Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Este cuento lo escribí cuando Bongo, infancia en Belgrano R y otros cuentos y nouvelles ya caminaba rumbo a la imprenta. No siempre uno sabe por qué falta algo en un libro. Acaso sea más evidente en un ensayo, pero en la ficción el autor termina atrapado por las palabras, las tramas, las exigencias del estilo y, lejos de ser el sujeto dominador, asume la siempre incómoda situación del dominado. Así, se transforma en la víctima de su propia creación. El último en saber qué ocurre con el texto. Ha llegado a un punto en que el texto tiene un saber de sí mismo más hondo que el de su autor. De algún modo, lo comunica. Esa comunicación se produce si el autor asume un estado de abierto al texto y las voces secretas, las necesidades ocultas, la musicalidad inconclusa o perfecta de éste, le pueden llegar. El texto, cuando se ha liberado de no- sotros y es el ser y no el ente que hemos creado, suele llamarnos y su voz sólo nos llegará si estamos arrojados hacia él, abiertos. Así nació “El señor Saldívar”. Lo creó el texto. Porque fue él el que dijo: Este libro necesita otro inicio, otra apertura. Era cierto: “Dieguito”, el que yo había elegido para ser el primero de los cuentos, era demasiado brutal, demasiado largo, y lo era –largo– porque era excesivamente excesivo, porque nunca busqué limitar las atrocidades que sumaba. Escribí, entonces, “El señor Saldívar”, que es breve, terso y misterioso. Si me equivoqué o no me lo dirán los lectores o el mismo libro, el día en que otra vez lo lea con el espíritu de lo abierto y la voz del texto, su ser, me llegue clara, verdadera.
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