Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION > CARTA ABIERTA
Un intento de construir un puente entre los mundos intelectuales y culturales con la escena público-política y por sostener el debate de ideas en medio de la sequía cotidiana y del bombardeo brutalizador y simplificador del lenguaje mediático.
Por Ricardo Forster *
“El búho de Minerva levanta vuelo a la hora del crepúsculo.” Aquella frase un tanto enigmática trazada por el filósofo tal vez nos permita indagar por lo acontecido en nuestro tiempo argentino; quizá, siguiendo el curso sinuoso de una realidad en estado de continua reformulación, podamos no sólo iniciar el arduo trabajo de comprensión de aquello que habiendo sucedido sigue insistiendo en nuestro presente, sino, de un modo también inevitable e indispensable, nos permita confrontarnos con nuestra propia deriva, con ese advenir extraño y anómalo que terminó generando el espacio Carta Abierta. Como si detrás de nosotros se ocultaran algunos signos sin los cuales nada de lo sucedido pudiera ser despejado a la hora en que las luces del día van dejando su lugar a las primeras sombras del anochecer, y no porque ese anuncio de la oscuridad deba ser interpretado como el melancólico final de la jornada, como el cierre, en nuestro caso, de una historia ya definitivamente acontecida, de una historia que, en un momento de fulgor, pareció reconducirnos hacia las narraciones olvidadas de lo emancipatorio en el interior de una sociedad descreída y desinteresada que se siente más a gusto con las prédicas del mercado que con las lenguas populares y democráticas. Por el contrario, el crepúsculo sigue siendo una hora de oportunidades en la que los últimos rayos del sol nos ofrecen un panorama de extrema belleza y de indudable posibilidad clarificadora respecto de la jornada transcurrida. Es un alto en el camino que nos permite ejercer el trabajo de la reflexión crítica, el desplazamiento indagatorio hacia lo realizado y lo pensado, hacia lo acontecido y lo vivido, hacia lo abierto inesperadamente y, también, hacia lo clausurado y tal vez irrevocable. Una hora en la que en tanto actores del presente nacional nos debemos la obligación de interrogar/nos por esas jornadas y sus consecuencias con el ánimo puesto en lo por venir, de aquello que sigue a la espera de su acontecer.
Es siguiendo esta perspectiva que la emergencia de Carta Abierta debe ser leída en el interior de lo inesperado, o, para expresarlo con otras palabras, lo que vino a romper con su aparición fue una cierta linealidad política, un movimiento previsible de una realidad imprevisible en sus zigzagueos que arrojó sobre la escena un acontecer al menos sorprendente, de esos que ponen en cuestión lo anunciado y lo esperado, que quiebran las “normalidades” y los cálculos para colocar lo nuevo y distinto, aquello que desvía irremediablemente el curso de los sucesos introduciendo el trazo de lo azaroso y lo repetido, como si en esa alquimia se cociera una novedad imprevista. La extravagancia del acontecer reciente lleva el nombre de una escritura epistolar que ha ido buscando a sus destinatarios tratando de quebrar el discurso monocorde que invadió el alma de gran parte de la sociedad; y lo hizo reivindicando un estado de asamblea y una persistencia libertaria en el debate y en el entramado de biografías y tradiciones diversas, de aquellas que provienen de las canteras políticas y culturales de un país en estado de realización que de una manera algo extravagante parece elegir los caminos de la repetición regresiva y restauradora allí donde algo efectivamente distinto intenta abrirse camino.
La rebelión campestre, con sus símbolos y lenguajes tomados a préstamo de otras luchas y de otros actores muy diferentes de los actuales, conmovió el curso no sólo del gobierno de Cristina Fernández sino que atravesó de lado a lado al conjunto de la sociedad. Rompió, hay que decirlo, la inercia de una gestión acomodada a los datos favorables de la macroeconomía y al envión de años de crecimiento articulados con políticas inclinadas a reabrir algunas deudas esenciales con los más desfavorecidos. Y lo hizo más allá de que su acción fue el resultado de una decisión gubernamental que le daba un más que interesante mordisco a la renta agraria, aunque el destino de ese mordisco no apareciera, al menos en esos primeros días, demasiado claro. Los que sí vieron con claridad el sentido de la resolución 125 fueron los dueños de la tierra y otros sectores del establishment (en especial del sector vinculado con los medios de comunicación más concentrados y monopólicos y con los viejos exponentes de la especulación del capitalismo financiero) que no dudaron en lanzarse, con todas las tropas disponibles, a una confrontación que signó los meses siguientes. La escalada destituyente logró transmutarse, a ojos de una opinión pública pacientemente trabajada por la combinación de la gauchocracia y el grupo Clarín (ayudado gustosamente en esta “pueblada” por La Nación y sus opinólogos destacados), en defensora de los intereses patrios asociados con un reclamo de más y mayor calidad institucional. Se convirtieron, junto a una oposición tartamudeante en el comienzo pero luego brutal y apocalíptica, en exponentes del ideal republicano sin pueblo o, para decirlo mejor, con un pueblo nuevo, depurado de plebeyos y desharrapados, representante, ahora, de las virtuosas clases medias rurales y urbanas que iniciaban un enamoramiento fundacional para los intereses de la nación en su conjunto.
Del acto rosarino al pie del Monumento a la Bandera a la apoteosis del realizado en el centro neurálgico del patriciado porteño, lo que fue naciendo, esto hay que decirlo porque constituye una novedad en la historia política de nuestro país, fue precisamente una nueva derecha capaz de interpelar a esas “nuevas y relucientes” masas e hincándole el diente, vía el sistemático esfuerzo de los lenguajes mediáticos, a importantes sectores próximos a los mundos populares. Parte del éxito del lockout campestre fue calar hondo en los imaginarios de las clases medias bajas urbanas, que creyeron ver en esa rebelión por la renta y de rentistas, no la defensa del bolsillo y de los intereses sectoriales aunados con una ideología agroexportadora capaz de sostenerse con la expulsión de millones de argentinos del mercado de trabajo, sino la correspondencia con sus propios deseos de ser parte de esa Argentina soñada, la de las viejas estancias, la de los relatos gauchescos y la de consumos suntuarios entramada con las enseñanzas escolares que siempre han puesto “al campo” en el centro de la nacionalidad. Una ideología asociada al ciudadano-consumidor que, a su vez, se vistió con las galas de la patria arcaica, aquella de las columnas fundacionales que desde los comienzos viene sosteniendo la virtud pública aunque sin hacerles ascos a las nuevas seducciones del mercado global y de los paraísos artificiales promocionados por los medios audiovisuales. Entre la “virtud republicana” importada de añejas filosofías políticas a la “fiesta consumista” en la que vienen sumergiéndose amplios sectores medios y altos, el discurso campestre encontró su público natural y adecuado, ese que se emocionó con la tonalidad entre tartamudeante y concheta de Miguens y que deliró con el grotesco lenguaje de De Angeli.
Un país extraño y extravagante en el que en medio de un ciclo de crecimiento económico se da la mayor y más virulenta reacción antigubernamental de parte no sólo de las organizaciones empresariales del campo (articuladas alrededor de una alianza poco tiempo atrás inimaginable) sino también, y entonando un mismo repertorio crítico y desestabilizador, de parte de los “formadores de opinión pública” capaces de lanzar toda su batería bélica para ir demoliendo de a poco las bases de la legitimidad democrática, afirmando su bombardeo mediático en conductas atávicas de vastos sectores de las clases medias que salieron a expresar no sólo su apoyo total a las reivindicaciones facciosas y rentísticas de los dueños de la tierra sino, más grave todavía, a manifestar sus prejuicios de clase y su racismo acérrimo y encendido en medio del conflicto. Entre esos gestos destituyentes que se articulaban con el deseo de impedir el desarrollo de un proceso político que venía impulsando, aunque con dificultades, un giro notable en la vida económica y política argentina intentando, entre otras cosas, recuperar el papel fundamental del Estado en la protección de los más débiles y en el impulso de programas distribucionistas, lo único distinto que vino a salir al paso de tanto gesto bravucón y de tanto prejuicio fue el espacio de Carta Abierta, allí donde salió a expresar no sólo su apoyo al gobierno de Cristina Fernández sino a señalar la magnitud destituyente del proceso inaugurado por la rebelión campestre en asociación con los medios concentrados de comunicación pero lo hizo, al mismo tiempo, planteando las deudas y los problemas del propio Gobierno, asumiendo una dimensión autónoma y crítica que no solamente se encargó de destacar la significación de la ofensiva del complejo agromediático sino, también, de hacer visibles las escasas disposiciones del kirchnerismo por ampliar efectivamente la base de sustentación social impulsando otros modos de lo político democrático, modos sin los cuales difícilmente se pueda avanzar en un proceso genuino de transformación social y de recuperación del Estado nacional en beneficio de los más necesitados y del conjunto del pueblo.
Pero lo hizo rompiendo el frente de las clases medias que parecían enteramente capturadas por el discurso mediático; recogiendo, en su decir atípico, las tradiciones populares y emancipatorias en medio de su intento de expropiación por parte de ese frente destituyente que no dudó en vaciar de contenido y de especificidad esas tradiciones para ponerlas al servicio de su ideal restaurador. Carta Abierta abrió las compuertas del lenguaje para desafiar a los lenguajes embaucadores, descolocó la lógica dominante que se desplegaba soberana sobre el conjunto de la sociedad, despojó de sus falsas vestimentas a los representantes de los ideales rentísticos y regresivos que se camuflaron en relatos populares y democráticos; pero lo hizo sin caer en simplificaciones al uso ni haciendo concesiones al sentido común de la antigua y algo demudada progresía. Sintiendo que la hora argentina exigía no sólo elevar la voz para defender a un gobierno popular de una amenaza poderosa y persistente en nuestra historia, sino, de un modo quizás más decisivo y significativo, exigiendo y exigiéndose una verdadera interpelación a la ciudadanía, a sus núcleos más oscuros, a sus prejuicios, a sus dislates dogmáticos que incluían a izquierdas enfebrecidas y a progresismos travestidos en neoconservadores, intentando, no sin dificultades, construir un puente entre los mundos intelectuales y culturales con la escena público-política, sabiendo que ese proceso suponía y supone enfrentarse a prejuicios enquistados desde siempre en nuestra sociedad, pero reclamando con firmeza la necesidad de asumir, cuerpos e ideas mediante, un compromiso con la democracia y con los ideales de la emancipación, aquellos que suponen el entramado de república e igualdad.
Producto de esa anomalía argentina y, en un sentido más amplio y profundo que por espacio no puedo desarrollar, del extraordinario giro sudamericano que parece recuperar la memoria de los ideales populares y democráticos después de la noche neoliberal de los ’90, Carta Abierta es, a su vez, un intento por sostener el debate de ideas en medio de la sequía cotidiana y del bombardeo brutalizador y simplificador del lenguaje mediático. Un espacio que busca pensar la democracia, sacarla de su asfixia burocrática, descolocarla de su pura repetición para asumirla como una invención permanente. Tal vez por eso ha sido y sigue siendo un ámbito libertario en el que una multitud de ciudadanas y ciudadanos insisten con reunirse para debatir, en distintas ciudades del país, cómo aportar a la construcción de una sociedad más justa, más igualitaria y más democrática.
* Doctor en filosofía, profesor de las universidades de Buenos Aires y de Córdoba.
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