Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
–Busco al señor Saldívar. ¿Lo conoce?
El hotel se llama Sur. Está en la provincia de Buenos Aires, a unos doscientos kilómetros de la Capital Federal, en una localidad de nombre Coronel Linares. De espaldas al forastero, el conserje acomoda algunos papeles, seguramente de poca importancia. Nada tiene importancia en Coronel Linares. Próspera durante los ’30, fue decayendo sin que nadie lo notara hasta que lo notaron todos. Durante el primer quinquenio de los ’40, muchos, demasiados, empezaron a emigrar. El campo ya no da dinero –decían– y los patrones están cada vez más intolerantes, crispados por el avance de la industria liviana en la Capital, que se lleva toda la mano de obra que solía ser barata y ahora es carísima porque no hay, o es escasa, y lo escaso suele tornarse caro como los metales preciosos, como el oro. En cambio, lo que abunda es barato. Pero nada abunda en Coronel Linares. Salvo el calor en verano, el frío en invierno, los perros flacos, las vacas muertas, las noches oscuras (no hay cómo poner faroles en las esquinas), las viudas de militares que han sido enterrados con sus condecoraciones y las sequías que se obstinan en castigar la magra economía del pueblo.
El conserje mira al forastero. Le tiembla ligeramente el labio inferior, como si la pregunta que le ha dirigido lo alterara por demás. De inesperada, de indeseable como todas esas cosas que vienen a sacudir la superficie mansa de un lago, encrespándola.
–¿El señor...?
–Saldívar. ¿Lo conoce? Me han dicho que supo merodear por estos pagos.
–Dígame, señor...
–Luna. Me llaman Luna, a secas.
Luna es un hombre alto, tiene cara angulosa, bigote delgado, largo, cuidadosamente elevadas sus puntas, buscando, entre las dos, formar un círculo que enmarque esa boca de labios gruesos en los que sostiene, masticándolo, un cigarro de buena calidad, detalle que tal vez delate que se trata de un hombre adinerado, si es que por un mero cigarro se pudiera deducir algo semejante.
–Dígame, señor Luna, ¿por qué busca al señor Saldívar?
–Sólo a mí pertenece la respuesta a esa pregunta.
–Sólo a mí pertenece entonces responder la suya. Si conozco o no al señor Saldívar.
–Yo hice la primera pregunta. No se responde una pregunta con otra. Insisto: ¿Conoce al señor Saldívar?
–Era un hombre, ¿cómo decirle?, antipático, si uno quiere ser generoso en el calificativo. Anduvo por aquí hará unos diez años. Este hotel, por ese entonces, resplandecía. Esta era una zona de cosechas abundantes y ganado de primera. El señor Saldívar se daba aires de gran hombre de negocios. De contactos con Londres. Me entiende, supongo. Tener contactos con Londres era como tenerlos con Dios. Saldívar no era agraciado, sino petiso y entrado en kilos, mala combinación. Para colmo, pelado. Pero hablaba veloz y con palabras asombrosas que sólo podían ser posesión de un hombre culto. Eso imponía respeto. Además, el dinero. Lo tenía y lo exhibía de un modo, diremos, exuberante, diremos, torrencial. En poco tiempo se asoció con el dueño de este hotel. Qué pareja, compadre. Uno más hosco y áspero que el otro. Podría decirle, jurarle incluso, que el señor Saldívar fue el tipo más seco, antipático que conocí. A veces, sin embargo, se mezclaba entre las grandes señoras y las divertía con su charla tempestuosa. Lo querían. Lo esperaban. Se reunían a su alrededor y reían como gallinas. Si las gallinas rieran, claro. Al poco tiempo, murió el dueño del hotel, su socio. Quedó de patrón. Se habló de un asesinato. Pero ya Saldívar era intocable. Usted me entiende, demasiado importante, demasiadas tierras, ganado, amigos ingleses. Anduvo por aquí el comisario Laurenzi. Un hombre con fama de infalible. Y no ganada porque sí. Nadie escapaba a Laurenzi. Pero, si Saldívar era culpable, le aseguro que se burló de él. ¿O si uno es culpable no es burlarse de un policía impedir que lo arreste?
–Pero, ¿era o no era culpable?
–Se lo dije, ¿no? El comisario Laurenzi nada pudo probarle y al tiempo se fue. Me puso de contador y conserje. Un día reviso los libros, con mayor detenimiento tal vez, y descubro que estamos fundidos. No vi más a Saldívar. Cierto es también que había llegado el tiempo de las vacas flacas. Tal vez –quisiera creer– nos fundimos por eso.
–Y por su incapacidad. Para administrar y para controlar. Saldívar se le llevó el dinero en sus narices.
–No debiera permitirle decir eso. Pero es cierto. Soy un pobre hombre. Administro un hotel de sombras, de viejas telarañas, de broncería sin lustrar, de sótanos con ratas. Si una luz mala lo choca una noche se derrumbará como un opulento aunque débil castillo de cenizas. Me avergüenzo porque éste fue el sueño...
–No se detenga. Creo que iba a decir el sueño de su padre. Fue él quien se asoció con Saldívar. Fue él quien usted supone fue su víctima. Y no sólo lo supone, lo estima a pie juntillas. Esa certeza lo lleva a otra, dolorosa. Si Saldívar asesinó a su padre, usted es un cobarde porque no lo vengó.
–A veces me digo que habría sido un disparate abandonar el hotel para correr detrás de un asesino al que ni el comisario Laurenzi pudo atrapar.
–A veces se dice algo peor. La verdad. Porque usted es algo peor que un cobarde. Es un asesino. Usted mató a su padre para asociarse con Saldívar. Y la jugada le salió mal. Su endemoniado socio se llevó todo el dinero y huyó. ¿Cómo habría usted de perseguirlo? Vea qué patético. Un asesino persiguiendo a un simple ladrón.
–No tiene pruebas.
–No quiero pruebas ni vengo a apresarlo. No me importa. No soy policía. Laurenzi lo es. Sólo le pregunté si conocía al señor Saldívar, así empezó nuestro diálogo. Supongo que lo recuerda. Ahora tengo la verdad: lo conoció. No necesito más.
Desde una todavía coqueta sala de comidas, no lejos de la conserjería, llegaron unas risas traviesas, aleteantes. Merecerían pertenecer a ciertos pájaros libres, que expresan esa condición cantándola, modo de que todos la conozcan y acaso la envidien. El señor Luna las miró y ellas le hicieron unas señas alegres, invitándolo.
–Nos llamamos Celia y Celeste.
–Soy...
–El señor Luna. Alcanzamos a escucharlo.
–¿Escucharon algo más?
–Poco. Parece que anda en busca del señor Saldívar. Nosotras podemos contarle algunas cosas sobre él.
Han sobrepasado los setenta pero se las ve frescas, como si hubieran conseguido eludir los dolores de la vida, algo admirable.
–No somos gemelas, pero somos mellizas.
–Qué saben de Saldívar.
–Jamás he conocido, en mi vida ya larga...
–No exageres, Celia –corrige Celeste.
–Un hombre más agradable y galante que el señor Saldívar.
–Adhiero. Solía jugar al rummy con nosotras.
–A veces, sospecho, de caballero que era nos dejaba ganar.
–No mientas, Celia. Yo siempre gané por las mías. Aunque habría aceptado otras ayudas de él.
–Celeste, por Dios y la Virgen. No delante del señor.
Luna pregunta:
–¿Cómo era Saldívar?
–Buen mozo a más no poder –Celia, muy convencida.
–A más no poder –Celeste, confirma.
–Señoras, tengo que encontrarlo. Me alegro si era buen mozo porque el conserje me dijo otra cosa.
–¡Ese bicho!
–Resentido. Hipócrita. Sucia laucha.
–Suficiente, señoras. Ya veo lo que piensan del conserje. ¿Siguieron viendo a Saldívar?
Las dos lloriquearon un poco.
–Nunca jamás –dijo Celia.
–Se esfumó como los sueños hermosos.
–Como los más hermosos sueños. ¿Entiende, señor Luna? Una sueña, es feliz, vive dentro de una brisa de belleza, despierta y otra vez el mismo mundo opaco de siempre.
–¿Quiere que le confesemos algo? ¿Puedo Celia? –Celia asintió–. Cuando se fue el señor Saldívar se fue nuestra juventud.
–¿Cuándo fue eso?
–Hará unos dos años. Yo tenía apenas setenta.
–La felicito, señora. Duró mucho su juventud.
–Escuche esto, señor Luna –dijo Celia, como si lo reprendiera–. La juventud dura mientras dura el amor. Y nosotras, a nuestro modo, amábamos al señor Saldívar.
–Comprendo. ¿Quién puede darme otros datos sobre él?
El señor Luna se sentó ante al escritorio del doctor Grinberg, cruzó las piernas, prendió un cigarrillo y dijo:
–Busco al señor Saldívar. ¿Lo conoce?
El doctor Grinberg, cuarenta, poco pelo, bifocales y sonrisa amable, no demoró en entregarse. Contrariamente el conserje del Hotel Sur, no hubo en él recelos o suspicacias pueblerinas basadas en prejuicios. (Todo extraño es sospechoso por el simple hecho de serlo. No confiar en los que vienen de afuera. Todo forastero puede ser una bacteria fatal en una comunidad pequeña, aun cuando haya sido grande e importante en un pasado que todos se empeñan en olvidar.)
Dijo el doctor Grinberg:
–El señor Saldívar era el doctor Saldívar.
–Médico como usted.
–No se apure. Raro, usted no tiene aspecto de hombre ansioso. Habrá sido una de esas cosas que brotan de súbito y le traicionan a uno su verdadero carácter.
–Hábleme de Saldívar.
–Nunca me pareció un buen tipo. Era abogado, no médico como yo. Tenía conexiones por todas partes. Atendía aquí, pero también en Buenos Aires. Jugaba al póquer con Manuel Fresco y algunos de sus amigos.
–Matones todos.
–No prejuzgo. Le gustaban las mujeres. Las mujeres, a uno, lo pueden llevar al éxtasis o a la perdición. ¿De acuerdo? No tanto a Fresco, pero sí a sus amigos. A ellos se les desbordaban las mujeres. Saldívar era elegante, pomposo, ostentador. Tenía, vea, no perdamos tiempo, la pinta de John Gilbert o Douglas Fairbanks. Para colmo, cantaba bien. Y en una fiesta lo hizo a dúo con Gardel. ¿Se imagina? Eso da mucho prestigio. Después Gardel se prendió fuego en Medellín, como usted bien sabrá, más de pelotudo que de mal afortunado, y Saldívar, en cada fiesta, era solicitado para cantar ese tango que había cantado con él. Creo que era “Mano a mano”. Gran tango, ¿de acuerdo? Porque el varón le reprocha de todo a la mina. Pero al final. “Cuando seas descolado mueble viejo/ y no tengas esperanzas en el pobre corazón.” Que me perdonen. Pero, para mí, entre Lugones y Le Pera, Le Pera. ¿De acuerdo? Oiga, alguna vez que digo “¿De acuerdo?”..., conteste.
–De acuerdo. Hágase ver ese tic lingüístico, doctor. Continúe, por favor. Hábleme de Saldívar.
–Vea, lo que sigue es previsible. Terminó por llevarles los papeles a los hombres de Fresco. Siguieron las farras. Y si quiere mi opinión, las farras son peligrosas. Hay mujeres hermosas, perversas, todas prostitutas y –éste es el peligro, señor Luna–, no todas sanas. Entre el champagne, el clericó, el caviar, las grandes borracheras y las grandes encamadas, usted disculpe, merodea siempre la muerte. Cada vez que Saldívar se daba una vueltita por nuestra ciudad, que era más atractiva que ahora, por decir algo cierto. ¿De acuerdo? Cada vez que Saldívar, decía, venía por estos pagos, yo lo veía más pálido, más flaco. Un día lo cité al consultorio. “Che, Saldívar no te veo bien.” “Si estoy fenómeno.” “Qué vas a estar, atorrante.” “Me sobra la guita.” “Pero para disfrutar de la guita hay que tener buena salud. Contestame esto y a calzón quitado: ¿se te para bien o se te para blanda? Se quedó pasmado, el terror lo aprisionó de las pelotas. ¿De acuerdo? “Se me para blanda,” contestó. “Entonces, hermano, te vas a hacer de urgencia estos análisis.” Volvió al mes. Traía los análisis. Los estudié.
Así, sentado donde está usted, su-daba de miedo como Uriburu cuando juró.
–¿Cómo sabe qué sudaba?
–Yo estaba detrás de él. Nuestro Mussolini estaba cagado en las patas. Imagínese, se murió a los dos años. Era un cagón. ¿De acuerdo? Saldívar empezó a sudar peor. La diferencia es grande. Uriburu su-daba porque le tenía miedo al Poder. Saldívar, a la muerte. Dejé los análisis sobre el escritorio. Me ajusté los bifocales, le clavé los ojos y sin piedad le dije: “Tenés sífilis, hermano”. “¡Carajo!”, estalló. “Curame.” “Es tarde. Tendrías que haber venido antes. Un tipo que anda de putas hasta que ya no distingue una concha de un gatito recién nacido tiene que revisarse por lo menos una o dos veces por mes. Fuiste un pelotudo, hermano. Ahora te vas a tener que coger a la Virgen María.” ¿Sabe lo que hizo? Me dio una trompada. Me gritó: “Inútil”. Y se fue. La próxima vez que lo vi fue en su velorio. Esto es todo lo que puedo decirle del señor Saldívar. ¿De acuerdo?
De todas formas, el señor Luna preguntó si había algún otro lugar donde pudiera obtener información sobre él. El doctor Grinberg pensó apenas un momento y dijo:
–Vea, Saldívar sabía tener un par de magníficos coches de caballos. Lujos de las buenas épocas que él prolongó aun cuando la escasez se adueñó del pueblo. Se lo permitiría el dinero que ganaba con Fresco y sus amigos. Si es así, no sería extraño que visitara al herrero Matías. Pero, amigo, cuidado: pronto va a anochecer y el fulano vive en los confines del pueblo, en una colina. Es un hombre al que recién se lo ha vuelto a ver luego de mucho tiempo. Tiene fama de endemoniado. Usted me entiende. Nadie lo ha comprobado, pero se dice que le rinde culto al Maldito. Puede que sean habladurías de pueblo. Puede que no. Si va, vaya precavido. Si tiene un arma, llévela.
–¿No va a decir “De acuerdo”?
–No surgió. Tal vez me esté curando. O me importe poco que la gente esté o no de acuerdo conmigo. Era hora.
Anochece cuando empieza a subir la colina. En lo alto se ve una luz ardiente. Un fuego. Y se oyen martillazos vigorosos.
–Busco al señor Saldívar. ¿Lo conoce?
El herrero Matías abandona su trabajo y lo mira con poca confianza. No le gusta esa visita. Ninguna le habría gustado. Es tarde. Quiere comer una buena carne y buscar la cama para descansar del trabajo del día, que, sin duda, habrá sido arduo, áspero. Lo invita a pasar a la cocina. Le sirve un amargo.
–¿Usted es amigo de Saldívar? ¿O pariente lejano?
–No, nada de eso. Se lo puedo jurar.
–Mejor, porque si lo es, no sale vivo de aquí.
–Tengo un boleto en el tren de las 22 hs. Espero utilizarlo.
–Saldívar era un mocetón de unos veinte años. Vino a pedirme empleo y no sé qué le vi. Que era fuerte y sano y joven, sin duda. Eso era bueno y yo andaba buscando alguien así. Pero también sabía sonreír a menudo y, créase o no, amigo, tenía todos sus dientes. Eso volvía contagiosa su sonrisa y acaso irresistible. Pese a su escasa edad, tenía las manos rugosas, estriadas del hombre que ha trabajado honestamente y, sobre todo, mucho. Todo eso me gustó. Le di el trabajo. Había un solo problema. Yo, que era viudo, tenía a mi cargo una hija de dieciséis años. Ana, como su madre. Y como su madre, bellísima. Si de algo le sirve, a su madre se la llevó una tuberculosis invencible. Saldívar... –sonrió con desdén y con odio. Mala mezcla–. En fin, usted le dice “señor”. Pero no lo era. Yo también le decía por el apellido; que era lindo, cómo no. Pero un señor es otra cosa. Saldívar, decía, apenas si la miraba a Ana. Tanto trabajaba que a la noche, bien temprano, se iba a dormir. Al poco tiempo, ya comía con nosotros. Y hasta cocinaba. Le aseguro que con pericia. Le tomé confianza, cariño. Hasta me sentí su padre. Tenía el hijo que nunca tuve. Uno es idiota, vea. Hasta demasiado idiota. El dormía en el establo, con los caballos, pero en un lugar limpio. Un lugar que él mismo pidió. Es que quería a los caballos. Yo seguí durmiendo en la habitación que durante años compartí con mi santa mujer. Pero no en la cama grande. Esa cama se fue convirtiendo en objeto de culto, de veneración. Elegí un catre junto a una de las ventanas. Ana tenía una pieza pequeña, coqueta, que ella limpiaba esmeradamente y le ponía adornos tan hermosos que no podría describirle ni uno solo. Me faltan palabras. Cierta tarde, tuve que bajar la colina e ir al centro. Uno siempre tiene compras que hacer. Me fui tranquilo. Confiaba en Saldívar. En el respeto y el cariño sano que le dispensaba a Ana. Por esas cosas de los negocios, me demoré. Llegué con la noche. Aun de lejos los escuché jadear. A él, a ella. Los encontré en la santa cama de mi mujer cometiendo el acto impuro, el pecado de la carne. Agarré mi escopeta y los maté a los dos. Hice la tarea santa. Después los enterré en la colina, más alto todavía. Si quiere agarro un buen farol, abrimos la tumba y se los muestro. De tanto en tanto, aunque sé que está mal, que, por perversos que hayan sido, es profanación, abro la tumba. Son huesos ya. Las calaveras, vea cómo son las cosas, han quedado frente a frente, como si se estuvieran dando un beso mortal. Tardé casi dos años en bajar al pueblo. Empezaron las habladurías. Un día me bañé, me vestí de lujo, me llegué hasta la mejor confitería y, sonriente, saludé a todos y para todos ordené champán del mejor. Dije que había estado enfermo y triste. Pero no ahora, amigos, anuncié. Ahora volví a la vida y quiero festejarlo con ustedes. La gente es basura, usted sabe. Todos brindaron conmigo. Cualquier cosa con tal de no perderse un buen champán. Volvieron los clientes. Y hasta llegaron otros. Tengo más plata que nunca. Si necesita unos pesos, pídame. Si no, váyase. Nada más tengo que contarle.
El señor Luna llegó a la estación. Retiró su equipaje. Subió al tren. Eran las diez de la noche en punto. El tren se puso en marcha. Coronel Linares, a la distancia, no era más que unas cuantas luces tristes, separadas unas de otras, lo que a todas otorgaba la condición de la soledad. El señor Luna, se dijo, que todos habían sido amables y abiertos con él. Sólo él les había ocultado algo. Pero el hecho no lo atormentó. No había mentido. No había falseado ninguna verdad. Reservarse algo para sí no es mentir. Es sólo no decir algo. A ninguno dijo que el señor Saldívar era él.
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