Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
El huracán de las manifestaciones multitudinarias que inundaron las calles brasileñas en junio escampó. Lo que hay ahora son tormentas aisladas. En el rescaldo del huracán aparece la soledad de Dilma Rousseff.
Presionada por todos lados, la presidenta enfrenta la corrosión de la alianza de unos 20 partidos que teóricamente le permite la tan sonada “gobernabilidad”. En esa alianza hay de todo, excepto una identidad común en términos ideológicos o programáticos. Se trata de un espacio de disputa de intereses menores, donde lucen las pequeñeces más mezquinas de la política rastera. Hay del PT de Lula da Silva y Dilma al PMDB, un conglomerado de caciques regionales expertos en el chantaje político y exhibiciones desenfrenadas de un apetito formidable por cargos, puestos y presupuestos. Están la derecha más recalcitrante y algunos referentes de las sectas evangélicas electrónicas, con amplia penetración en la radio y la televisión, y están los sobrevivientes del Partido Comunista do Brasil, que un día supo ser maoísta y ahora nadie logra saber exactamente qué es. Están los del PSB, el Partido Socialista Brasileño, que presionan con la amenaza de lanzar candidato propio a la sucesión de la misma Dilma, y están los de un partido recién creado, el PSD –Partido Social Demócrata–, cuyo líder, el ex alcalde de San Pablo Gilberto Kassab, ha sido enfático: “No es un partido de derecha, ni de izquierda, ni de centro”.
En medio de tal panorama, Dilma parece vagar en un laberinto intrincado como suelen ser los buenos laberintos. Tiene nada menos que 39 carteras, entre ministerios y secretarías nacionales con rango ministerial, cantidad necesaria para satisfacer al apetito de sus aliados. Resultado: un gabinete paquidérmico, ineficaz, absurdo. Hay, por ejemplo, un autonombrado pastor evangélico que no sabría diferenciar una sardina de un tiburón y que ocupa un surrealista Ministerio de la Pesca. Un empresario que en sus mejores momentos logra ser muy conservador –en los demás es un reaccionario rancio– ocupa la Secretaría de Pequeñas y Medianas Empresas, con rango de ministro. A la vez, ocupa el puesto de vicegobernador de San Pablo, cuyo titular es Geraldo Alckmin, un opositor feroz al PT y que disputó la reelección de Lula, en 2006, y fue masacrado. Es un ejemplo clarísimo del comodín inescrupuloso que sirve a dos patrones a la vez. Hay ésos y muchos absurdos más.
Sorprendida por el huracán de manifestaciones, Dilma trató de reaccionar con sensibilidad y contundencia a las demandas populares. “Estoy oyendo sus voces, las voces de las calles”, aseguró, y presentó una propuesta de pactos a los partidos aliados y a los gobernadores estaduales y alcaldes de las capitales, sin importar su afiliación partidaria, para buscar respuestas a los reclamos de mejores servicios públicos de salud, educación y transporte.
Igualmente se propuso reforzar el combate a la corrupción y realizar la tan mentada –y siempre postergada– reforma política que el país reclama a gritos. La consecuencia ha sido el desnudamiento de la realidad que la cerca. Las propuestas han sido desvirtuadas o directamente congeladas por el Congreso, donde el gobierno cuenta con mayoría amplia. El llamado a un plebiscito para que la reforma política ya sirviera en las elecciones del año que viene fue fulminado. La propuesta de que los royalties del petróleo fuesen destinados integralmente a la educación pública tuvo el mismo destino. Además, los señores parlamentarios se lanzaron a una carrera desenfrenada de aprobación de proyectos de ley inviables, que aparentemente atenderían a demandas populares pero que, en términos concretos, significarían la quiebra del Estado. No hay ni habría recursos suficientes para todo lo que se aprueba en el Congreso. Le tocará a Dilma vetar esas iniciativas, con el consecuente desgaste político. Con aliados así, ¿quién necesita adversarios?
A todo eso, una secuencia de sondeos y encuestas de opinión pública muestra que la popularidad de Dilma y la aprobación de su gobierno se desplomaron. Si hasta principios de junio su reelección en la primera vuelta electoral parecía segura, hoy habría inevitablemente una segunda vuelta. Dilma aparece con 30 por ciento de la preferencia, seguida por la mesiánica Marina Silva, con 22 por ciento.
Es verdad que de aquí a octubre del año que viene muchas aguas pasarán por debajo del puente. El rechazo generalizado a la política y a los políticos, revelado en esos mismos sondeos y encuestas, podrá suavizarse de manera contundente. Pero pesa una amenaza, comprobada históricamente en experiencias semejantes vividas en otras latitudes: a cada movimiento popular de rechazo a las instituciones políticas tradicionales suele abrirse espacio para la aparición de alguna figura mesiánica, que aparente ser “lo nuevo” en contraste a “lo que está ahí”. Marina Silva, que en las elecciones del 2010 obtuvo 20 millones de votos, parece diseñada a medida. Ambientalista en sus orígenes, se transformó en pastora evangélica fundamentalista. Se muestra muy activa en su rol de candidata, más que a presidenta, a santa. Siquiera tiene partido, pero logra movilizar a las clases medidas más acomodadas.
Sin embargo, la sombra a la candidatura de Dilma es su antecesor y mentor, Lula da Silva. Dentro del PT son nítidos los esfuerzos de corrientes que defienden que sea él, y no ella, quien se lance para asegurar la continuidad del partido en el gobierno. Las encuestas refuerzan ese movimiento: Lula tendría 41 por ciento de los votos y se elegiría en la primera vuelta de octubre del 2014. Hoy por hoy, parece ser el único nombre capaz de reagrupar otra vez una alianza carente de coherencia pero coincidente en su mezquino apetito por el poder.
Lula insiste en que no será candidato, y que respalda integralmente a Dilma. Como dice un viejo dicho brasileño: “Quienes vivan, verán”.
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