Domingo, 2 de noviembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
A 25 años de la elección que consagró a Raúl Alfonsín como presidente, un análisis de la primera votación tras siete años de dictadura como el inicio de la política de partidos en la Argentina, un ciclo que se cerró en 2001. Además, un paralelismo entre las críticas que recibía el gobierno radical y las que se escuchan sobre las gestiones kirchneristas.
Por Jennifer Adair y
Ernesto Seman
“La escasez de algunos productos alimenticios y el alza de casi todos terminó por producir un hecho insólito: el Gobierno abrió un conflicto en la calle, en la vida común, cuando hasta entonces sólo lo reconcía en el campanario del poder; las peleas... no hacen al estómago de los argentinos.”
¿Suena familiar? La frase corresponde a un editorial firmado por Joaquín Morales Solá. Fue publicado el 18 de marzo de 1984, apenas cuatro meses después de la asunción de Raúl Alfonsín.
No es la única analogía de época, ya que el supuesto cansancio frente a la cantidad de conflictos es el otro gran manto que se extiende sobre aquellos tiempos tanto como sobre éstos. Y no es que la historia se repite siempre igual: el impacto negativo que tiene abrir conflictos políticos (con el agro, la Iglesia, los militares o los Estados Unidos); el deterioro que produce en la paz social la crispación del presidente; y la forma en la que esos dos elementos socavan la legitimidad de cualquier intervención del Estado en los conflictos económicos y sociales son muletillas que se repitieron sobre los gobiernos de Alfonsín y de los Kirchner con singular paralelismo. El hecho de que ambos gobiernos sean tan distintos (en sus agendas, en sus liderazgos personales, en sus ideas, en sus épocas) y los comentarios tan parecidos resalta aún más la similitud de las críticas.
Los aniversarios son una buena ocasión para rehacer la historia y acomodarla a las conveniencias del presente, y el de los 25 años de democracia no es la excepción. Lo particular de este caso es la comunión de voces tan distintas que convergen en domesticar al gobierno de Alfonsín en la memoria y presentar una versión que ayuda más a perpetuar ciertos mitos que a entender la política, la de entonces y la de ahora.
Hay al menos dos formas de domesticar a Alfonsín: la versión romántica, que supone que la contribución de su gobierno sólo estuvo ligada a la defensa de los derechos humanos, que dicha contribución no tensionó al extremo a la Argentina, y que el resto de las disputas no fueron tan relevantes. Entre sus trampas, esta versión termina por conceder que las leyes de obediencia debida y punto final son, en su fracaso, el corolario de aquella gestión. La versión romántica tiende a confundir el hecho de que si el juicio a las juntas fue la mayor contribución de Alfonsín, la gestión cotidiana se construyó con elementos mucho más diversos y no menos innovadores. El control a los exportadores de materias primas, la presión de los productores de alimentos sobre la inflación, las políticas sociales y las redes políticas que las llevaban adelante, el incipiente y renovado discurso en torno de la inseguridad pública, el enfrentamiento con la política exterior norteamericana, la pelea cultural con la Iglesia fueron los temas que dominaron la agenda de aquellos días. Tanto como hoy.
La otra versión de aquellos años es combativa y hace una trasposición histórica que explica los fracasos de Alfonsín por una supuesta debilidad genética del radicalismo, en contraposición a un vigor no menos naturalizado del peronismo. Entre otras cosas, desconoce el rol profundamente conservador que el peronismo jugó en ese período (y no sólo tras el ’89, como se tiende a asumir), con gobernadores e intendentes boicoteando las políticas sociales, y parlamentarios y dirigentes trabando los intentos de regular el mercado de alimentos, fogoneando que la inflación se comiera por derecha los aumentos salariales que los sindicatos obtenían por izquierda.
Con candidez o con desdén, ambas historias transitan el remanido camino de la esterilidad de la acción del gobierno. Y si el consenso en torno de estas versiones es grande, se debe a que los beneficiarios de domesticar a Alfonsín son variados. El peronismo, que resucita una presunta potestad sobre el conflicto social cuando sus roles han sido mucho más variados; el radicalismo y los derivados de su desintegración, que reifican una versión fláccida de su historia como la dosis de calma frente a la locura peronista, como si esa fuera toda su contribución y como si fuera necesariamente una virtud; el gobierno, que erige su linaje como opuesto a una época de la que en muchos sentidos es tributario; y las elites en sus distintas versiones, que reproducen como novedad aquello que vienen repitiendo desde hace un cuarto de siglo y que consiste en aglutinar en la bolsa de la “amenaza a la paz social” todo aquello que altere el statu quo.
Elogiosa como suena, la elevación de Alfonsín a la esfera de “Padre de la Democracia” ayuda a construir una memoria pasteurizada, limando las aristas más ríspidas de esos años, corriéndolo del lugar enérgico y productivo que ocupó el ex presidente.
Un efecto de esta ficción es que refuerza la idea un tanto alucinada de un supuesto “ethos peronista,” que transformaría a dirigentes de ese partido en los únicos conectados con las demandas sociales que periódicamente ponen en tensión a la economía y la política argentinas. Es una ficción que tiene varios usos: radicales e intelectuales progresistas se recuestan en ese diagnóstico –en muchos casos desde las mismas tribunas de doctrina– para atribuirle al Gobierno un aporte excesivo a la conflictividad política al lanzar peleas que tendrían más que ver con el ethos peronista que con la necesidad de la gestión.
Pero en más de un sentido, el Gobierno y el peronismo también alimentan esa ficción que los redescubre como único actor combativo, trazando un linaje maniatado, tanto político y generacional: a esta altura ya resulta llamativa la ausencia de los años ’80 en la biografía de buena parte de la dirigencia política. Identificados con valores y proyectos previos al golpe de Estado del ’76, la abrumadora mayoría de los funcionarios actuales apenas orillaban los 20 años durante los mentados años setenta. Y determinante como fue la experiencia del terrorismo de Estado a cualquier edad, casi todos aprendieron a hacer política en los años de Alfonsín. Hay ministros y legisladores que llegaron a ocupar cargos durante los ’70, pero quienes tuvieron que administrar provincias e intendencias hicieron sus primeros palotes discando los números de Tróccoli, Sourrouille o Nosiglia. En la educación política de los actuales dirigentes, Jaroslavsky o Storani estuvieron mucho más presentes de lo que uno imaginaría leyendo los diarios de hoy. Purgar a la experiencia de los años ’80 de las biografías combativas ha sido otro gran paso en la domesticación del gobierno de Alfonsín.
La versión acuosa de la historia de esos años pone al conflicto social y a la política democrática como extremos opuestos, y realimenta la idea profundamente conservadora de que “las peleas no hacen al estómago de los argentinos” que hoy repite un espectro amplio de la sociedad no en vano ha pasado un cuarto de siglo y miles de editoriales. El liderazgo de Alfonsín emergió en la creencia contraria, con una conciencia cabal de que el problema argentino no es el exceso de conflicto, sino el hecho de que el mismo sólo pudiera ser canalizado a través del peronismo: no muy distinto a las ideas que consolidaron al kirchnerismo. Desde hace ya más de 30 años, los obstáculos que encuentran los gobiernos que asumen con agendas progresistas para garantizar formas de inclusión económica y política acercan mucho más las experiencias de hoy a la de los años ’80. Y hacen del gobierno de Alfonsín una memoria difícil de domar.
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