Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
En este lugar, cuando uno
deja que algo se le escape
de la mano, no lo encuentra
nunca más.
J. P. Donleavy
Cuando llegué acá yo era de Buenos Aires. Vivía con mi vieja, tenía dieciocho recién cumplidos y dos hermanas que me llevaban más de diez años las dos y que ya no vivían con nosotros. Venían de visita sólo para cumplir, una vez al mes, por separado, porque no podían ser más distintas las dos: una tenía su carrera, trabajaba quince horas por día; la otra tenía una parva de hijos y un esposo con plata. En lo único en que se parecían era en eso: la plata y sus cosas, ante todo. Dije que venían poco a vernos. Me faltó decir que en el barrio no había quién no se acordara de ellas.
Me explico. Tipos que no conocía se acercaban a darme conversación, no les importaba que yo no los conociera. Ellos sí, y eso les alcanzaba para acercarse y empezar a preguntarme por mis hermanas. Más que preguntar, lo que querían era hablar ellos de mis hermanas. Yo pensaba: ¿tantos novios tuvieron, las yeguas? ¿Qué pasó realmente con estos tipos, para que necesitaran acercarse a hablar de ellas a un desconocido diez, quince años menor que ellos? Me trataban como a una criatura, estos tipos. Me veían grandote y medio torpe y pensaban que yo era medio lento de acá arriba. Antes de que me preguntaran yo ya sabía qué decir: “¿Raquel? Igual que siempre, trabajando como una loca. Es gerenta, ya. No se casó todavía”. O: “¿Leonor? Cinco hijos, quién lo hubiese dicho”. Como si también a mí me sorprendiera un poco lo que terminó siendo la vida de mis hermanas.
Por eso me agarró desprevenido ese tipo: porque no era igual a todos los demás. Por lo menos se acordaba de mi vieja, de mi viejo, se acordaba de todos. Lo demostró cuando dijo:
–Puede que esté errando fiero, pero para mí era Amanda; no podía ser otra. El pueblo se llama Pampa del Mar. Está sobre la costa, viniendo de Necochea.
El tipo volvía de hacer una changa por allá, le empezó a ratear el motor, paró en el pueblo, y mientras le arreglaban el auto dio una vuelta y terminó en el único parador que había sobre la playa.
–Está cambiada. ¿Cuántos años pasaron? Pero te juraría que era Amanda.
Doce años pasaron, pero no hizo falta contestarle. Que fuese capaz de acordarse de ella al ver una extraña en un bar perdido de la costa, tantos años después, ya lo hacía diferente de todos los demás. Porque yo tenía una hermana llamada Amanda, cuando era pibe. Hablo de la época de los hippies, el ‘70. Yo tenía, además de las otras dos, una hermana que se llamaba Amanda y que era, cómo decirlo, mi persona preferida en la vida. Hasta que cumplió quince años y se fue. Yo tenía seis. Ella cumplió los quince, se fue de casa y nunca más supimos nada de ella.
La buscaron por todas partes. Llamaron a la policía, salió su foto en la televisión, pero no sirvió para nada. No dejó ni una carta, tampoco escribió después. Una vez que salió de casa fue como si se la hubiese tragado la tierra. No estoy hablando de la época de los milicos, no se la llevaron. Esto fue antes: en esos años de paz y amor y guitarritas. Había, en esa época, unos avisos por televisión. Mostraban una foto carnet y una voz en off decía: “Llamado a la solidaridad. Se solicita información sobre el paradero de una menor de sexo femenino que fue vista por última vez en...”. A mí me parecían de otro mundo esos avisos: uno donde había familias que podían perder a uno de los suyos así como así. Esas cosas no pasaban en mi casa. Esa gente que se perdía era gente con problemas: atrasados mentales, viejos seniles, gente que nadie quería. Amanda, en cambio...
¿Quién quería a Amanda? No fui yo el primero en pensarlo; qué puede pensar alguien a esa edad. Pero fue como si, de golpe, todos en mi casa lo hubiésemos entendido al mismo tiempo, cuando Amanda se fue: que no tenía amigos, ni en el barrio ni en la escuela; que todas las discusiones que iniciaba con cualquier excusa eran prueba de que muy a gusto no estaba con no- sotros; en otras palabras, que podía ser perfectamente la clase de gente que terminaba apareciendo en esos avisos de la televisión.
Había un juego de mesa en las casas de aquel entonces, el Senku. Había que ir eliminando fichas, como en las damas. Ganaba el que dejaba menos en el tablero. Se podía jugar de a varios o solo. Siempre y cuando el juego tuviera todas sus fichas. Porque pasaba siempre lo mismo con el Senku: siempre se perdía alguna ficha y el tablero quedaba inservible, en el fondo de algún ropero. No sé si las familias son como Senkus, y no voy a mentir: yo nunca había pensado qué pasaba con la ficha perdida de los Senkus hasta que Amanda se fue de casa.
Ahora tendría que hablar de lo que es crecer en una familia cuando falta una pieza y no hay explicación. Las puertas cerradas cuando deberían estar abiertas, las conversaciones en voz baja, el asiento que queda vacío en la mesa... Para mis viejos, Amanda era el eslabón que iba de mis hermanas a mí. Sin ella no se entendía que viniera yo después de mis hermanas. Para ellas, en cambio, lo que no se entendía era Amanda: que le importaran un carajo los vestidos, las fiestas, el maquillaje, los machos, la guita, todo lo que era importante para ellas. Había repetido un año en la escuela, mientras que ellas nunca se llevaron ninguna materia. Ellas eran flacuchas, eso que llaman femeninas; Amanda era varonera. Ellas eran sociables; Amanda era hosca. Ellas se entendían como por telepatía; Amanda discutía a gritos con las dos, estaba siempre en contra de todo. Mis viejos, mis hermanas, la veían como una especie de habitante accidental de la casa. Y, cuando desapareció, fue como si nunca hubiera existido. No al principio, pero cuando pasaron las semanas, los meses, los años, fue más fácil olvidarla que tener presente su ausencia.
A mí también, a medida que pasaban los años, los recuerdos que tenía de ella me parecían cada vez menos. Con el tiempo empezaron a haber más y más cosas que me habían pasado después de Amanda. Y la balanza se fue inclinando cada vez más para ese lado: el lado después de Amanda. De noche, antes de dormirme, a veces pensaba cómo contarle las cosas que me iban pasando, cómo habrían sido si ella hubiese estado en casa. A veces simplemente me acordaba de que, cuando era más chico, había tenido una hermana que adoraba y que un día se esfumó.
Todas estas cosas iba pensando en el coche, rumbo a Pampa del Mar. No dije que mis viejos se separaron entre tanto, él se casó de vuelta y se fue a vivir a Mendoza, mis hermanas viajaron a visitarlo varias veces, yo fui una sola vez: no me llevé muy bien con sus otros hijos. Preferí quedarme con mi vieja. La cuestión es que le saqué el coche a ella, que manejaba poco ya, y venía pensando en estas cosas por la ruta, hasta que vi un cartel que indicaba el desvío hacia el pueblo. Hay que imaginarse este pueblo hace un montón de años. Era más chico, y más precario. Por donde hoy pasa la costanera no había más que médanos y un parador donde se servían comidas. Se prendió fuego después y, en vez de reconstruirlo, empezaron a levantar el Horizonte, ese hotel que se ve desde acá y que ahora es mío.
Dije que venía pensando, al llegar al pueblo. No le había contado a nadie en Buenos Aires lo que venía a hacer. Pero a medida que leía en los carteles de la ruta Pampa del Mar 158, Pampa del Mar 72, Pampa del Mar 16, se me iba haciendo más y más grande la necesidad de hablar con alguien. Todo quedaba cerca, antes, en este pueblo, mucho más que ahora. Desde la telefónica podía llamar perfectamente a Buenos Aires sin perder de vista el parador. Sólo faltaba acercarme a espiar a Amanda sin que me viera, y comprobar si era ella. Claro que la última vez que yo había visto a Amanda, ella tenía quince años y yo seis. Quizá mis hermanas tuvieron razón, cuando las llamé desde la telefónica, pero la verdad es que me pareció miserable su reacción. Las dos dijeron lo mismo: que primero tuviese la certeza de que era Amanda. Una vez que eso fuese un hecho, ellas decidirían a quién avisarle y qué hacer. Como si Amanda fuese una demente que se había escapado del asilo, o una criminal buscada por la policía.
Eran cerca de las tres de la tarde. El lugar tenía todas las mesas afuera, bajo un alero de cañas. Yo esperé al sol hasta que se desocupó una mesa. No era mala ubicación para espiar a Amanda antes de hablarle. El problema era que hasta entonces no había pensado qué haría cuando estuviésemos frente a frente.
De las tres camareras, una parecía de más de cuarenta, otra era adolescente y la tercera era la más bajita y maciza de las tres. Tenía el pelo hasta la cintura, desprolijo, era la única descalza, la única sin anteojos negros, la única que no usaba vestido. ¿Era Amanda? ¿Qué sentí cuando crucé el primer golpe de vista con esa mina despeinada y con shorts desflecados que circulaba de mesa en mesa? Mi primera impresión no cambia nada: pensé que era; pensé que no era; pensé que si seguía mirando iba a terminar sabiendo, sin necesidad de preguntar.
Nunca antes se me había ocurrido que por los movimientos de una persona se pudiera conocer su identidad: por la manera de depositar el peso del cuerpo sobre una pierna al escuchar a alguien, o de mover apenas los labios al tomar nota de la comanda. Yo miré un rato larguísimo a esa mujer que iba y venía con botellas y platos en las manos, tratando de leer en sus movimientos cualquier signo que delatase su pertenencia a nuestra familia: ¿de dónde le venía esa manera de sacarse el pelo de los ojos, esa leve inclinación de la cabeza al escuchar un pedido? ¿Quién en mi casa caminaba así, como si hubiese nacido para andar descalzo? Para encontrar algo de mí mismo, o de mis viejos, o incluso de mis hermanas, en esa mujer que podía ser Amanda, tuve que rastrear en mi memoria cosas a las que nunca les había prestado atención. Y lo que sentí fue algo que había sentido muchas otras veces después de la partida de Amanda: que no había nada en mí que me hiciera miembro de mi familia. Que yo era otro extraño en aquella casa. Sólo que no me había ido nunca, a diferencia de Amanda.
Finalmente la encaré. Le dije: “Amanda, soy yo”. No sé qué le dije exactamente, no sé cómo me acerqué siquiera. Lo que me quedó grabado es la expresión de ella. O la mía, reflejada en la suya. Yo estaba dispuesto a lidiar con eso. Suponía que ella iba a tardar en reconocer a su hermanito en ese desconocido de un metro noventa. Imaginaba que, cuando sintiera el pasado volviendo como un ramalazo, se echaría atrás, al menos hasta que entendiera que era yo solamente. No la familia, sino yo. Que no había peligro. Que nadie quería llevarla a ningún lado. Que yo no pretendía robarle su vida sino sólo saber de esa vida sin mí, y hacerle saber de mi vida sin ella.
–No –dijo ella–. Me estás confundiendo con otra persona.
Tuvo que decirlo muchas veces. No fueron muchas, pero así quedaron en mi memoria: como si el tiempo se hubiera paralizado y la gente de las otras mesas nos estuviese mirando, primero sorprendidos y hasta interesados; después deseando que yo aceptara de una vez que esa mujer no era mi hermana perdida y las cosas volvieran a ser como hasta minutos antes.
Las mesas empezaron a vaciarse de a poco. El ritmo de la cocina aflojó, y el ruido también. Yo seguía en mi rincón cuando ella se me sentó enfrente y encendió un cigarrillo, mirándome.
–En serio, lo lamento –dijo.
No era nada, dije yo; porque no era su culpa. En la playa había empezado a levantarse viento y los bañistas juntaban sus cosas para irse. Ella me ofreció uno de sus cigarrillos, yo lo rechacé.
–Tengo tiempo –dijo ella–; mi turno terminó.
Para que ella entendiera qué clase de hermana era Amanda le conté de un cumpleaños, adonde nos habían mandado a los dos, aunque Amanda era más grande que todos los invitados y yo el más pibe. Llegamos tarde; los demás estaban en medio de un juego. Había un árbol, en medio del patio. Yo me puse a trepar, estaba llegando a las ramas más altas cuando me vine en banda. Caí de cabeza contra el piso; no me desnuqué por casualidad, todo el mundo creyó que me había pasado algo terrible. Me dejaron acostado en donde caí, nadie se animaba a moverme, llamaron una ambulancia. Yo estaba despierto, me salía sangre de un oído, y algo más, un líquido viscoso y transparente, según Amanda, que se quedó todo el tiempo a mi lado, hablándome en voz muy baja. No dejó que nadie me tocara, vino conmigo al hospital en la ambulancia. Después supe que mis viejos le echaron la culpa. Y que durante un tiempo largo creyeron que yo había quedado medio tonto por culpa del golpe. Yo, en cambio, nunca me iba a olvidar de su cara a centímetros de mi cara hasta que llegó la ambulancia.
Le conté muchas cosas, en las horas siguientes. En el recuerdo es como si le hubiese contado todo lo que sabía de Amanda hasta que se fue de casa. Vimos el atardecer desde ahí: la playa más y más desierta, la arena cada vez más opaca, las sombras cada vez más largas. Cuando empezó a refrescar, ella trajo una botella de ron. Me escuchaba hablar de Amanda como de una persona que ella debía recordar pero que se le había borrado de la memoria. Entonces me preguntó por mí. Por mí después de que Amanda se fuera. Qué hacía con mi vida, de qué trabajaba, si tenía novia.
No había mucho que contar pero era fácil hablarle. Era hermosa, a su manera. Era amplia (no digo ancha; digo amplia, si se entiende lo que quiero decir). Se la veía a gusto dentro de ese cuerpo. Quiero decir que me gustaba. Yo era muy pichón y ella me veía como un hombre.
En algún momento dijo que eran sus últimos días en el pueblo: la temporada había terminado, el parador iba a cerrar, hora de partir. Adónde, dije yo. Ella dudó antes de contestar. Ya no me acuerdo si ella los llamó con ese nombre o yo los bauticé después, pero así han quedado en mi memoria: los Itinerantes. Empezó a hablarme de ellos antes de irse a hacer el turno de la noche; siguió después de que cerrara el parador, pasada la medianoche. Mientras tanto, yo anduve por la playa haciendo tiempo.
Las olas eran lo que les interesaba; por eso venían. Las olas y unos hongos que crecen en la bosta de los vacunos cuando llueve. Aparecían cada tanto; algunos años sí, otros no, siempre para las mismas fechas. Clavaban sus carpas no en los médanos sino en el campo más atrás, para pasar inadvertidos; ella y otra piba trabajaban en el parador para que la gente del pueblo no los viera como una secta o unos vagos, y se pusieran hostiles. Porque tarde o temprano volvían por los mismos lugares. Buscando las olas y los hongos. O los hongos y las olas: sólo unos pocos salían al mar, el resto se quedaba mirando desde la playa, bajo el efecto de esos hongos. Eran una especie de hermandad. Ella no quiso hablar mucho, pero dio a entender que no eran vulgares vagabundos ni adictos, o yo quise entender eso. A veces se dispersaban, después se volvían a unir. El frío los arrastraba hacia el norte, a veces por Brasil, otras veces subían por Perú hasta Colombia y más arriba. El calor los traía de vuelta, de país en país. A veces se dispersaban, a veces volvían a congregarse, acá o allá.
Cuando me fui a vagar por la playa pensé en mi futuro y después pensé que podía manejar esa misma noche hasta Buenos Aires, devolverle el auto a mi vieja, tomar un micro de vuelta y seguir camino con ellos, si me aceptaban. Eso le dije cuando ella terminó su turno y volvimos a encontrarnos. Esta vez nos sentamos en la arena fría, a oscuras. Hablamos mirando la rompiente, como quien mira el fuego. No pareció sorprenderse cuando le pregunté si podía ir con ella, con ellos. No preguntó por qué. No dijo que tenía que consultarlo con los demás. Simplemente aceptó y se guardó en el bolsillo los billetes que le di, para demostrarle que la cosa iba en serio. Puse en su mano toda la plata que llevaba encima y se la cerré, y ella dijo que podía esperarme un día. Yo dije que me alcanzaba.
Llevé el coche hasta Buenos Aires, volví en el primer micro. No fueron más de doce, catorce horas. Pero ella se había ido.
Así termina la historia.
Cuando la cuentan acá, cuando hablan de mí en Pampa del Mar, la cuentan así. Dicen que por eso compré el lugar. Que primero lo quemé, porque así rematan la historia, y que después me fui. Que anduve unos años por Norteamérica, haciendo un poco de todo, pero mayormente en una troupe de lucha libre. Me bautizaron El Buen Gigante. Mi tamaño impone respeto pero también transmite tranquilidad, he descubierto con los años. Ni yo sabía que tenía ese talento, pero así son las cosas en esta vida. El problema es que esa vida no era para mí. Nunca pude adaptarme a los gringos. Gente vacía, como una fruta sin sabor. No supe adaptarme. Ni a ellos ni a sus costumbres: las llaves que giran al revés, la electricidad de esas sábanas y alfombras sintéticas que tienen allá, lo endeble de esas construcciones que levantan de un día para el otro en medio de la nada, el monótono sabor de la comida, y esa manera de comer que tienen, en cualquier parte, hasta en el coche, siempre con la mano: son capaces de comer fideos con la mano, yo lo he visto. Pero lo peor era esa luz blanca, que se ve hasta con los ojos cerrados, a través de los párpados. No usan persianas ni postigos; no saben lo que es la oscuridad. Creo que no dormí como es debido ni una sola noche. Ni una sola, y estuve tiempo allá.
No era para mí. Si me quedaba, iba a hacer un desastre. Un día lo supe, como se saben esas cosas. Tenía juntados unos pesos y decidí volverme. En Buenos Aires tampoco me sentí a gusto y un día llegué de nuevo a este pueblo. Ya se había empezado a construir el hotel y habían parado la obra por la mitad. Algo pasó con la playa, cuando agrandaron el puerto de Necochea: las olas no volvieron a ser como antes. El pueblo nunca se convirtió en el lugar turístico que iba a ser. El hotel quedó abandonado a medio construir. Lo compré por monedas y lo fui terminando de a poco. Empecé a salir a pescar; aprendí a conocer estas aguas. En temporada, me las arreglo con los veraneantes. Fuera de temporada, están los que llegan buscando pesca. No se gasta mucho, en un lugar así. Se va tirando. Se va olvidando.
Eso es todo, cuando lo cuentan acá.
Pero falta algo.
Esa noche, cuando estábamos en la playa, ella me confesó que no era la primera vez que la confundían con otra. No nombró a Amanda pero, para mí, igual fue suficiente. Habíamos estado juntos ya, si es lo que quieren saber. Habíamos hecho lo que se suele hacer en esos casos. Cuando me subí al coche, antes del amanecer, creo que ya sabía en el fondo de mi corazón que ella no iba a esperarme. Eran unos descastados, qué iban a esperar. Pero hice todo el viaje sin pensarlo. Dejé el coche en casa de mi vieja, y volví en el micro sin pensarlo. Me hizo falta llegar y comprobar que ella se había ido sin mí para reconocer lo que era obvio.
Hasta ese momento sólo me había permitido pensar que eran dos personas diferentes, esa mujer y mi hermana. Lo que pensaba es que ella era el perfecto igual en el mundo de mi hermana perdida. Yo quería encontrar a mi hermana, pero también quería estar junto a esa mujer. Quería estar a su lado cuando la confundieran nuevamente: porque los que la confundían era porque habían visto a Amanda. Por grande que fuese el mundo, para esta gente era un circuito. Y, si me aceptaban con ellos, había probabilidades de que encontrara a Amanda en algún momento.
No me dejó ni una carta. Se la tragó la tierra, como la primera vez. Cuando se fue de casa había robado alguna plata; esta vez no necesitó robar: yo mismo se la di. Nadie en el pueblo los vio irse; toda la atención estaba puesta en el incendio. Increíblemente, nadie los culpó del fuego, aunque dos de las chicas hubieran estado trabajando en el parador.
Acá dicen que fui yo el que le prendió fuego al lugar, cuando llegué y vi que ella no me había esperado. ¿Cambia algo si digo que el lugar ya estaba en llamas cuando volví? Lo que hizo ella lo hice yo, todo lo que hicimos esa noche lo hicimos los dos. Lo que le pasó a ella me pasó a mí. Porque ella era mi hermana. Ella era mi sangre, ella era yo mismo, lo supo nomás verme, lo supo cuando me tenía adentro, y creo que ya en ese momento supo cómo iba a hacérmelo entender a mí horas después.
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