Domingo, 22 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
De cómo se relatan movilizaciones de primera y de tercera clase. Confusiones entre ética y estética. La pervivencia de viejos prejuicios. El uso de la fuerza en democracia. La violencia y la desvirtuación del escrache o del piquete. Y todo lo que falta para salir del encierro.
Por Mario Wainfeld
Una nueva semana a todo trapo deja la impresión de haber encarrilado el conflicto que se fagocitó el primer semestre del año. La negociación “paritaria” con las entidades agropecuarias había devenido imposible y el Gobierno no conseguía consolidar consenso para las retenciones móviles. La resolución de la Presidenta, pasar la discusión al Congreso, rumbeó en el sentido correcto: buscar un ámbito diferente, más inclusivo. Sigue en pie la discusión acerca de la imperatividad de tratar en el Parlamento los derechos de exportación. El cronista cree que la Constitución no la impone para nada, que ese es el sentido de su artículo cuarto y la consecuencia de su génesis histórica. Pero la movida, aunque no es obligatoria es igualmente legal y atinada.
El Gobierno se expone a un riesgo evidente, pero deja sin sustento discursivo las movidas protogolpistas de las corporaciones agropecuarias. Y amplía los márgenes de la participación democrática, empezando a paliar una carencia del sistema político.
El cronista estuvo fuera de la Argentina entre el martes y el viernes, en otra labor para este diario (ver páginas 18 y 19). Por eso, se privará de hacer apuntes sobre algunos hechos de la semana que no presenció y sobre información parlamentaria que no dispone de primera mano.
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Ser gorila es muy mono: Fue una semana de medición de fuerzas y de lecturas contrapuestas. Como ya es norma, la mayoría de los medios y la oposición acudieron a un esquema binario sobre distintas movilizaciones. Repasemos esas premisas, que (ya se dirá) tienen añeja prosapia. Para la Vulgata dominante los cacerolazos del lunes fueron espontáneos, expresaron a “la gente”, carecieron de agresividad, propalaron un mensaje que el Gobierno jamás debería desoír. La voz de la calle, vox dei.
El acto peronista del miércoles fue “una provocación”. Careció de espontaneidad y hasta de sentido. A partir del lunes diluviaron críticas porque Néstor Kirchner había concurrido a la Plaza de Mayo en réplica a la vibración de las marmitas. Esa otra voz de la calle fue sentenciada como pura grita desdeñable.
Este cronista se permite disentir con los tópicos dominantes. La disputa política se expresa, en parte, en el espacio público. Ganar la calle es una demostración de fuerza. Quienes, previas cadenas de correos electrónicos bien sincronizadas, salieron en varias ciudades a las ocho de la noche en pendant con el acto de Alfredo De Angeli en Gualeguaychú buscaban debilitar al Gobierno. Pongamos, incluso, entre paréntesis debatir si sus objetivos últimos eran golpistas o sistémicos (en una democracia, la oposición busca minar al oficialismo para vencerlo luego conforme las rutinas electorales). En cualquier supuesto, se procuraba imponer una decisión a Cristina Kirchner, por vía de la repercusión del acto, difundido en cadena privada por la televisión ídem.
Para el Gobierno era casi de libro, del Lerú de la confrontación democrática, replicar esa jugada que mejoró la posición relativa del “campo” y sus adláteres de la oposición. Cinchar con otra demostración de fuerza política. Un acto de masas, registro similar al realizado en Rosario el 25 de mayo, aunque en defensa de otros valores y otros sectores sociales.
La destitución de esas “otras” convocatorias es un triste clásico del pensamiento político argentino. Viene desde el fondo de la historia, desde antes que un gorila ancestral llamara “aluvión zoológico” a las masas que hicieron el 17 de Octubre. Esas masas se suponen acarreadas, aun sus componentes de trabajadores sindicalizados. O corruptas. La discrepancia, sustento del pluralismo, desaparece para dar lugar al maniqueísmo: sólo se puede ser oficialista por ignorancia, sumisión de la voluntad o corrupción. Esa lectura es tamañamente vanidosa y excluyente, sin un ápice de contenido democrático. En la Argentina, además, se saltea el dato de la preeminencia justicialista en elecciones libres, durante más de 60 años. Preeminencia que, dato bien relevante, no es absoluta ni mecánica. Fue dejada de lado por el electorado cuando se le propusieron alternativas bien presentadas y supuestamente superadoras: la UCR liderada por Raúl Alfonsín en el ’83, la Alianza entre UCR y Frepaso que llevó a Fernando de la Rúa al gobierno.
Nadie serio, sin sonrojarse, puede decir que los trabajadores agremiados son dóciles para ser conducidos. Las dictaduras militares lo sabían, por eso la más acabada de ellas arrasó con la legislación laboral y gremial e hizo desaparecer miles de laburantes. Las patronales lo saben, por eso acompañaron al menemismo cuando hizo trizas el estado providencia y flexibilizó las relaciones laborales. Las patronales del “campo” lo saben, por eso ostentan el record nacional de empleados informales, más débiles y vulnerables.
“No vinimos por decreto/y pagamos el boleto”, entonaban los contreras que marchaban en la Libertadora, hace más de medio siglo. Deprime que haya habido tan pocos cambios bajo el sol.
La cultura política argentina es igualitarista y hasta jacobina. Señalar como traccionados a choripán a otros ciudadanos, no habla mal de éstos, ni siquiera los describe. Pinta al emisor del concepto y muestra un feo rostro.
El cacerolazo del lunes fue preparado, lo que está muy bien. La organización y la militancia son savia de la democracia. El vicepresidente de la Sociedad Rural, Hugo Biolcatti, un apologista de la no política, comandó las módicas huestes que rondaron Olivos el lunes. No fue azar, más vale. El hombre tuvo un lapsus freudiano, se fue de boca con arengas autoritarias.
Enfrente, el acto de Plaza de Mayo contó con logística y organización, también valorables. Le cabe a cada cual discernir qué le agrada o lo interpela de las tenidas. Pero negar al otro es la esencia misma del autoritarismo.
En ese carril, pasma que se culpe al presidente del PJ por asistir a movilizaciones con sus partidarios. Nuevamente, cualquiera puede detestar esa presencia, disentir con el mensaje y hasta sugerirle a Kirchner que es disfuncional para sus propios fines. De ahí a condenarlo como a un pecador o pretender mutilarle un derecho (un recurso que dinamiza y galvaniza a sus simpatizantes) media un campo.
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De retorno a la Plaza. Nadie está forzado a gustar de la estética peronista o de su folclore. Prima la libertad de acompañar, alinearse, enfrentarse, enojarse. Pero no de arrogarse un rol superior y condenar moralmente lo que no se comparte o no se entiende. La estética es algo cualitativamente distinto e inferior a la ética, aunque suene poco paquete.
“La gente” que entronizan algunos relatos no es toda la gente. Y, aunque quede cache decir lo contrario, es pedante creer que sólo “la gente bien” es “gente de bien”.
Por último, en tránsito al parrafito sobre la violencia, la polarización que se vivió estos meses no tuvo un único gestor. Las bravatas, el desabastecimiento, las acciones destituyentes, la negación de las autoridades electas, las faltas de respeto a la Presidenta, algo tuvieron que ver.
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La violencia: La democracia no excluye los enfrentamientos ni los conflictos, los regula. El uso de la violencia es muy otra cosa, se supone que su monopolio queda en manos del Estado. Hubo mucha violencia en estos meses, muy subestimada (o charramente negada) por comunicadores de toda laya y por la oposición. El lo-ckout por plazo indefinido, el desabastecimiento más largo de que se tenga memoria, episodios de brutalidad en los piquetes. Poco se analizó, mucho se ocultó, nada se puso en entredicho.
Dos formas de protesta nacidas en otros contextos fueron reversionadas por otros actores y desnaturalizadas: el piquete y el escrache. El piquete fue una necesidad de los desocupados, invisibilizados y carentes de mediaciones institucionales. El escrache fue un paliativo a la denegación de verdad y justicia. “Si no hay justicia, hay escrache.” Las dos formas de acción directa reaccionaban ante la falta de perspectivas institucionales y eran consecuencia de la debilidad relativa de los reclamantes. Con el andar del tiempo, ya antes de este conflicto, las herramientas se desvirtuaron.
En los sonados cien días los piquetes se permitieron una magnitud y un daño a terceros jamás visto. La desaprensión y la brutalidad se agravaron por la falta de espíritu crítico de quienes comulgaban con los reclamos. El fin (opinable) justificó los peores medios para casi todo el arco opositor. Fueron contados los que hablaron con mesura u osaron criticar a los neopiqueteros.
Las palabras de la dirigencia ruralista tras el anuncio de la Presidenta, la insólita prolongación del lockout, las agresiones sufridas semanas atrás por el diputado Agustín Rossi y el gobernador Jorge Capitanich, la patoteada de Alfredo De Angeli a mandatarios electos y gobernadores hacen temer reincidencias, que ojalá no ocurran.
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Salir del encierro: La traslación al Congreso y el acto a cielo abierto podrían fungir como módico símbolo: el Gobierno comenzó a salir de su enfrascamiento. Sus adversarios son fuertes, eventualmente desleales o violentos. Pero eso no prueba, mecánicamente, las calidades del oficialismo ni la consistencia con su discurso.
Desde marzo es arduo percibir cuál es la estrategia del Gobierno y simple notar lo errático de sus sucesivas tácticas. La crisis, además, desnudó carencias organizativas y políticas de larga data. Y anticipó las dificultades frente a una nueva etapa socioeconómica, mejor que la precedente aunque también más sofisticada y exigente.
Varios reproches repetidos tienen su parte de verdad o de razón. El oficialismo adolece de excesiva cerrazón. Le ha costado horrores habilitar canales regulares de comunicación o negociación o articulación con actores corporativos o sociales. También es escasa la gimnasia de discusión política en el Parlamento. Y es patente la falta de comunicadores dotados, de ministros o secretarios con autoridad y voz pública, de trato con gobernadores e intendentes.
Se habla recurrentemente de una oportunidad que se está traspapelando. Usualmente, se alude a las perspectivas económicas. El cronista cree que en una etapa de crecimiento hay mucho más en juego, básicamente la recuperación de standards de igualdad y de derechos sociales, de servicios públicos que, en muchos casos, fueron patrimonio pretérito de los argentinos.
Para procurar un cambio progresivo es necesario, como predica el Gobierno, mayor intervención estatal, mayor control sobre las fuerzas “del mercado”, mejor distribución del ingreso y de las oportunidades. Pero esos objetivos no pueden lograrse con pocos cuadros, con los escuetos instrumentos que funcionaron hasta 2007, con apenas un puñado de funcionarios con solvencia reconocida por la sociedad ni con el apoyo de un solo partido.
La agenda que pretenden imponer “el campo”, la gran prensa y la oposición es mezquina y clasista. El oficialismo, a su vez, no ha sabido sugerir algo superador y convocante en estos seis meses, que ojalá sean de aprendizaje. Sólo la acción y la iniciativa política pueden, de veras, hacer algo con la oportunidad. Pero, para hacerse cargo de tamañas responsabilidades, es forzoso mirarse en el espejo y registrar cuánto se debe mejorar. Las señales de esta semana (la movilización y la apertura de una instancia democrática) podrían ser auspiciosas si son el comienzo de un nuevo rumbo y no sólo un rebusque para salir de un brete.
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