Domingo, 16 de enero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › LAS ULTIMAS HORAS DEL AUTOR DE LA MATANZA DE ARIZONA DESATARON UN DEBATE EN ESTADOS UNIDOS
Antes del ataque, la vida de Loughner se parecía al tiempo ordinario de cualquier otro, dependiente de Internet para escapar de esa red de cadenas comerciales anónimas. Pero nadie habla de las frustraciones.
Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
Una semana y un discurso presidencial después de que Jared Lee Loughner disparara contra la diputada demócrata Gabrielle Giffords y varios más en Tucson, Arizona, el FBI describió el viernes las fotos que el joven reveló horas antes de la matanza. La audiencia de cientos de millones de personas respira aliviada confirmando el diagnóstico de alguien enajenado, consumido en un erotismo que sólo puede resolver apretando el gatillo de la Glock 9 milímetros. Loughner posa desnudo, con el arma en la entrepierna. Y en otra, mirando al espejo y dando vuelta la cabeza para verse la espalda, el caño de la pistola se posa sobre su nalga derecha.
En las primeras horas de ayer, Giffords abre los ojos en el hospital y fija la mirada y parece empezar a tener noción de lo que pasó. Los hechos se suceden en un tempo perfecto. El milagro se produce mientras las agencias secretas del Estado revelan el paisaje melancólico de las últimas horas de Loughner, anotaciones en donde todas las piezas encajan con demasiada perfección.
Cerca de las 10 de la noche del viernes, el joven de 22 años deja los archivos digitales para revelar en un local de la cadena Walgreens, en la misma zona de shopping donde abrirá fuego doce horas después. Pasada la medianoche, se registra y paga una noche en un Motel 6. A las dos de la madrugada del sábado vuelve a Walgreens para retirar las copias de las fotos y a las 2.19 hace otra compra. A las 4.19 escribe un “Goodbye friends” en su cuenta de MySpace. A las seis de la mañana compra algo en Wal-Mart y en Circle K. A las 7.04 trata de comprar balas en un Wal-Mart. No puede. Va a otro Wal-Mart a 23 minutos de ahí, se lleva las balas y un bolso negro.
De regreso, la policía lo para por pasar un semáforo en rojo. Sigue. Vuelve a su casa. Su padre le pregunta qué lleva en el bolso. Se va de su casa, camina hasta Circle K, toma un taxi hasta el supermercado Safeway. Entra a las 9.54 de la mañana. Sale dieciséis minutos después. En la puerta dispara una veintena de veces. Mata a seis personas, incluyendo a un juez. Y hiere a trece más, incluyendo a Giffords, una chica de nueve años y un veterano de Vietnam de 75.
Las últimas horas de Loughner se parecen al tiempo ordinario de cualquier otro, dependiente de Internet para escapar de esa red de cadenas comerciales anónimas en la que transcurre su noche, controlando cada uno de sus movimientos, cada una de sus compras. Los medios aportan datos de sus últimos meses, la absorción de las ideas más violentas de la política, su repetido odio a Giffords, los desvaríos. El FBI, de todos los actores imaginables, sugiere el lugar dominante que su odio hacia Giffords y su fácil acceso a las municiones tuvieron en el desenlace final.
Nadie menciona el consumo, la frustración del deseo insaciable que produce comprar y seguir comprando para no llegar nunca al lugar que Loughner imagina como propio, por algo casi todos los magnicidas son hombres. Que en 1918 la joven Fanni Kaplan haya disparado contra Lenin, y en nombre de la revolución, confirma que la perpetua inestabilidad viril también es una función del mercado, y la necesidad de un acto último por recuperar el liderazgo de la manada no se alcanza en Wal-Mart. En cambio, la clave se busca en la enorme disponibilidad de armas y la polarización de la política como un combo mortífero en la vida norteamericana.
Entendemos poco de lo que pasa por la cabeza de Loughner, pero actuamos como si supiéramos todo. Leemos la historia para atrás, maniatando indicios que podrían llevar a cualquier lado, pero que así alineados, traen el alivio de creer que entendimos que armas y polarización son la fuerza detrás de la tragedia. Sarah Palin, en su fascismo tan vacuo como ubicuo, no debió haber posteado un mapa plagado de blancos de tiro. El Estado no pudo proveer la asistencia psíquica que tanto le hacía falta (a Loughner, no a Palin). La policía debió haber investigado a Loughner con más celo desde la adolescencia, aunque si una conducta errática en el colegio justificara la intervención policial, muchos adultos de hoy deberíamos escribir detrás de las rejas. A Dios gracias, estamos a salvo.
Primero, la portación de armas. El movimiento para limitar la proliferación de armamento sigue atado a Bowling for Columbine, la narración de un país de desquiciados listos para matarse los unos a los otros. No es que sea falso, pero la calma que produce confirmar nuestras presunciones hace más opacas las razones ajenas. Extremando la metáfora, las razones por las que 100 millones de norteamericanos poseen 150 millones de armas son las mismas por las que un porteño gasta una millonada en un restaurante de Palermo por un plato con dos ñoquis y una hoja de cilantro en el medio: para mantener su estatus. Para aferrarse a los símbolos que confirman sus privilegios de clase media, en esa carrera infinita en la que cuanto más se pierden esos privilegios, más se invierte en los símbolos que la expresan, al costo de seguir alejándose de esa seguridad añorada.
Hasta ahí llega la comparación, porque en Estados Unidos, esa lucha de masas por recuperar la seguridad perdida se monta sobre los mitos fundantes de la nación, una comunidad simple, blanca y anglosajona liderada por hombres, en la que la felicidad de cada uno es una secreción de su libertad individual, y en la que la amenaza viene de los que no encajan en esos parámetros o del Estado que les organiza esa comunidad. No por nada, la razón que los portadores alegan a su favor es el derecho constitucional a armarse hasta los dientes para defenderse del gobierno. Entonces aparecen las evidencias en contrario. Hasta las más obvias, como que en la masacre del sábado pasado había una multitud de armas portadas en nombre del Estado o de su propia libertad, y los únicos que tuvieron algún papel pacificador fueron los desarmados, los que le hicieron un tackle a Loughner, el asesor de Giffords que la tuvo en brazos, los paramédicos que llegaron en tiempo record.
Más convincente sería explicar que la amenaza al orden perdido no viene de negros, homosexuales, inmigrantes o funcionarios, sino de esa minoría blanca, viril y anglosajona a la que los portadores de armas no dejan de apoyar, y que en nombre de la libertad han desmantelado el Estado que les proveía algún confort y erosioado esa misma vida en comunidad, incluyendo la presunción de inocencia del vecino. Barack Obama está en mejor posición que nadie para desplegar ese argumento. Si no por el color de su piel, seguro que por su inteligencia anormal, su argumentación perfecta y los valores que parecen guiar la calma de muchos de sus gestos.
Pero ahí viene el segundo problema, el de la polarización política. Una de las razones por las que el presidente no podría hacerlo es porque debería dispararse en el pie, poner en cuestión a la mitad de su gabinete y buena parte de los supuestos sobre los que se monta su política.
En su discurso del miércoles, Obama dijo que “quizás no podamos parar la maldad en el mundo, pero la forma en la que nos tratamos los unos a los otros sigue estando en nuestras manos”. Es la verdad de un predicador, tan poderosa que se pierde en el tono agitado, noticioso, con el que se lee a un presidente. Es uno de sus mejores discursos. Quizás porque el efecto igualador de la muerte es el único en el que brilla la ecuanimidad de sus palabras, al discurso de Obama le sientan bien los funerales y memorials, como éste, el de los mineros de Virginia Oeste en el 2009, o el de la iglesia de Selma, Alabama, en el 2007, una de las mejores piezas oratorias que uno pueda imaginar.
Pero en el mundo de los vivos, donde Obama preside sobre una formidable lucha de intereses cuya defensa se obtiene a costa del interés de otros, su aplomo es pasividad. Cierto, la polarización de la vida política norteamericana se acentuó en los últimos treinta años, pero lo que pasa desde el ascenso de Obama se llama derechización. Es la generosa expansión de un sentido común reaccionario y virulento, una reacción a la elección de Obama que no encuentra de su parte una resistencia equiparable. No hay programas de gobierno que propongan un cambio radical. No hay milicias armadas reclamando seguro médico universal.
Giffords acumuló odios opositores con una propuesta política que en el resto del mundo sería moderada, en el mejor de los casos. El enojo de la izquierda aflora como frustración, en el anciano que prometió no volver a votar demócratas por la tibieza del proyecto de salud, en la lúcida carta de una ciudadana a Obama reclamándole las traiciones que motorizó su incremento de tropas en Afganistán.
Si los eventos de Tucson le sirven al gobierno, es para recuperar el centro de la escena. Un día antes de que la bala perforara el hemisferio izquierdo del cerebro de Giffords, Obama tenía mejor intención de voto que Ronald Reagan a esta altura de su mandato. Ni la matanza, ni las palabras presidenciales, ofrecen esperanzas sobre una reversión de la oscuridad opresiva en la que se ha convertido la política norteamericana. Pero los tiros sí pueden ahuyentar del Tea Party a una pequeña franja del electorado, quizás lo suficiente como para poner en crisis al Partido Republicano, abrirle al presidente las chances de una reelección y evitarle a los Estados Unidos y al mundo una pesadilla peor.
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