Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
El pago al Club de París. Distintos impactos: los mercados, las relaciones internacionales, la economía productiva, la política local. Los motivos de una medida prevista, según el Gobierno. Las reacciones de privados y públicos, las críticas y los aplausos. Y una pasadita por Brasilia.
Por Mario Wainfeld
Una buena lectura de cualquier discusión (inclusive una sobre política económica) exige prestar atención a lo que se dice tanto como a lo que se calla o subestima. También a cómo se ordenan las prioridades. La decisión de la Presidenta de pagar la totalidad de la deuda al Club de París impacta en varios escenarios. Cuatro se pueden diferenciar conceptualmente, asumiendo que sus límites no siempre son precisos y que (como todo) interactúan dialécticamente: la política internacional, la economía “real” o productiva, “los mercados”, la política doméstica.
Mucho se cotilleó en estos días, pocas veces se habló de todos. Lo que se negó o se minimizó es tan sugestivo como lo que se verbalizó. La centralidad atribuida por muchos al mundo de las finanzas no es azarosa, ni estricta. Los profetas de los mercados destituyeron desde el martes una medida que pedían a gritos el lunes, hablan en nombre de sus valores, de sus sponsors, se encocoran en nombre de los holdouts que tienen demasiados portavoces nativos. Para sopesar la densidad de sus diagnósticos vale la pena recordar que no supieron vaticinar la feroz crisis financiera internacional, ni saben describirla ni expresan nada consistente referido a cómo y cuándo acabará. En medio de ese flagelo, que tira abajo todas las Bolsas del mundo libre, los bonos argentinos siguieron cuesta abajo en su rodada. Un dato que debe considerarse, que deberá mensurarse mejor cuando pase algún tiempo y que expresa una fracción (no desdeñable pero no absoluta) de la inasible realidad. En ese mundo especulativo y taimado, “la señal” no bastó, hasta aquí.
Brokers y economistas sistémicos proponen que, de cara a ese universo, hubiese sido más sólido anticipar compras de bonos con vencimiento en 2009, destinando menos dinero y aprovechando que son el único precio argentino que está en merma. El Gobierno no replica, confirmando una falencia endémica que le viene costando caro: la falta de portavoces con presencia mediática y autoridad como emisor. La disfonía incurable de Carlos Fernández es un karma muy desaconsejable en una etapa en la que debe disputar sentido común palmo a palmo. Una porción de la derrota en el conflicto “del campo” se dilucidó en ese terreno. Diz que el propio Néstor Kirchner reconoce retrospectivamente esa debilidad, en conversaciones con aliados, pero no se observan cambios destinados a reforzar ese flanco.
Este escriba no se pretende especialista en esos gajes, pero tiene años vividos y ha escuchado innumerables falacias de autoridad desde los altavoces de “los mercados”. A puro sentido común le cuesta digerir que pagar una pequeña fortuna sea interpretado, charramente, como un testimonio de falta de voluntad (o aun de capacidad) para pagar. ¿Suena raro? No lo dijo el cronista, que aconseja incredulidad y una paciente mirada sobre los hechos. Vistazo que incluye, entre otros avatares, el mal impacto en la cotización de los bonos. Entre otras cosas, como se viene diciendo.
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“El mundo”. La Argentina produjo en corto tiempo un default fenomenal y una negociación firme de la deuda con los acreedores privados, rematada con una quita histórica. Esas conductas (las dos, no sólo la primera) no se olvidan ni se perdonan rápido. “El mundo”, que así llaman a los países dominantes ciertas narrativas, tiene memoria de elefante, a la que recurre antes de distribuir zanahorias o palos. La estrategia de desendeudamiento es, de todas maneras, una forma de restablecer lazos y de recuperar reputación tratando de retener márgenes amplios de decisión nacional.
Tras pagarle al Fondo Monetario Internacional (FMI) era cuestión de tiempo que se “honrara” la deuda con el Club de París. El objetivo existía desde 2005 y era casi cantado que sucediera en 2008. El año siguiente era muy pronto, en el 2007 había elecciones. Los gobernantes de los países acreedores entendieron, en parte, esa lógica pero se ponían más cargosos, pari passu con la mejora de los superávit y de la situación argentina en general. No es una pura cuestión económica, sino la adecuación a un sistema de reglas. Francia tiene una acreencia irrisoria con nuestro país –sabe explicar su embajador en Argentina–, ronda los 200 millones de dólares. El sistema fiscal galo podría recaudarla en menos de veinte minutos, pero un estado europeo actúa en consuno con sus aliados comunitarios y también exige a los demás que se pongan en regla.
El oficialismo venía amagando saldar su deuda, lo mentó en la campaña presidencial. Repudiarla sería patear el tablero, algo ajeno a la lógica política de todos los países de la región. Obstinarse en patearla para adelante tenía contraindicaciones visibles y crecientes aseguran en la Casa Rosada y en el Palacio San Martín.
Jorge Taiana habló con los cancilleres de Alemania, Francia y España. De todos, comentan a su vera, recibió plácemes y promesas de reactivación de relaciones comerciales. El ministro alemán, Frank Walter Steinmeier, le expresó “ahora podremos hablar de muchos más temas”.
En el Gobierno se da por hecho que disminuirán restricciones severas a créditos internacionales y se lubricará la perspectiva de concertar seguros de exportación. Los primeros beneficiarios serán –según este ver– empresas argentinas de primer nivel y gobiernos provinciales y municipales. Las primeras reacciones confirman esa perspectiva. El macrismo se permitió una rareza, elogios explícitos, que tuvo eco desde otras administraciones provinciales: calculan que se dio un envión a la inversión pública, muy frenada.
Los popes empresarios que aplaudían a rabiar el sorpresivo anuncio en el Salón Blanco lo hacían porque (en su proverbial egoísmo) olfatearon que las campanas doblaban por ellos.
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¿Y por casa? También vivaron funcionarios kirchneristas con fervor superior a la media. Hay varios oficialistas perennes que aplauden lo que venga. Hay otros que piensan con la cabeza y no son claque estable de Palacio. Varios de ellos confidencian que los entusiasmó la magnitud de la jugada, la capacidad de decidir, la recuperación de la iniciativa.
El anuncio fue la medida más importante de la gestión de Cristina Kirchner, compitiendo con las retenciones móviles, cuya entidad creció como bola de nieve. La dimensión de la decisión presidencial hace constelar a las críticas y a los elogios, los reduce a un rol subalterno y satelital.
El pago, dice el sentido común imperante, debía hacerse: la polémica se constriñe al cuándo y al cómo. Ninguno de los que la refutan tiene buenas credenciales en el raro arte de desendeudar. Muchos fueron los campeones del déficit y el sometimiento a los organismos internacionales.
En términos de opinión pública la aprobación es altísima. Da la impresión de que a “la gente” la calma que se salde lo que se debe. Desde luego, hablamos de una cuestión que no galvaniza ni conmueve a multitudes. El apoyo se disipará enseguida, no alterará las ecuaciones personales de casi nadie ni elevará la alicaída imagen del Gobierno. Pero, como se comenta en estas mismas páginas, el oficialismo retomó presto el dominio de la agenda pública, demostrando que (herido y todo) vive después de la Resolución 125.
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Buenas y malas razones. El Gobierno tenía buenas y malas razones para no internarse en un regateo con los acreedores. La buena era impedir que se inmiscuyera el FMI. La primera de las malas, la más ostensible, es que Argentina está flojita de papeles para cualquier auditoría, no exclusivamente para la del Fondo. La destrucción del Indec marcha a contramano de cualquier busca de reputación.
Otro hecho que trabó el desenvolvimiento de conversaciones, menos percibido es la enorme rotación en el Ministerio de Economía. Cuatro ministros después de Roberto Lavagna es una marca record para un gobierno avaro para los relevos y da cuenta de un déficit estructural que priva a Cristina Kirchner de masa crítica a la hora de analizar o de obrar. Y también para abordar políticas de mediano o largo plazo, en la acción o en el planeamiento.
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Rumbo a Brasilia. Recuperado el centro de la escena, la Presidenta viajó a reunirse con su principal aliado, Lula da Silva. Mañana será la segunda reunión de las dos bilaterales por año que tienen pautada. Entre medio, el mandatario brasileño se dio una vuelta por Buenos Aires con una pléyade de empresarios de primer rango, para darle oxígeno a la presidenta Cristina en su peor momento. Lula es, tal vez, el más grande estadista de la región desde la restauración democrática. Ese ranking, algo arbitrario, pondera el gran peso relativo de su país. Entre otras virtudes, el líder brasileño sabe amoldarse a la realidad y a los condicionamientos. Con esos vectores, discurre que los Kirchner son sus mejores cofrades para mantener el clima de cambio en Sudamérica. Esa visita simbólica fue una prueba de ello. Hubo otra, en estos meses, disimulada en el fárrago de la información. En el verano, una autoridad de Petrobras anunció que no habría una molécula de gas para Argentina. Muchos, en estas pampas, tradujeron el mensaje de modo textual, un virtual corte de relaciones y de energía. El gobierno brasileño hizo una adaptación política y articuló con Argentina transmisión de energía eléctrica. Cero molécula, bastantes megavatios. La consecuencia es que el sistema energético local, que siempre linda su límite, no colapsó (hasta hoy al menos) durante un nuevo invierno.
La confianza ganada con Brasil es un recurso del gobierno argentino, a veces desmerecido o negado por terceros, a veces flojamente gerenciado.
La presidencia de Unasur para Néstor Kirchner necesitará del aval brasileño. Tal vez hablen de eso los dos presidentes, entre muchos puntos. Ese cargo se confiere por consenso, no depende de un solo Estado. Pero a la hora de elegir aliados para ese tipo de consensos (a diferencia de lo que, se supone, ocurre en otros órdenes de la vida) el tamaño es importante.
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