Domingo, 13 de septiembre de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › ENTREVISTA A FLORA LACAVE
Por Horacio Cecchi
“Pasaron diez años... Uno se va acomodando, no es que quiera olvidarse, es que uno quiere seguir viviendo.” Flora Lacave lleva una década repitiendo íntimamente la misma idea. Cada día. A veces, como dice ella, el tiempo pasa. Siempre pasa, agrego. Pero a veces, sólo a veces, se deja entrar a la costumbre con su manto de olvido. Flora, cada tanto, lo logra, rodeada de su familia. “Tengo diez nietos”, dice entre orgullosa y necesitada de ellos. Se refugió en Lincoln desde que pudo. Vive sola. Y si logra acariciar el olvido, alguien, una llamada, el ancla del periodismo, la regresan al pasado. En su convicción más íntima quisiera desprenderse de ese estado público, no deseado, que la arrojó al horror sin pretenderlo ni soñarlo.
Cuando concluyó el juicio a la banda, se mostró conforme pero esperaba las condenas a los policías. Cuando concluyó el juicio a los policías, se mostró conforme, pero esperaba que se apuntara más arriba, a los responsables. Todavía espera, mientras se queja de que algunos de los que intervinieron en el asalto ya están dando vueltas. “Pasaron pocos años, y ya están, está el Ojito (por Céspedes, uno de los condenados), la hermana de Saldaña (Mónica), están con ese permiso, eso duele, para qué uno va, trata y después no se hace justicia.” No es sencillo decirle que ya alcanzaron los límites que la ley impone, no es fácil decirle que hacer justicia no es sinónimo de tomar venganza, aunque muchas veces lo parezca. No se lo digo. Aunque sé que Flora lo entiende. No es arrebatada, es medida, siempre debe haberlo sido. Escuchó que Ojito, en una entrevista, dijo que a él lo habían confundido porque conocía a Carlos Chaves, su marido, y Flora sintió que el odio le subía por el cuerpo. “Me dio mucho odio que ensuciara su nombre... Si no lo conocía, qué necesidad tenía de mentir así.”
La última vez que la vi, en su casa de la calle Fortín Chiquiló, en Lincoln, donde pensaba volver a vivir con Carlos, su marido, estaba acompañada por sus tres hijas –hoy, una de ellas se está instalando en frente–, habían pasado apenas tres meses desde que vio algo como un rayo, aquel resplandor que todavía es un recuerdo borroso, mezclado con sensaciones físicas y anímicas, mientras el Polo avanzaba entre las balas.
“Este año pude tomarme vacaciones y por primera vez pude reírme en serio –me dice Flora y su frase hace estragos, y uno cree que es eso, que el tiempo, finalmente, se apiadó después de tantos años. Pero no, el runrún sigue–. Cuando volví tenía un llamado. Un periodista que quería preguntarme y de nuevo empezó todo.”
¿En Ramallo? ¿No quieren recordar? “Yo los entiendo, después de todo, a ellos también los golpeó mucho, fue muy grave también para ellos. La gente no quiere comprometerse, prefiere olvidarse para seguir todos los días. Yo los entiendo.”
Flora se presta amable a la tortuosa disección que intenta la entrevista. Es muy extraña la sensación que produce el querer preguntarle y al mismo tiempo saber que cada pregunta es una aguja, es llevarla otra vez a ese lugar del que quiere escapar y no puede. Mis preguntas no la dejan. Las preguntas de cualquiera no la dejan. Ya no es la exposición hacia fuera, las preguntas que invadan su intimidad. Más que eso, es lo que la llevan a exponerse consigo misma, con su trágica historia.
De pronto dice: “Fui al Chaco a verlo a Martínez”. Lo dice con la habitualidad de un nombre de pila. Hay un silencio. Sé que habla del asaltante sobreviviente. No pregunto. Ella lo da por supuesto. “Ya le habían dado 24 años. Fui y no quise hacerle otras preguntas. Me dio lástima.” ¿A qué preguntas se refiere Flora? No lo dice de inmediato. Tiene que digerir el recuerdo. ¿Qué le pasó cuando lo vio? “Se me movió todo dentro de mí. Dije que no iba a molestar, que solamente quería hacer algunas preguntas y que en una de ésas me dejaban hablar”, y entonces puede describir aquellas preguntas, lo que quería saber, un poco impulsada por el acicateo periodístico (la acompañaba una nube de movileros intentando acceder a la escena que desde algún costado periodístico podía conformar una imagen de novela trágica, el perdón de la víctima a su victimario), un poco porque son preguntas que le quedaron desde el principio.
“‘¿Dónde pusieron el handy? ¿Dónde quedó el bolso?’, quería preguntarle”. Flora se refiere al handy Yaeschu que utilizó Saldaña para comunicarse con uniformados, por el momento desconocidos, que mantuvieron conversaciones paralelas y a través de las cuales fueron alentando al trío a salir con la presunta promesa de que por fuera estaba todo controlado. “El handy yo sé que lo pusieron en el bolso y le quería preguntar por un arma larga que también se llevaron. Quería saber quiénes se los llevaron.” (El cabo primero Alberto Castillo fue fotografiado por Jorge Larrosa, de Página/12, el 17 de setiembre del ’99, mientras corría con un bolso igual al que la sobreviviente Flora Lacave describió como el que los delincuentes habían usado para guardar armas y un handy, antes de lanzarse a la fuga hacia el más allá). Pero Flora no le preguntó a Martínez. “Había mucha gente, me dio lástima, y con toda la gente que había alrededor, ¿qué me iba a decir?”
De aquel momento, Flora tiene los recuerdos entremezclados, como si se tratara de hilos sueltos acá, enredados allá. Recuerda el fogonazo, que racionalmente coincide con alguno de los disparos efectuados mientras el vehículo estaba en movimiento, pero que en su recuerdo constituye una visión simultánea al momento en que ya se encuentra arrojada al suelo. “Sé que la calle era de adoquines, pero cuando me tiraron del auto sentí como si mi mano al apoyarme se hubiera hundido en un piso húmedo. Todavía lo siento así. Pero sé que no había césped. Eso todavía me confunde.”
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