Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ana Longoni *
“Cuando un hombre con buena salud se suicida es porque, a fin de cuentas, no hay nadie que lo comprenda. Tras la muerte, la incomprensión no desaparece, porque los vivos insisten en interpretar y utilizar su historia adecuándola a sus propios fines.” Así empieza John Berger un lúcido ensayo sobre Maiakovski. Lo invoco para aproximarme a otro suicidio, en coordenadas históricas muy distintas aunque también atroces. Ante la certidumbre de una pronta captura por la policía internacional, la decisión de José Baravalle de quitarse la vida, su acto de desesperación extrema, nos arroja a un territorio ensombrecido que sospecho que no puede transitarse sin dolor. Esta muerte me duele, aunque no conocí a ese hombre ni sé de él más que lo que se escribió en los últimos días: que fue un joven militante montonero en los años setenta en Rosario, que fue secuestrado ilegalmente en 1976 por el terrorismo de Estado, salvajemente torturado durante días, tras lo que se convirtió en un activo colaborador de la represión –según señalan los testimonios de otros sobrevivientes–. No soy quién para ejercer un juicio condenatorio o exculpatorio sobre él y su vida arrasada por la experiencia límite del terror concentracionario, como lo nombra Pilar Calveiro. Apenas me atrevo a preguntar(me) algunas cuestiones en la medida en que lo ocurrido, como en otros casos recientes de instancias judiciales contra sobrevivientes acusados de colaboración (en Tucumán, en Rosario), precipita al primer plano dilemas éticos y políticos irresueltos que atraviesan la sociedad argentina.
Los sobrevivientes, aquellos poquísimos desaparecidos que reaparecieron con vida, resultan hoy piezas cruciales en la medida en que son los testigos necesarios en los juicios contra los represores. Fuera de los ámbitos judiciales, su aislamiento sigue siendo enorme. Están sospechados por su sobre(vida), estigmatizados como traidores, contaminados por el contacto con el enemigo. Héctor Schmucler señaló, pensando esta cuestión: “La traición señalada en el otro nos protege: quedamos resguardados en un bando unificado por el miedo y la vergüenza”. Quizá porque los relatos de los sobrevivientes estorban –en ciertos ámbitos militantes– la construcción del mito incólume del desaparecido como mártir y como héroe, frente al que no parece tener cabida ninguna crítica de las formas y las prácticas de la militancia armada de los ‘70 sin poner en cuestión la dimensión del sacrificio de los ausentes. Los sobrevivientes –aun habiendo salido del centro de detención– continuaron atrapados en un doble fuego, víctimas de sus captores y condenados por sus antiguas organizaciones políticas. En el persistente aislamiento, sospechados y juzgados desde escalafones morales y grados de valentías que los separan de los que no regresaron se percibe otro efecto pavoroso de la represión.
La instalada asociación entre sobreviviente y traidor (delator, colaborador) impide pensar que la decisión de quiénes fueron los que sobrevivieron (salvo en las muy excepcionales fugas) fue de las fuerzas represivas. Lo que es común a la gran mayoría de los relatos de sobrevivientes es que aquello que los salva no es –ni exclusivamente ni en primer término– la habilidad del prisionero para ser o parecer útil, sino su aleatoria condición de “elegido” por los represores para sobrevivir. La supervivencia de algunos pocos dentro de las decenas de miles de desaparecidos obedece a patrones múltiples, entre los que no tiene poco peso el azar. Si se puede hablar de una lógica, ésta respondía en todo caso a criterios muy diversos: los represores podían seleccionar a sujetos que resultaran útiles al funcionamiento del aparato represivo, en el sostenimiento de la maquinaria cotidiana del campo, en sus proyectos políticos o haciendo público su arrepentimiento. Podía también mantenerse con vida a algunos prisioneros dignos de ser exhibidos en cautiverio como trofeos de guerra: dirigentes reconocidos o sus viudas. Las “elecciones” podían asimismo responder a una lógica no corporativa: los vínculos entre represores y prisioneros a veces traspasaban el anonimato masivo y se personalizaban, dando lugar a la “salvación” de algunos sobrevivientes por parte de determinados represores.
Quizá debamos detenernos en algunos tramos de la rápida nota que garabateó Baravalle a su familia antes de tirarse al vacío. Allí dice: Es tremendo pasar de ser víctima a verdugo. Está claro que no todas las conductas de los detenidos sobrevivientes fueron iguales, pero tampoco se puede obviar que ellos estaban ilegalmente secuestrados, que fueron salvajemente torturados, arrasados sus cuerpos y su humanidad. Las restringidas estrategias que pudieron elaborar los prisioneros “elegidos” por sus captores para integrarse al “proceso de recuperación” van desde la abierta (a veces, momentánea; otras veces, permanente) colaboración con la represión para que sean detenidos otros militantes, hasta hacerse cargo de tareas inocuas, que no implicasen mayores riesgos para los militantes libres ni para los prisioneros. También fue posible la simulación de la colaboración, que incluso entorpeció la actividad represiva o, en algún momento, la desplazó a un segundo plano.
Baravalle escribió también Mi única culpa es que no he podido resistir la tortura. Instala así otro asunto que nos cuesta enormemente encarar: el reconocimiento de la efectividad de la tortura irrestricta e ilimitada como cruento y sistemático método para arrancar información a los prisioneros (hayan éstos sobrevivido o no), aterrorizar y arrasar su condición humana, y como modalidad efectiva y atroz en la tarea de desmantelar rápidamente la estructura de las organizaciones armadas. La tortura enfrenta al prisionero a extremos insospechados de dolor y vejación, y lo obliga a enfrentarse solo e inerme a sus propios límites. En medio de las interminables sesiones de tortura, la frontera borrosa de qué información se puede dar sin poner en riesgo a nadie, cuál es comprometedora, cuál es ya caduca o conocida para los represores, es difícil de definir. ¿Cómo calcular en esas circunstancias desgarradoras cuánto tiempo pasó desde la detención? ¿Cómo saber, entonces, si ya estarán alertados y a resguardo los compañeros? Son límites peligrosos. Y los torturadores lo saben.
Espero ser la última víctima de tanta barbarie. Fue lo último que deseó José Baravalle.
* Escritora e investigadora de la UBA. Autora de Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión.
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