Domingo, 23 de julio de 2006 | Hoy
EL MUNDO › EN LO QUE VA DEL AÑO MAS DE 340 MUJERES MURIERON VIOLENTAMENTE
Desde el año 2000, más de tres mil mujeres fueron asesinadas, muchas mutiladas o violadas. Es el legado cultural de los gobiernos autoritarios de los últimos 36 años, que dejaron más de 200 mil muertes impunes.
María Isabel Veliz Franco era una estudiante de 15 años, que aprovechaba sus vacaciones y trabajaba en un negocio de ropa para juntar algo de plata. Una noche, cuando volvía a su casa, la secuestraron y se la llevaron en un auto lujoso, de esos que no abundan en la Ciudad de Guatemala. A los pocos días, apareció violada, acuchillada y estrangulada dentro de una bolsa. Le habían atado las manos y los pies con un alambre de púas, tenía todavía la soga alrededor del cuello y su cara estaba desfigurada por los golpes que había recibido. Esto pasó dos semanas antes de la Navidad de 2001. La Justicia todavía no ha procesado ni acusado formalmente a nadie.
La historia de María Isabel se repite todos los días en Guatemala, especialmente en la capital. Desde el año 2000, más de tres mil mujeres fueron asesinadas de manera extremadamente violenta, muchas mutiladas o violadas. Además se cuentan por decenas de miles las denuncias por lesiones o amenazas, la mayoría de las veces vinculadas con violencia intrafamiliar. Las condenas, en cambio, llegan difícilmente a una decena. Pero nada de esto es nuevo en el país centroamericano, en donde la paz es todavía muy joven. Hace sólo una década que los gobiernos autoritarios y los grupos armados –la guerrilla y los paramilitares– llegaron a un acuerdo para terminar una de las más largas guerras civiles de la historia del mundo. Durante 36 años, los guatemaltecos vivieron en medio de una violencia constante, que dejó 200 mil muertos y un legado cultural de autoritarismo, discriminación e impunidad.
La violencia contra las mujeres se debe entender como un mecanismo de control de sus cuerpos, explican Jill Radford y Diana Russell en su libro Femicidio: La política de matar mujeres. Dentro del proceso de socialización en una comunidad, se utiliza como un recurso principal para interiorizar la idea de la inferioridad femenina en todos los ámbitos de la sociedad. Como destacó la relatora sobre los Derechos de la Mujer de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) después de su visita al país en 2004, muchos de los asesinatos son ejemplificadores, es decir, tienen como objetivo enviar un mensaje de terror o intimidación a un grupo determinado, sea a las mujeres en general, o a una comunidad, o familia. Por eso, la saña que acompaña los asesinatos, generalmente dirigida a los órganos sexuales femeninos. La Procuraduría de Derechos Humanos guatemalteca estimó el año pasado que mientras el 80 por ciento de los hombres asesinados murieron por uno o dos balazos, en dos de cada tres casos de mujeres asesinadas la violencia y el ensañamiento son significativamente mayores: “Las violan, las estrangulan, las acuchillan y las golpean hasta matarlas”, explicaba en aquel momento a la prensa el defensor del Pueblo, Sergio Morales.
Es innegable que mucho ha cambiado desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1996. Sin embargo, subsisten herencias de este nefasto período que el Estado no ha podido eliminar. La complicidad estatal es esencial para la reproducción de esta estigmatización de la mujer. Por un lado, la falta de una política seria para comenzar a generar un registro exhaustivo y sistemático de las agresiones, amenazas, secuestros, desapariciones y asesinatos de las mujeres. En el informe de junio del año pasado, Amnesty Internacional señaló que las autoridades, tanto judiciales como policiales, no califican en general los crímenes de manera correcta. Por ejemplo, tildan ciertos casos de “crímenes pasionales”, sin especificar si existieron mutilaciones, o si hubo agresiones sexuales previas, o si se trató de un caso de violencia doméstica. Esto es de gran relevancia, ya que alrededor del 60 por ciento de los asesinatos de mujeres se origina dentro del ambiente familiar. La clasificación incorrecta a la hora de abrir un proceso judicial no sólo afecta el curso de toda la investigación, sino que además no permite construir un registro confiable, que a largo plazo ayude a analizar la evolución de la situación. Mientras las violaciones y los asesinatos se continúen catalogando como crímenes pasionales, el Estado se desliga de la responsabilidad de comenzar a tratar el tema como un asunto de seguridad ciudadana. A esto se suma que ni la Justicia inicia investigaciones de oficio –como debería ocurrir cuando las víctimas se encuentran en un estado de desprotección tan grande, social y económica–, ni los poderes Ejecutivo y Legislativo otorgan los fondos necesarios a los organismos estatales a cargo de prevenir e investigar estos delitos.
La otra gran deficiencia del Estado se encuentra en sus leyes. Actualmente, la violencia conyugal y el acoso sexual no están tipificados como delitos. Más aún, en el primer caso sólo se puede llevar a los responsables ante la Justicia si las lesiones perduran al menos diez días. En el caso de violación u otro tipo de violencia sexual, el artículo 200 del Código Penal establece que, si la víctima tiene más de 12 años y el agresor se casa con ella, queda automáticamente eximido de toda responsabilidad. Pero ninguna norma fue tan rechazada y denunciada como la siguiente. El artículo 180 del mismo Código determina que para que se cometa un delito sexual contra una menor de 18 años se tiene que establecer previamente la “honestidad” de la víctima. La investigación del Ministerio Público por el asesinato de María Isabel Veliz Franco es un buen ejemplo de cómo se aplica esta norma. “La menor era una alumna irregular, se le llamaba la atención por llevar falda demasiado corta”, afirmaba la investigación oficial. Los investigadores también destacaron que a María Isabel le gustaba ir a bailar a la noche y que prefería no orar junto a las otras vendedoras con las que trabajaba.
En lo que va del año más de 340 mujeres murieron de manera violenta. Los secuestros, las desapariciones forzadas, los asesinatos y las amenazas a defensores de los derechos humanos y de los derechos de la mujer continúan siendo tapa de los diarios. Un dato llamativo es que mientras durante los 36 años de conflicto interno los mayores niveles de violencia contra las mujeres se registraban en las zonas rurales, actualmente, las cifras se concentran en las urbes, especialmente en el departamento de Guatemala. Una interpretación podría ser que es en las ciudades donde se participa en la arena política y donde se concentran los sectores profesionales. Según los incipientes y todavía incompletos registros oficiales, el mayor número de víctimas son mujeres de entre 21 y 40 años, la edad en la que ingresan y se consolidan dentro del mundo laboral o universitario. Por eso, el femicidio en Guatemala busca asegurar un control sobre el cuerpo de la mujer, que luego de casi cuatro décadas intenta ganarse finalmente su espacio protagónico en una sociedad, en la que la idea de inferioridad femenina sigue profundamente enraizada.
Informe: Laura Carpineta.
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