Domingo, 9 de noviembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Te comportas de acuerdo
Con lo que te dicta cada
momento
Y esta inconstancia no es algo
heroico
Es más bien algo enfermo
No quiero soñar mil veces
las mismas cosas
Ni contemplarlas sabiamente
Quiero que me trates suavemente
Trátame suavemente
Daniel Melero
Tras su triunfo en las elecciones del 2000, George W. Bush le imprimió un giro a la política exterior estadounidense. Básicamente, dejó de lado el papel que, aunque contradictoriamente y con tensiones, Estados Unidos había asumido como el gran constructor de los organismos multilaterales de la posguerra –la ONU y el FMI y, en el hemisferio, la OEA o el TIAR– y lo reemplazó por un unilateralismo rústico, que partía de una lectura particular del final de la Guerra Fría: de acuerdo con esta visión, el triunfo sobre la Unión Soviética fue desaprovechado por los gobiernos de Bush padre y Clinton, que dejaron enormes agujeros de seguridad que los atentados del 11 de septiembre no hicieron más que confirmar. Se imponía por lo tanto una nueva estrategia, basada en la idea de que sólo el predominio estadounidense era capaz de asegurar la estabilidad y la paz en el mundo.
Jorge I. Domínguez es uno de los pocos latinoamericanos que escalaron hasta la cumbre de la estructura académica norteamericana. Nacido en Cuba, Domínguez es un reputado especialista en temas internacionales que actualmente se desempeña como vicerrector de Harvard. En su artículo “Las relaciones contemporáneas América Latina-Estados Unidos” (incluido en Integración y fragmentación, compilado por Ricardo Lagos, Edhasa), Domínguez sostiene que el giro de Bush en la política exterior estadounidense tuvo su primera manifestación concreta en América latina durante la crisis argentina del 2001. En aquella oportunidad, el secretario del Tesoro, Paul O’ Neill, desconoció la tradición de los años previos y, en lugar de actuar junto al FMI y ofrecer un salvataje condicionado, recurrió a la teoría del riesgo moral para castigar tanto al Fondo (que había prestado dinero irresponsablemente) como a la Argentina (que no supo cuidar sus finanzas).
Esta línea se confirmó al año siguiente, con el inicio de una estrategia neointervencionista en el patio trasero. El embajador norteamericano en La Paz, Manuel Rocha, se metió torpemente en la campaña electoral boliviana tildando a Evo Morales, en ese entonces candidato presidencial del MAS, de narcotraficante, con lo que solo consiguió catapultarlo al segundo lugar. Unos meses después, en Venezuela, Washington respaldaba públicamente el golpe de Estado contra Hugo Chávez.
Pero contra lo que piensan los antiimperialistas simples –o simplemente los antiimperialistas–, la política exterior norteamericana no es siempre la misma. Incluso durante el gobierno de alguien tan poco agradable como Bush. Para ser justos, hay que decir que la estrategia comenzó a cambiar en los últimos dos o tres años, en simultáneo con el declive del texano. Ultimamente, Estados Unidos despliega una política más cautelosa hacia la región, que incluye un trato menos belicoso con Chávez, felicitaciones a Evo Morales por su llegada a la presidencia y la tolerancia del giro a la izquierda al que se animaron países tan irrelevantes como Paraguay o tan delicados como Nicaragua.
Es ya un lugar común en los análisis internacionales decir que América latina se ha dividido en dos, a partir de una frontera invisible que podemos situar imaginariamente en Panamá. Los países ubicados al Norte del Canal se encuentran integrados a Estados Unidos comercial, política y migracionalmente. Desde el punto de vista de la seguridad, forman parte de su segundo perímetro de defensa y son el eje de diversas preocupaciones, desde el tráfico de drogas por la frontera mexicana hasta el riesgo de oleadas de balseros haitianos o cubanos naufragando en la Florida. Pero además todos estos países han firmado tratados de libre comercio con Washington y concentran la mayor parte de las inversiones estadounidenses en América latina. Aunque hablan español y reivindican su origen latino, los rigores de la economía, el comercio y la seguridad los acercan cada vez más al Norte. Hoy, la vieja frase de Don Porfidio – “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”– vale también para Centroamérica y el Caribe.
Las cosas son diferentes en Sudamérica, donde sólo un tema –el conflicto colombiano– despierta la atención de Washington, y donde sólo un líder, el ex paracaidista Hugo Chávez, genera cierta inquietud. Se ha creado, en la subregión sudamericana, un clima novedoso que no implica, como algunos piensan, carta blanca total, pues sigue habiendo cosas que Washington no está dispuesto a tolerar, pero sí un espacio de autonomía relativa que debe ser valorado. Riordan Roett, director del área de estudios latinoamericanos de la Universidad John Hopkins y asesor de Barack Obama para la región, lo definió como una “no política” por parte de la Casa Blanca (Revista Nueva Sociedad Nº 206).
En este marco, en combinación con el contexto internacional más favorable del último medio siglo, que garantiza una autonomía financiera inédita, los países sudamericanos comenzaron a explorar caminos más autónomos, que explican tanto el ascenso de gobiernos críticos en buena parte de la región como la decisión de buscar soluciones propias a los propios problemas: la intervención coordinada en la crisis boliviana quizás abrió demasiadas expectativas sobre las posibilidades de Unasur, cuyos límites y contradicciones son flagrantes, pero de todos modos mostró cómo los países sudamericanos pueden resolver solos, sin el concurso estadounidense, sus propios conflictos. Algo similar había ocurrido unos meses antes con la crisis colombiano-ecuatoriana.
Argentina y Estados Unidos se han ido alejando, pero menos por una decisión voluntaria de un gobierno díscolo y populista que por la combinación entre la tendencia regional ya señalada y los últimos reacomodos económicos. Desde el punto de vista comercial, la Argentina es totalmente irrelevante para Washington: el 0,5 por ciento de sus exportaciones se dirige a nuestro país, que a su vez representa el 0,24 por ciento de sus importaciones. En cuanto a las inversiones, la Argentina recibió el 0,4 por ciento del total y sólo el 3,9 por ciento de las dirigidas a América latina (contra el 26,1 por ciento de México y el 12,2 por ciento de Brasil).
Como toda relación asimétrica, la importancia de Estados Unidos para la Argentina es mayor. En 2007, el mercado norteamericano absorbió el 7,6 por ciento de las exportaciones nacionales, un porcentaje significativo pero decreciente, pues nuevos socios comerciales, sobre todo Brasil y China, han ido ganando peso. En cuanto a las importaciones, el 14 por ciento proviene de Estados Unidos.
La relación energética es mínima. Argentina proporciona el 0,5 por ciento del consumo de petróleo norteamericano, contra el 15 por ciento aportado por Venezuela, y no puede ofrecer, como Brasil, un plan de energías alternativas. Al ser el nuestro un país pobre, pero no tanto, tampoco resulta prioritario en términos de cooperación para el desarrollo, orientada sobre todo a Centroamérica y la región andina. Y como no constituye un foco de preocupación en temas de seguridad (hace ya un tiempo que Washington se convenció de que la Triple Frontera es un lugar turbio pero inofensivo), la ayuda militar es mínima.
Las drogas no son un tema central. Aquí no se cultiva coca y las microempresas de pasta base abastecen el consumo local. Finalmente, las migraciones no preocupan: en 2007, sólo 5645 argentinos pidieron residencia legal en Estados Unidos, contra 150 mil mexicanos, 30 mil haitianos y 28 mil dominicanos.
En suma, como sostiene Roberto Russell (“Estados Unidos y Argentina: pocas expectativas”, Foreign Affairs en Español, Vol. 8 Nº 4), “el país no toca de lleno ninguno de los temas prioritarios de la agenda estadounidense para América latina”. De hecho, el último tema que realmente importaba en la discusión bilateral –los subsidios agrícolas norteamericanos– ha ido perdiendo peso al compás del aumento de los precios de los commodities.
Como toda industria ultracapitalista, Hollywood es esencialmente conservador. Aunque probablemente nunca simpatizó con Bush, recién comenzó a hacer leña cuando el árbol estaba en el suelo, astillado. Fue así como en los últimos años comenzaron a aparecer una serie de películas anti Bush de dispar calidad: El sospechoso, en la que la bella Reese Witherspoon busca desesperadamente a su esposo de origen árabe, secuestrado por la CIA; La conspiración, en la que el padre de un soldado (Tommy Lee Jones) investiga el asesinato de su hijo a su vuelta de Irak; y Leones por corderos, de Robert Redford, acerca de las dudas de la guerra y los límites del patriotismo, con la brillante actuación del más injustamente subvalorado actor de Hollywood (Tom Cruise).
Entre todas estas películas, la que merece un comentario es Juego de poder, en la que Tom Hanks interpreta a Charlie Wilson, el congresista estadounidense que armó la contraofensiva americana en Afganistán tras la invasión rusa de 1980, que funciona como una lectura a destiempo de las aventuras actuales en Medio Oriente. Tras haber conseguido un presupuesto cada vez más amplio para financiar a los talibán en su lucha contra los rusos, Charlie Wilson se encuentra mendigando ante los mismos legisladores que antes habilitaron decenas de millones de dólares unos pocos fondos para reconstruir las escuelas y hospitales devastados. Allí, en el Congreso, se queja de que Estados Unidos siempre hace lo mismo: lanza una guerra, la gana y luego deja al país librado a su suerte.
El comentario es ingenioso pero esencialmente falso. Luego de su triunfo en la Segunda Guerra, Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, el más fabuloso programa de desarrollo de la historia, clave para la reconstrucción de Europa y la prosperidad de lo que Eric Hobsbawm define como “los años dorados del capitalismo”.
Por supuesto, esto no es lo que ocurre hoy, y si el desarrollo de Afganistán descansa en la decisión de la CIA de tolerar o administrar la única fuente productiva genuina del lugar (la heroína), y si en Irak todo gira alrededor de la extracción de petróleo, en América latina es poco lo que podemos esperar de Estados Unidos, tanto en términos económicos como políticos: quizás apenas más flexibilidad y un trato más suave. En suma, una distancia benigna, que no necesariamente debe ser vista como un problema, sino como una oportunidad que puede ser aprovechada.
Pero eso ya depende de no- sotros.
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