Domingo, 2 de abril de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LAS MEMORIAS DE GRACIELA LOPRETE, LA LOPRE, PRESA POLITICA
Esta semana Editorial Norma publica un manuscrito compuesto hace más de veinte años con las memorias de La Lopre, contando sus años de cárcel bajo el lopezrreguismo y la dictadura. Memorias de una presa política es un testimonio notable de una vida dura que terminó en la depresión y el suicidio en el exilio.
En esos meses de 1975, la comida que proporcionaba el penal no era tan mala, aunque lo más frecuente fueran los guisos con poca carne y demasiada grasa. Pero nosotras teníamos una situación privilegiada, porque al seguir con reglamento de hospital la comida que nos llevaban era la que antiguamente daban a los enfermos de la sala, preparada en el Casino de Oficiales, y no la que comían los detenidos en los demás pabellones. Por otra parte, contábamos con los fiambres, quesos, dulces y postres que nos llevaba la familia en los días de visita, y podíamos hacer algunas compras en la proveeduría del penal. Todas las detenidas que comprobaran ante el médico clínico alguna dolencia del aparato digestivo recibían la prescripción de un régimen especial que consistía en un trozo de carne o de pollo y alguna verdura. A esos platos los llamábamos “prescripciones” y a las compañeras que los recibían les fue quedando las “prescriptas”. A la hora del almuerzo o de la cena, empezaba la batalla entre María y las prescriptas. Me asombraba su celo por combatir pequeñas injusticias que a mí me pasaban completamente desapercibidas. A ella le afectaban mucho, y al final del día de vigilancia inquebrantable, quedaba rendida.
Apenas había llegado yo cuando hubo una escena dramática por la cuestión de las prescripciones. Eramos 25 en la sala, y de cocina llegaban 25 porciones de comida común, más siete u ocho prescripciones para las que lo habían solicitado. Entonces, si la comida no era buena, que era lo más frecuente, sobraban platos.
Pero ese día era sábado o domingo, las celadoras aparecieron con una bandeja llena de pequeñas milanesas, para las “comunes”. En la bandeja de las prescriptas, había ocho bifes de hígado asados. Ellas pidieron a la fajina del día su correspondiente milanesa, con lo que las demás no pudimos repartirnos las ocho que hubieran sobrado si las prescriptas hubieran comido el hígado. María estaba furiosa.
–Eso no es justo. Las compañeras que tienen prescripción comen mejor todos los días. Nunca se les pide que repartan lo suyo o conviden porque sea más rico. Y cada vez que la comida de las demás es buena, cada vez que hay milanesas, les desaparecen de golpe las úlceras o los problemas de hígado. ¿Qué pasó ahora con las enfermas del hígado? ¿Dónde están?
Yo sabía que a María, Gabriela T. no le caía muy bien. La veía demasiado fría, o suficiente, y era uno de sus blancos principales en la lucha por la justicia.
–La Gabriela T. siempre hace lo mismo, se abalanza sobre lo frito, entonces se le olvidan los dolores de hígado. Pero si la comida es el guiso de cordero, ¡ah, no!, ella tiene que comerse el bifecito...
Las prescriptas protestaron y nos dispusimos a sentarnos a la mesa. Yo había observado que el grupo de Montoneros y algunas militantes del otro grupo se sentaban siempre en la mesa de la izquierda. En cambio, María, Inés, Martita, Blanca y la mayoría de las tucumanas se sentaban siempre en la derecha. Decidí sentarme con las otras, no quería ser rotulada desde el primer momento, no quería cerrarme puertas atrincherándome en un solo grupo por viejas relaciones. Me senté al lado de Gabriela T. y Gabriela O.
Pero la conversación no fue fácil. No había un diálogo suelto y comimos con muchos pozos de silencio. La política parecía ser, en las relaciones personales, un eje muy difícil de sortear. Pensé que habían visto mi encuentro con Inés, nuestro abrazo, mi preferencia por el rincón esquizofrénico. ¿Ya me habrían rotulado?
Después de comer me reuní con mis amigas.
–¡Qué tirantez que había con las chicas de las organizaciones! –les dije– ¿Es por la historia de las milanesas?
–Y, no sé... –me contestó Inés–. Yo vi que te sentabas en la otra mesa y me sorprendí. Pero no te dije nada porque pensé, en fin, ella sabrá...
La primera visita de mi padre me llenó de angustia.
Cuando llegó la hora de la visita masculina apareció tras la reja, desde el pasillo, con la cara muy demacrada, con esas ojeras y esos hondos surcos que se le forman cuando está preocupado.
Frunció el ceño y torció la boca.
–¡Cómo me mandás un telegrama al negocio! ¡Allí lo abre y lo lee cualquiera!
Una vez trasladada desde Coordinación Federal a Devoto, cuando pude escribirle, yo no recordaba la dirección de su departamento y le había escrito al comercio avisándole dónde me encontraba. Ya antes me había llevado comida a las dependencias de la policía, una vez que le informaron de mi suerte los familiares de una de las detenidas allí, en la celda común, que podían recibir visitas.
Eso fue lo primero que me dijo. Ni cómo estás, ni preguntar si me lastimaron. Era un episodio más en una historia de treinta años y se me estranguló la garganta. Pero me contuve, le expliqué mi olvido, me esforcé por que el diálogo fuera razonable. La actitud de mis compañeras era la de comprender y hasta proteger del dolor a su familia. Ellos debían sufrir las consecuencias de algo que no terminaban de entender. Hasta tenían menos armas que nosotras para soportar nuestra prisión, las lentísimas colas previas a la visita, la requisa personal, el manoseo.
–Acá me trataron como a un delincuente. ¿Por qué tengo que aguantar esta humillación? Tuve que desnudarme, hasta las bolas me levantaron.
Yo trataba de aliviarle la vergüenza.
–Es por política, papá. Lo acusan a César de formar parte de un grupo político. No sé si es cierto, pero en todo caso yo no tengo nada que ver. Pero vivía con él, para ellos eso es suficiente.
–No apareció así en los diarios; estaban las fotografías, la noticia, daba la impresión de una banda de delincuentes. No decía “fueron apresadas por motivos políticos tales personas...”. En el negocio se me acerca la gente y me pregunta si tenés algo que ver conmigo, con nosotros, y yo no sé qué decir..., digo que no leí nada.
Mi padre miraba a un lado y al otro, se quedaba en silencio. Yo trataba de distraerlo, le contaba que en el pabellón hacíamos fiestas de cumpleaños, que cocinábamos tortas, que tejíamos.
Como siempre, una de las chicas se acercó y le ofreció un jarro de metal lleno de café. El lo agradeció y no lo quiso. Mi compañera le insistió y él volvió a rechazarlo. Lo tomé yo. Fumaba un cigarrillo tras otro de los que yo había solicitado a la encargada de distribuirlos, ya que a las visitas les retienen los atados en la sección. Requisa por la que deben pasar. El paquete estaba apoyado entre los barrotes. Mi tensión crecía con el paso del tiempo. Buscaba desesperadamente temas de conversación para aligerar esos momentos, pero me encontraba con su rostro crispado y su silencio. Cuando pasó la hora de la visita me sentí aliviada y derrumbada por el cansancio.
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