EL PAíS › OPINION

Cómo vivir en una democracia delegativa (y no morir en el intento)

 Por José Natanson

Con esa extraordinaria capacidad para conceptualizar algo que estaba delante de nuestros ojos y que nos costaba ver, Guillermo O’Donnell creó, en los ’90 y con la atención puesta en los gobiernos de Menem, Fujimori y Collor, la idea de “democracia delegativa”. En el blog del Club Político Argentino (http://clubpoliticoargentino.blogspot.com), O’Donnell publicó recientemente un texto (“Revisando la democracia delegativa”) en el que actualiza su clásica definición a la luz de las gestiones de Kirchner, Chávez y Uribe. Vale la pena tomarlo como punto de partida para un análisis de la Argentina de hoy.

Definición

Resumo brevemente la idea. La democracia delegativa es democrática porque tiene legitimidad de origen, es decir, se trata de gobiernos que surgen de elecciones limpias y competitivas. Y es democrática porque se mantienen vigentes ciertas libertades políticas básicas, como las de expresión, reunión, prensa y asociación (aunque en algunos casos amenazadas). Sin embargo, es una democracia menos liberal y republicana que la democracia representativa, ya que tiende a no reconocer los límites constitucionales y legales de los poderes del Estado.

La concepción básica es que la elección da al presidente el derecho, y la obligación, de tomar las decisiones que mejor le parecen para el país, sujeto sólo al resultado de futuras elecciones. La consecuencia de esta autoconcepción es considerar un estorbo la “interferencia” de las instituciones de control sobre el Poder Ejecutivo, incluyendo a los otros dos grandes poderes del Estado (Legislativo y Judicial), así como las diversas instituciones de accountability horizontal (auditorías, fiscalías, etc.). Esto lleva, a la larga, a esfuerzos por anular esos controles.

En este tipo de democracias, las políticas públicas suelen implementarse de manera abrupta e inconsulta. Por supuesto, el Gobierno debe inevitablemente enfrentar diversas relaciones fácticas de poder, pero esos encuentros suelen realizarse mediante relaciones nula o escasamente mediadas institucionalmente. El Presidente se considera la encarnación, o al menos el más autorizado intérprete, de los grandes intereses de la nación. En consecuencia, se siente por encima de las diversas partes de la sociedad (incluyendo a los partidos) y no cree necesario rendir cuentas, salvo en las elecciones.

En la segunda parte de su artículo, O’Donnell traza una “evolución típica” de las democracias delegativas. En general, dice, son producto de graves crisis. Sus líderes emprenden una gran causa, la salvación de la patria, y en la medida en que superan (o alivian significativamente) la crisis logran amplios apoyos. En ésos, sus momentos de gloria, pueden decidir como mejor les parece, y el fuerte respaldo popular les demuestra que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Aupados en sus éxitos, los líderes avanzan entonces en su propósito de doblegar a las instituciones de control mediante la concesión de poderes extraordinarios (leyes de emergencia económica, superpoderes) y el abuso de instrumentos de legislación ejecutiva (decretos).

O’Donnell sostiene que, en las democracias delegativas, los presidentes siguen viviendo constantemente de la crisis que les dio origen. Incluso cuando la sensación de crisis ha disminuido, intentan reavivarla, con la advertencia de que si se abandona el camino que proponen ella resurgirá, renovada. El problema es que, una vez que los peores aspectos de la crisis han pasado, aparecen viejos y nuevos problemas, casi siempre de resolución mucho más compleja que los anteriores. Esto requiere políticas estatales complejas, para lo cual es importante contar con instancias de consulta e intermediación. Pero este camino se obstruye, en parte porque el Presidente se ha encargado de corroer esas instituciones y en parte también por un conocido problema psicológico: ser víctima del propio éxito. El líder se aferra a seguir haciendo lo mismo que hasta no hace tanto tiempo funcionaba razonablemente bien. De esta manera, en su negativa a convocar a auténticos aliados e interlocutores, el líder se va encerrando en un grupo de colaboradores cada vez más estrecho. El líder delegativo es un líder solitario.

Aquí y ahora

Como habrá advertido el lector, la definición de O’Donnell tiene un alto poder descriptivo y se ajusta bastante bien a la evolución de diferentes gobiernos de la región, incluyendo desde luego al de los Kirchner. Dicho esto, vale la pena señalar algunos puntos que no forman parte del análisis, no para cuestionar el concepto, que es excelente, sino para completarlo, y quizá para encajar en él algunos de los sucesos de las últimas semanas.

En primer lugar, el foco analítico de O’ Donnell se detiene casi exclusivamente en el Gobierno, sin ocuparse de la oposición. Esto es lógico, pues el objetivo del texto es describir un tipo de democracia definido básicamente a partir de una forma de gobernar, pero también deja algo afuera. En efecto, si uno revisa la experiencia latinoamericana reciente es fácil descubrir que los comportamientos anti-republicanos no provienen sólo del oficialismo sino también –y en algunos casos sobre todo– de la oposición.

Veamos el caso venezolano. En el 2004, tras insistir en la convocatoria a un referéndum revocatorio para lograr la salida de Hugo Chávez del poder, la oposición se negó a reconocer su abrumadora derrota (casi 20 puntos de diferencia), pese a que entidades insospechadas de chavismo, como la OEA y el Centro Carter, habían confirmado la transparencia de los comicios. Después, ante un previsible triunfo oficialista, la misma oposición decidió no presentarse a las elecciones legislativas del 2005, con la intención de restarle legitimidad internacional al gobierno (aunque el único resultado del desvarío fue una Asamblea Legislativa homogéneamente chavista).

Pero el anti-republicanismo opositor también se consigue en Argentina. El comportamiento de la oposición en las últimas semanas ha dejado claro que el Gobierno no es el único dispuesto a imponer la fuerza del número por sobre las normas y las reglas institucionales: la decisión de los bloques opositores de apropiarse de la mayoría en todas las comisiones del Senado sin respetar la proporcionalidad de las bancadas es un buen ejemplo. Yendo un poco más atrás, recordemos las declaraciones de Elisa Carrió acerca del triunfo supuestamente fraudulento de Cristina en las presidenciales del 2007 (a pesar de que la diferencia fue de más de 20 puntos), el doble rol de Julio Cobos como vicepresidente y candidato opositor, y las frecuentes comparaciones del Gobierno con totalitarismos nazis o comunistas.

Con estos pocos ejemplos pretendo argumentar que la democracia delegativa implica una degradación del régimen democrático, plagada de comportamientos anti-republicanos y anti-institucionales, coprotagonizada por los partidos opositores (y también, o sobre todo, por los poderes fácticos: piénsese si no en el lockout agropecuario del 2008 en Argentina, o en la huelga petrolera venezolana del 2002). Desde luego, la mayor responsabilidad le cabe al Gobierno, que es el que maneja los principales resortes de poder, pero también la oposición echa fuego a la hoguera. Es toda la arena política, y no sólo la oficial, la que está degradada.

Otro aspecto a señalar, más difícil de definir pero que vale la pena considerar, es el de la orientación programática que se aplica mediante mecanismos delegativos. Como señala en su artículo, O’Donnell concibió la democracia delegativa en el auge de las gestiones neoliberales de los ’90. Al aplicar la idea a los gobiernos de hoy, sería interesante pensar cómo se redefine el concepto en función del tipo de reforma –para simplificar: neoliberal o estatista– que se emprende. Evidentemente, el giro programático-ideológico genera adversarios diferentes, que a su vez inciden en el tipo de instrumento utilizado. El argumento de Menem y Cía. era que la concentración de poder era necesaria para torcer el brazo a quienes resistían las reformas neoliberales, como los sindicatos o la burocracia estatal; hoy, en cambio, se asegura que los decretos de necesidad y urgencia son imprescindibles para evitar el bloqueo del poder financiero o los grandes medios. Sin caer en argumentos falaces (la idea de que los superpoderes son malos si se usan para recortar jubilaciones y buenos si sirven para ampliar la obra pública), sería interesante preguntarse qué tipo de mecanismos delegativos se definen en cada momento, y cómo se utilizan.

Gobernabilidad

El penúltimo capítulo del conflicto político criollo comenzó con una clásica escena de democracia delegativa: la decisión de Cristina Kirchner de abrir las sesiones del Congreso anunciando un decreto de necesidad y urgencia para disponer el pago de la deuda con reservas. A ello le siguió la movida opositora en las comisiones del Senado, incluyendo la estratégica comisión de revisión de los DNU. Ese mismo día, la Comisión de Acuerdos emitía un dictamen por el cual rechazaba el pliego de Mercedes Marcó del Pont sin escucharla, cosa que finalmente sucedió la semana siguiente (aunque se mantuvo el rechazo). Hubo, en el medio, quitas mutuas de quórum, presentaciones judiciales –la última de las cuales derivó en un fallo a favor del oficialismo– y amenazas cruzadas: coparticipar el impuesto al cheque, vetos, etc.

El escenario político es complejo: por un lado, un oficialismo cohesionado, con un liderazgo claro y un proyecto, pero minoritario (una “minoría intensa”); por otro, una oposición cuantitativamente más amplia pero atomizada y en disputa (una “mayoría invertebrada”).

En este contexto, el riesgo de parálisis aumenta. ¿Cómo superarlo? Una posibilidad es la búsqueda de algún tipo de articulación, así sea elemental, entre oficialismo y oposición. Pero eso resulta difícil en contextos de democracia delegativa, en donde las tentaciones mayoritaristas, del ganador se queda todo, son altas.

La otra opción es que alguno de los dos bandos logre sacar ventaja y consiga ya no construir una nueva hegemonía (para eso habrá que esperar al 2011) sino al menos instalar una perspectiva de futuro. El problema es que ambos parecen incapaces de hacer lo que se espera de ellos. La oposición, teatro de egos en pugna, no logra articular un proyecto político coherente, ni siquiera definir una estrategia mínimamente unificada. Sus posibles puntos de acuerdo (comisiones en el Senado, reforma del Consejo de la Magistratura, coparticipación total del impuesto al cheque) giran exclusivamente en torno de una sola idea: arrebatarle resortes de poder al Ejecutivo. No hay en ellos temas sustantivos (la única excepción, en veremos, podría ser la reconstrucción del Indec).

El Gobierno, en cambio, ha demostrado voluntad y astucia para impulsar medidas de fuerte contenido programático reformador –las últimas: la nacionalización de las AFJP, la ley de medios y la asignación universal–, pero no logra articular una coalición estable que las respalde, por lo que ha tenido que recurrir a alianzas transitorias de geometría variable. Por supuesto, no se trata de que Cristina aparezca en la televisión y muestre a la población un listado de los senadores y diputados que la apoyan, sino de que el Gobierno sugiriera un arco de alianzas –por ejemplo, ¿cómo compensar el voto perdido de los radicales K?– y los temas a partir de los cuales se constituirán. En suma, formular la ecuación de gobernabilidad con la cual piensa sustentar los dos años, difíciles, que aún le restan de gestión.

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Imagen: DyN
 
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