CONTRATAPA

En el país de los ciegos

 Por Juan Forn

Muy atractivo no parecía aquel número vivo que anunciaba a un hombre capaz de enhebrar una aguja, peinar una peluca y afeitarse con destreza todos los martes, jueves y sábados delante del público. Pero el pequeño detalle que había convocado a tanta gente en aquella esquina de Londres era que el artista en cuestión decía ser “un alemán nacido sin manos ni piernas, capaz de milagrosos actos que nadie con manos y piernas ha realizado nunca en este reino”. Para hacer más atractiva la venta, el anuncio decía que al susodicho le habían sido cortadas al nacer las piernas a la altura de los muslos, y los brazos a la altura de los codos, porque así eran las reglas del juego en el mundo de los artistas callejeros en 1717: había mucha competencia, y mucho morbo también. Enanos había a montones, deformes también, pero Matthias Buchinger se tenía fe: no por nada había cruzado el mar desde Alemania. Lo suyo no se reducía a exhibir pasivamente ante el público su extraña naturaleza. El buen Matthias tenía mucho más que ofrecer. De hecho, su plan era llegar hasta la corte del rey Jorge, asombrarlo y convertirlo en su mecenas. Pero para eso necesitaba que su fama lo antecediera.

Cuando hubo suficiente público, el artista hizo su aparición: medía apenas 74 centímetros, sus brazos y muslos terminaban en muñones encallecidos, vestía una chaqueta larga que parecía la tulipa de un velador y realizó todo su número de pie sobre un almohadón, colocado encima de una mesa. Primero procedió a enhebrar una aguja, cosió un botón de su chaqueta, luego peinó una peluca y se la puso, luego se afeitó impecablemente con una navaja, con la que después se puso a afilar una pluma de ganso. Cuando la tuvo lista, sacó tintero y papel y comenzó a hacer proezas caligráficas (escribía con letra igual de impecable de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como demostró cuando sometió ese último texto a un espejo). Después se puso a dibujar retratos asombrosamente meticulosos y vívidos de los presentes, que procedió a venderles, pero antes les hacía ver los retratos con una lupa: lo que parecían meros trazos sinuosos de la cabellera enrulada de una dama eran en realidad frases de los Salmos, escritas en letra microscópica. A continuación mostró su puntería con armas de fuego, hizo música con varios instrumentos, algunos inventados por él mismo, y culminó con unos trucos de magia, en el último de los cuales hizo salir una paloma de un dedal.

Matthias Buchinger había nacido en Anspach, cerca de Nuremberg, en 1674. Tenía ocho hermanos, todos sin defectos. Se sabe muy poco de sus primeros años. Aparentemente sus padres lo mantuvieron a salvo de las miradas de curiosos hasta su mayoría de edad. En esas horas de aislamiento, a través de la práctica sin desmayo fue logrando una asombrosa motricidad fina. Sus padres pensaron que podrían colocarlo como aprendiz de sastre pero no consiguieron un solo taller donde no se espantaran por su aspecto físico. Todo indica que recién empezó a actuar en público cuando ellos murieron. Hay un registro de una feria de Leipzig, en 1694, que menciona a una troupe de acróbatas acompañados por un hombre sin manos que hace trucos de cartas, enhebra agujas y dispara pistolas. Se ignora por completo cómo hizo para aprender solo sus asombrosas habilidades caligráficas y musicales, para no hablar de las demás. Sólo se sabe que desde 1709 empezó a aparecer en distintas ciudades alemanas, trabajando a veces junto a un suizo llamado De Hightrehight, que masticaba brasas ardientes y cocinaba pedazos de carne en su propia boca. Pero, para las autoridades, era más inquietante el buen Matthias: se le prohibió actuar en público por su aspecto. Su deformidad y sus limitaciones, que él sostenía que debían ser vistas como un portento divino, producía el efecto inverso. En aquellos tiempos, en los provincianos reinos alemanes, los partidarios de la Reforma y la Contrarreforma competían en celo religioso, y el número vivo de Matthias rozaba la definición que por entonces se daba de brujería: “aquel que demuestra visualmente poderes invisibles”.

Por esa razón (y porque el rey Jorge era de origen germano) cruzó Matthias a Inglaterra en 1717, con el propósito de asombrar al monarca y acceder a su patronazgo. El plan falló: Jorge le dio una bolsa de monedas de oro pero lo despachó, y así empezó la carrera itinerante del buen Matthias por Inglaterra, Escocia (donde aprendió a tocar la gaita), Gales, Irlanda, Dinamarca, Francia y de vuelta a las islas. Mal no le iba: se casó cuatro veces, tuvo veintidós hijos, en uno de sus dibujos confesó haber conocido carnalmente a más de setenta mujeres (siempre agregaba glosas autobiográficas al pie de sus autorretratos), pero nunca logró ser considerado otra cosa que un fenómeno de feria, a pesar de sus asombrosos dones. Se carteaba con el Duque de Oxford, a quien le hacía confesiones: que no usaba lentes de aumento ni espirógrafos de ninguna especie para sus dibujos, que prefería inventar instrumentos a tocar música con ellos, que la obligación de actuar para dar de comer a su familia lo desviaba de sus verdaderos propósitos artísticos, que su genio era malinterpretado. Su correspondencia se interrumpió luego de que le ofreciera al Duque un dibujo que había tardado quince meses en hacer, “por el precio que Su Alteza estime justo”. Su Alteza rechazó el convite sin siquiera ver el dibujo.

La obligación de hacer su número vivo sin descanso le dio primero fama y luego sobreexposición. Con el argumento de que sus esposas eran nativas pidió una pensión vitalicia cuando ya no pudo actuar en público, pero el Palatinado ni le contestó. Era un momento de transición, que pronto se convertiría en quiebre: de la fascinación por lo oculto a la explicación del mundo por las ciencias empíricas. El buen Matthias murió en 1734, en Cork. Una elegía a su muerte aparecida en los diarios irlandeses fue adjudicada apócrifamente a Jonathan Swift, que lo había usado de inspiración para sus liliputienses. Aunque donó su cuerpo a la ciencia (“ya que no he podido dar rienda suelta a mis talentos, espero que en mi cadáver descubran el secreto de mi genio”), se dice que fue a parar a la fosa común. Su apellido ingresó al argot de la época como sinónimo de pene de gran tamaño y luego se desvaneció en el aire.

Sólo lograron sobrevivir al olvido dieciséis de sus dibujos, que el conocido ilusionista Ricky Jay fue juntando a lo largo de los años en sus viajes por Europa. Hace un mes logró que fueran exhibidos en el Metropolitan Museum de Nueva York. Como el material era escaso, los curadores de la muestra decidieron sumarle otras piezas de arte caligráfico y micrográfico, desde textos hebreos antiguos a piezas dadá y futuristas y obras más actuales de artistas como Louise Bourgeois, Jacob El Hanani y Jasper Johns. El resultado se parece sospechosamente a aquellos espectáculos de feria de otrora: el buen Matthias sigue siendo el bicho raro, indefinible, insondable.

Entre la hojarasca de palabras que ha despertado la muestra, se ha dicho que la obra de Matthias es la evidencia de que la vista humana era más poderosa en los tiempos previos a la invención de la electricidad, o que la naturaleza humana es capaz de ofrecer extraordinarias compensaciones a extraordinarias carencias. En sus estudios sobre el noúmeno y la microfísica, Gaston Bachelard dijo que la miniatura es uno de los refugios de la grandeza. Yo prefiero una frase de Robert Walser, el escritor suizo que se autorrecluyó en un manicomio hasta su muerte: “La máxima clarividencia está en lo más pequeño”, escribió Walser en una de sus micrografías. Sólo es posible leer esas micrografías con ayuda de una lupa, pero estoy seguro de que el buen Matthias no la habría necesitado.

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