El fútbol argentino va por la vida herido por ese sable sin remache tan discepoliano. Mientras la partida de Alfio Basile y su grupo rumbo a Londres para el primer partido de su segundo ciclo al comando de la Selección Argentina vuelve a provocar el entusiasmo, la sonrisa se apaga ante la evidente sensación de que la simultaneidad de los episodios ocurridos primero en el estacionamiento del Monumental de Núñez y luego en los recovecos del Nuevo Gasómetro –con una dramática extensión piromaníaca, ayer, en plena Capital– no es producto de la mera casualidad.

Mientras la Argentina vuelve a dar señales de que está dispuesta a pelear por el poder del fútbol mundial, lustrando sus blasones de potencia futbolera con una conducción que está dispuesta a lograrlo reivindicando las mejores tradiciones del juego, por otro lado se asiste a una disputa sorda por el poder cotidiano en los clubes (no dos al azar sino dos de los cinco grandes), que incluye un repertorio de enjuagues y maniobras que desnuda la raíz profundamente intolerante del patrón de conducta que impera en el fútbol argentino.

Aunque lo diga el anillo más poderoso del ambiente, no todo pasa. La violencia se queda. Se adueña. Intenta hacer valer pretendidos derechos. Hace estragos. Podemos recrear a nuestro favor la posibilidad plena de volver a soñar con la gloria de la camiseta celeste y blanca, pero esa será sólo una cara del sueño. La otra mitad, la pesadillesca, se mantendrá latente. No hay solución a la vista para remediar la tragedia. Los encargados de gestionarla están distraídos en otros menesteres. La disputa por el poder y por el dinero del fútbol golpeará siempre con crueldad en el centro del candor, allí donde desplegamos nuestra ilusión por los futbolistas bajitos y el juego bien jugado.

Esta nueva etapa de Basile en el seleccionado renueva las esperanzas del hincha. Pero esta vieja ola prepotente y violenta, que nunca pasa, genera una amargura difícil de aceptar.