DEPORTES › OPINION

La cagaste, Burt Lancaster

 Por Susana Viau

“No todos entienden el fútbol de Román”, dijo José Pekerman. Respondía así a ciertas objeciones, a las protocríticas de unos pocos periodistas y de algunos hinchas. Y era lógico, Pekerman debía defender a sus hombres, aunque no al precio de una fórmula desafortunada, porque ¿qué quiso decir con eso de que “no todos entienden el fútbol de Román”? ¿Qué hay que entender de “el fútbol de Román”? ¿Hace falta un manual, quizás? ¿Hacer un master, tal vez? ¿Qué tiene de críptico su modo de jugar? ¿Riquelme es el Lacan de la pelota? Hubiera sido más apropiado –y más justo– contestar que nunca llueve al gusto de todos, que cualquiera tiene derecho a sostener que le gusta o no le gusta el fútbol de Riquelme, que la mitad de la platea delira con sus toques, mientras a la otra mitad la consumen los nervios. O sea, lo normal, no se puede conformar al público y al clero. Sin embargo, mientras la inmensa mayoría se jactaba de que en este plantel nadie tenía el lugar comprado, que la titularidad no era vitalicia, a Riquelme, implícitamente, le adjudicaban la condición de insustituible. Y si el insustituible estaba bajo de forma o su concepción del juego no se adaptaba al adversario en presencia, era mejor hablar de otra cosa. Como suele ser de recibo, la culpa de semejante arbitrariedad no la tenía el jugador, que primero se benefició y ahora padece las consecuencias del repiqueteo sistemático, de la letanía coral y cuasi babosa: “¿Qué hará Román?”, “La tiene Román”, “Se viene Román”. De vuelta del Mundial, Román había pasado de gran constructor del triunfo a gran conductor de la derrota. Una derrota que estas mismas personas aseguran que no merecimos porque Alemania jugó mal, fue miserable, amarreta, tosca, sin imaginación, sin ideas, conservadora, defensista. ¿Entonces –se pregunta una, desorientada– por qué perdimos?

El fútbol es un deporte muy bello y de enorme generosidad en los mejores momentos, pero para medirlo se usa una vara mezquina y subjetiva. La justicia futbolística se materializa en el campo, durante 90 minutos. En cambio, la justicia futbolera es ciega, pero no por la venda, sino por la vincha que se le cae sobre los ojos. No está ciega para el equilibrio sino para la loca pasión. Por eso, un inflamado informe televisivo sostiene por estas horas que la Selección “murió” con dignidad, jugando a “la argentina”. “Murió de pie”, “jugando a la argentina”, “no entienden el juego”, tonterías que afloran cuando a falta de algo mejor hay que inventarse una épica. Lo peor es que el disparate, espolvoreado con palabras como “honor” y “dignidad”, obliga a los jugadores a rasgarse las vestiduras, hacerse un harakiri moral y contar que pusieron “el pecho”, los “huevos”, “la frente alta” y un sinfín de gansadas más. La verdad es que no tienen nada que explicar. Salió mal, había sólo dos posibilidades y les tocó la peor. Como dicen nuestros antecesores en la eliminación, los españoles, “la cagaste, Burt Lancaster”. Hasta el otro carnaval. Si al fin de cuentas no es más que un juego, no es más que fútbol.

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