dimos cuenta –explica María del Rosario–, era una mezcla de desesperación, desesperanza y bronca. Nos dábamos cuenta de que ellos no tenían ninguna intención de resolver nada y que teníamos que seguir solas, presionando, gritando. Ahí decidimos que no nos iríamos de la Plaza. Y decidimos volver, volver y volver.”


* Abogado especializado en derechos humanos, profesor de historia en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, autor de Lilí, presa política, El Encubrimiento, Tópicos utópicos y un volumen de conversaciones con Osvaldo Bayer.

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