Domingo, 5 de agosto de 2007 | Hoy
Por Susana Viau
“En esta tribuna centenaria quiero ser yo quien esta vez deje formalmente inaugurada esta exposición.” La frase con que el presidente de la Sociedad Rural Luciano Miguens cerró su discurso sorprendió a la concurrencia. “¿Y Urquiza no va a hablar?”, se preguntaron los periodistas. Antes de que pudieran obtener una respuesta, el secretario de Agricultura, Javier de Urquiza, daba un abrazo protocolar a su anfitrión y abandonaba apresuradamente el palco oficial. Los más conspirativos atribuyeron el mutis a la llamada que el funcionario había recibido en su celular mientras Miguens desgranaba los últimos párrafos de su dura intervención. Sin embargo, éste explicaría luego que desde el inicio del acto se sabía del silencio gubernamental. El público que abarrotaba las tribunas recibió con aplausos y silbidos de aprobación los aspectos salientes de un texto que, tal como indican las reglas del buen tono, el jefe de los ruralistas leyó sin énfasis. Lo acompañaban, entre otros, el jefe de Gobierno de la ciudad, Jorge Telerman, Mauricio y Jorge Macri, Cristiano Ratazzi y Francisco de Narváez, y su antecesor Enrique Crotto.
A las once, el locutor anunció la entrada de los Granaderos, “que son pasado, presente y futuro”, opinó. A continuación, la fanfarria del cuerpo hizo sonar los acordes del Himno, coreado sin vehemencia por las tribunas. En primera línea del palco oficial, De Narváez, enfundado en una cazadora verde –el color predominante de la feria–, lo siguió con la mano derecha sobre el corazón o, más precisamente, sobre el epigastrio. Un “¡Viva la Patria!” lanzado desde la concurrencia coronó los versos de Blas Parera. De inmediato y al tiempo que los granaderos daban vuelta a la pista se escuchó la “Marcha de San Lorenzo”. El ritmo militar animó las gargantas que silabearon, unánimes, el “de medio con-ti-nen-te/ honor, honor al gran/ Ca-bral”. Había transcurrido media hora y el sol ya calentaba el predio.
Un día ruralista
Miguens saludó la modesta lista de autoridades (“Si llega a faltar uno más, no cabe”, comentó un reportero citando a Macedonio Fernández), las abundantes representaciones diplomáticas y organizaciones hermanas y advirtió: “Esta centenaria tribuna es la voz del campo”. Habló de la incertidumbre del sector por “medidas cortoplacistas” y recordó que “para ser escuchados tuvimos que realizar un paro”. De él, dijo, “aprendimos y logramos que quienes nos oyeron también aprendieran”. Entre palmas y silbidos de respaldo, continuó: “Terminamos con los precios puestos telefónicamente a la hacienda en pie”. Ninguna frase caía en saco roto. Acicateado por la austera aprobación de los productores, Miguens reflexionó: “El daño está hecho, pero conseguimos salvar Liniers. Ahora nos toca salvar la ganadería. Tenemos que salvarla”. El presidente de la Sociedad Rural fue desovillando quejas. Mencionó “la competencia de la agricultura y la incompetencia de los políticos ineficientes”; reclamó la eliminación de las retenciones y la liberación de la exportación; admitió que el campo sufría como todos los problemas energéticos, “pero no manejamos los tiempos de la naturaleza y lo que no hacemos hoy no podemos hacerlo mañana”; afirmó que “a la inflación se la debe combatir, no esconder” y cuantificó que, “cuando este gobierno asumió, el gasto público equivalía a una cosecha. Hoy equivale a tres”.
De pronto, un tímido murmullo empezó a levantarse en la tribuna ubicada a espaldas de la prensa. Un treintañero, con “rastas” puntiagudas como cuernos, acababa de instalarse muy orondo en uno de los asientos. No se trataba de un despistado sino de un personaje aportado por los noteros de CQC con la noble finalidad de épater le bourgeois y sin duda lo estaban logrando. En los rostros de la concurrencia, integrada por jóvenes gauchos de “txapela” y criollos adultos cuyos hits no son otros que las camperas Oxford y los Loden, empezó a dibujarse una sonrisa incómoda. Pendientes del de las “rastas” y de los esfuerzos de los encargados de seguridad por bajar de las gradas a la troupe de CQC, los ruralistas casi no escucharon las palabras finales de su representante que, por segundo año consecutivo, se veía obligado a romper con la tradición y asumir la tarea de dar por inaugurada la muestra.
El ex titular de la UIA Ignacio de Mendiguren abandonó el palco oficial con la velocidad de un rayo. “Me voy rápido porque no estoy de acuerdo. Creo que el discurso de Miguens no refleja la realidad del sector agropecuario en general sino la de los ganaderos. Ellos están con dificultades, es cierto, pero el agro pasa por uno de los mejores momentos de su historia. Uno no puede olvidarse de que cuando había 13 millones de hectáreas hipotecadas y 350 mil productores quebrados, aquí se traía a la hinchada de Chacarita para aplaudir al presidente Menem”, explicó a Página/12 y se fundió en un abrazo con Ricardo Alfonsín. El radical no pensaba lo mismo: “Lo que planteó Miguens fue muy ajustado a la realidad en el sector ganadero. Lo que hay que hacer es aumentar la oferta ganadera y establecer reglas claras”, evaluó.
En los pabellones, un tropel de visitantes se fotografiaba junto a las vacas que, echadas y olorosas, observaban con indiferencia a sus retratistas. La degustación gratuita de quesos y caldos –otro fervor argentino– igualaba en largas y democráticas colas a familias humildes y parejas distinguidas. Los stands de platería, talabartería y ropa “de campo” con diseño inglés desbordaban de mirones y turistas. A las dos de la tarde, la Escuadra de Arte Ecuestre de la Cabaña La República ocupó la pista central. Sus jinetes presentaron la colección de ponchos que es la niña de los ojos del cabañero. Con voz trémula el presentador agradeció el espectáculo y a su factótum, “don Raúl Moneta”. El nombre del banquero quebrado se fundió con un tema de Los Chalchaleros. El maestro de ceremonias bramó “¡Viva la Patria!”. En los pasillos, un hombre de bombachas, rastra, botas y sombrero de ala conversaba con una mujer y aconsejaba: “Si quiere más datos, búsquelos por internet”. Afuera, lejos de las calles congestionadas por la gente y los autos que pugnaban por ingresar a la feria, empezaba a incorporarse a la vida una pequeña porción de la humanidad que, como el escritor francés Max Jacob, está convencida de que “el campo es el lugar donde los pollos se pasean crudos”.
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