Domingo, 5 de octubre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por José Natanson *
Brasil llega a las elecciones de hoy luego de haber completado dos de las tres transiciones que terminarían de convertirlo en, digamos, un país en serio. La primera, política, comenzó con la recuperación de la democracia en 1985 y se consolidó con la sanción, tres años después, de una Constitución asombrosamente moderna y progresista, que los brasileños llaman Constitución ciudadana y que es la que rige hasta hoy. La segunda, económica, data de 1994, cuando el Plan Real logró estabilizar la economía y controlar la inflación por primera vez en décadas. Su padre es Fernando Henrique Cardoso, hoy convertido en un “hombre de consulta”, que es como se les dice a los políticos que tienen prestigio pero carecen de votos.
La tercera transición, la social, todavía está inconclusa, pero también tiene padre. Lula llegó al poder en enero de 2003 con la promesa de añadirle a la estabilidad económica mayores niveles de inclusión social: a lo largo de sus dos gestiones, y del posterior gobierno de Dilma Rousseff, la pobreza pasó del 36,4 al 18,6 por ciento (datos de la Cepal), en tanto que la desigualdad también cayó, pero más lentamente: el índice de Gini pasó de 0,58 en 2003 a 0,54 en la actualidad, lo cual, según el World Fact Book, de todos modos sitúa a Brasil en el lugar 128 entre 137 países ordenados de acuerdo con sus niveles de inequidad (Argentina se sitúa 43 lugares por encima –puesto 85—, Venezuela 45 lugares –puesto 83– y Paraguay 5 lugares –puesto 123—).
A Brasil, en efecto, todavía le falta mucho para que su estructura social se acerque a la de países latinoamericanos de desarrollo medio como Argentina, Uruguay o Costa Rica, pero caben pocas dudas de que avanza en esa dirección: lo central, en todo caso, es que la pobreza y la desigualdad se redujeron todos los años y que esto se tradujo en una disminución de las desigualdades raciales, de género y regionales (entre un sur moderno, globalizado y blanco y un nordeste productivamente atrasado, que aún sufre la herencia social de la esclavitud y en donde persisten bolsones de pobreza africana). El carácter multidimensional de esta tendencia y el hecho de que se verifique todos los años, incluso durante los peores momentos de la crisis mundial de 2008 y 2011, sugiere que no se trata de un cambio circunstancial, sino de un quiebre de trayectoria histórica, como no se veía en Brasil al menos desde el varguismo.
La explicación es doble. Si las políticas sociales, sobre todo el Bolsa Familia, explican la reducción de la pobreza, fueron las decisiones de política económica –los sucesivos aumentos del salario mínimo y la caída del desempleo– las que contribuyeron a atacar la desigualdad. Todo esto, claro, en un marco de estabilidad y baja inflación conseguidas al altísimo precio de un crecimiento mediocre, que situó a Brasil por debajo del promedio latinoamericano (hubo algunos años, como 2012, en los que se ubicó al final del ranking regional junto con Haití) y que –atención brasilófilos– fue en los últimos diez años la mitad que el argentino.
Pero veamos las cosas con más cuidado. Acercando un poco más el foco es fácil descubrir que si las elecciones presidenciales encuentran a Brasil en una curva de largo plazo ascendente, últimamente esa curva se ha achatado. Un amesetamiento que se explica, en primer lugar, por el fin de la etapa de crecimiento fácil que empujó la expansión de prácticamente todos los países latinoamericanos a partir del boom de los commodities de 2002/2003. Con una estructura económica mucho más dependiente de las materias primas y los minerales de lo que admite el imaginario de locomotora industrial, Brasil viene sufriendo este nuevo contexto, reflejado en la montaña rusa del tipo de cambio, los síntomas ostensibles de enfermedad holandesa y la dificultad para sostener el ritmo de mejora de los indicadores sociales.
Más cualitativamente, Brasil enfrenta uno tras otro sucesivos cuellos de botella de desarrollo, que exigen respuestas sofisticadas que el gobierno demora en encontrar. Como sostiene Aloizio Mercadante, nada menos que el ministro coordinador de Dilma, en la última década los brasileños han mejorado notablemente su calidad de vida de la puerta de sus casas para adentro: la baja del desempleo y la ampliación de las políticas sociales garantizan hoy un piso mínimo de ingresos, mientras que el boom de consumo y la explosión del crédito popular (cada vez más bancos, no sólo estatales, se instalan en las favelas) permiten el acceso a bienes durables que hasta hace poco tiempo resultaban prohibitivos. Fuera del hogar, sin embargo, los brasileños deben lidiar con un transporte público calamitoso (la velocidad promedio de los ómnibus paulistas es de 12 kilómetros por hora), servicios de salud y educación sobrepasados (en parte como consecuencia de la contraprestación exigida por los programas sociales) y una crisis de seguridad que dejaría sin habla incluso a criminólogos como Ivo Cutzarida: la tasa de homicidios intencionales (21,8 cada cien mil habitantes) cuatriplica la de Argentina o Chile, y se dispara a niveles de guerra civil si se considera a los brasileños jóvenes, pobres y negros. En promedio, vivir en Fortaleza es más peligroso que en Bagdad y en Maceió es más riesgoso que en Puerto Príncipe.
Pero, ¿qué se juega en las elecciones de hoy? En una mirada general, es fácil comprobar que Dilma Rousseff propone una continuidad mejorada de las políticas de los últimos años, aunque no es seguro que consiga el apoyo suficiente para concretar la famosa reforma constitucional ni que finalmente se anime a convocar un plebiscito para que sea la población la que decida. Incluso una reforma limitada a los aspectos institucionales y políticos, que no abra la caja de Pandora bolivariana, genera un rechazo cerrado del establishment y de parte de la base social del PT, que después de doce años en el poder, y contra lo que piensa la izquierda zonza, es tanto una promesa de cambio como una garantía de orden.
La principal desafiante, Marina Silva, reúne una serie de características aparentemente irreconciliables. Nacida en la pobreza absoluta de los recolectores de caucho del Amazonas, alfabetizada recién en la adolescencia, fue una militante consecuente del PT y luego ministra de Medio Ambiente del gobierno de Lula, del que se alejó por sus críticas al impacto ecológico de la política hidroeléctrica y petrolera de la entonces ministra de Energía, Dilma Rou-sseff (un enfrentamiento que resume la tensión entre ambiente y desarrollo que es uno de los nudos centrales de la discusión brasileña). A diferencia de ambientalistas como Pino Solanas, que compensan la imprecisión con énfasis, Marina Silva tiene un hablar sereno y unos modos humildes que, junto a su particular historia de vida, le han permitido establecer una conexión emocional con un sector del electorado, como no la tiene ningún otro político brasileño salvo, por supuesto, Lula. Al mismo tiempo, es una evangelista practicante que defiende posiciones ultraconservadoras en materia de aborto, anticoncepción y derechos de las minorías sexuales y que ha forzado al resto de los candidatos, incluyendo a Dilma, a cancelar cualquier intención de reforma progresista en este sentido. Y aunque dedicó su vida a la política, fue senadora, funcionaria y candidata presidencial, se presenta como una outsider antibipartidista impoluta. Por conveniencia o convicción, elaboró una propuesta económica ortodoxa que incluye una mayor autonomía del Banco Central, la promesa de contener la inflación a cualquier costo y un borroso plan para ampliar las alianzas internacionales. No está claro que sea una candidata de derecha, no hay dudas de que es la candidata de la derecha.
Las últimas encuestas coinciden en que, tras un ascenso espectacular, su intención de voto cayó, en una crisis de confianza de la que le ha resultado difícil recuperarse, y que incluso hay posibilidades de que en la segunda vuelta enfrente a Dilma con el candidato del PSDB, el mucho más sobrio Aécio Neves, o que directamente la presidenta evite el ballottage.
Pero volvamos al comienzo. Si el milagro de Brasil es parte de una tendencia general que ha llevado al despegue de otros países-continente del sur global, como China e India, pareciera que el impulso se va volviendo más lento conforme va subiendo escalones. Seguramente se trate de lo que los especialistas llaman la “trampa del desarrollo medio”, la idea de que, bajo ciertas circunstancias, es posible superar el atraso secular, pero que es mucho más difícil pegar el salto que separa los estadios intermedios de desarrollo de las puertas doradas del Primer Mundo. En este contexto, lo que se juega hoy no es tanto el ascenso de Brasil, impulsado por fuerzas estructurales que trascienden gobiernos, candidatos y elecciones, sino las características y los tonos –el reparto fino de ganadores y perdedores– en que se apoyará.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur. Su último libro, El milagro brasileño, está disponible en librerías.
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