Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
EL PAíS › VIVENCIAS DE QUIENES JUZGAN A LOS REPRESORES
Cuatro jueces, dos fiscales y una defensora oficial relataron sus experiencias a Página/12. Contaron cómo viven los procesos en los que escuchan los horrores de la dictadura y deben tratar con las víctimas y los imputados.
Por Irina Hauser
Hay una imagen clásica que muestra a los jueces como personas desapegadas, que miran desde afuera, sin que nada pueda afectarlas. Los juicios por crímenes de la última dictadura han empezado a desarmar ese mito y a romper ciertos cánones habituales para los magistrados. Quienes ingresaron hace casi veinte años a los primeros tribunales orales, se proyectaban juzgando robos, homicidios pasionales, ajustes de cuentas, abusos, narcotráfico, quizá corrupción. Enjuiciar a los represores los ubica ahora en una nueva frecuencia. La reconstrucción del terrorismo de Estado excede la cuota de dramatismo de cualquier expediente, no sólo por su magnitud y por las experiencias dolorosas que la atraviesan, sino porque transporta inevitablemente a los jueces a su propio pasado, como sea que les tocó vivirlo, y los pone a crear un nuevo pedazo de la historia. En esa madeja quedan expuestos como seres humanos. Que un día sienten necesidad de ir al psicólogo porque no dan más; o que lo abandonan porque no consigue ayudarlos; que hacen equilibrio entre contener a las víctimas y mirar a la cara a los imputados; que sueñan con ellos; que a veces sienten un temor impreciso; o satisfacción por juzgar a los militares con garantías que ellos arrebataron; o que de pronto tienen que denunciar al colega de al lado, porque todo conduce a su complicidad con el poder dictatorial.
¿Cómo sobrellevan los relatos de lo ocurrido en los centros clandestinos, de la búsqueda de los desaparecidos y de los jóvenes apropiados? ¿Es lo mismo que juzgar delitos comunes? ¿Qué les representa? ¿Se puede separar la emoción de la aplicación de la ley? ¿Cuánto pesa el miedo? ¿Y el pasado personal o la ideología? ¿Qué sienten al denunciar a un par? Son algunos de los interrogantes que cuatro jueces, dos fiscales y una defensora oficial aceptaron contestar a Página/12.
Lucila Larrandart, jueza del Tribunal Oral Federal N0 1 de San Martín, veía “imposible” en 1993, cuando volvió a la Justicia tras su expulsión en 1976, que “con la vigencia de las leyes de punto final y obediencia debida, y luego de tanto tiempo, alguien pensara en la memoria, la verdad y la justicia”. El año pasado presidió el juicio que terminó en la condena de Luis Abelardo Patti a prisión perpetua por el asesinato de Gastón Gonçalves y los secuestros y torturas a otros seis militantes del PJ de Escobar. “Estamos juzgando los hechos más graves que se cometieron en Argentina. Como en todo juicio oral, uno puede ver el drama en forma directa, la diferencia es que en estos casos el dramatismo se profundiza por el tiempo que (las víctimas y familiares) tuvieron que esperar para contarlo. El dolor de esa espera de 35 años conmueve”, reflexiona.
“Uno como juez trata de resguardar la parte emocional y llegar a una sentencia justa, eso es posible”, dice Larrandart, habituada a rechazar (con respaldo de sus superiores) las recusaciones con que la chicanean los represores por haber trabajado con organismos de derechos humanos en las primeras denuncias sobre el terrorismo de Estado. El valor agregado que advierte en los juicios de derechos humanos es que “uno les puede demostrar a los procesados cómo se puede hacer un juicio con todas las garantías para ellos; es como ponerles el otro ejemplo, y que tengan que oír los testimonios de las víctimas y los familiares, a quienes nunca oyeron”.
A María Roqueta, presidenta del Tribunal Oral Federal N0 6 (TOF6), a cargo del juicio sobre apropiación de hijos de desaparecidos, se le viene a la mente el día que pasaron en la sala la grabación de un llamado telefónico de Cecilia Viñas a sus padres desde el lugar donde seguía cautiva, aún en los primeros días del gobierno de Raúl Alfonsín. Habían pasado siete años desde su secuestro, embarazada de cinco meses. Decía que los guardias de la noche eran “buenos” y la dejaban hablar. Preguntaba por su hijo y su mamá le pedía perdón por decirle “la verdad”: que se lo habían robado. “Ahora estamos otra vez lejos, mamá”, sollozaba Cecilia, que continúa desaparecida mientras que su hijo fue restituido en 1999. La presencia de esa voz dejó sin aliento a todos los que escuchaban. Fiscales, jueces, defensores, público. Nadie podía seguir. Alguno apoyaba los dedos debajo de los ojos para atajar las lágrimas. Roqueta interrumpió la audiencia. Como hace otras tantas veces, cuando alguien, incluso los jueces, se angustia en medio de una declaración. Son situaciones, sugiere, en que no hay psicoanálisis que alcance.
“Es absurdo pensar que no nos pasa nada, somos personas, nos conmovemos. Estos son juicios muy tristes, pero llevarlos adelante es la función de los jueces penales. Esto incluye estar muy atentos a cómo está quien declara y saber cortar cuando es necesario para evitar que se sienta mal. No sólo me refiero a las víctimas o familiares sino a los imputados”, dice, y pone como ejemplo el llanto del médico de la maternidad de la ESMA, Jorge Luis Magna-cco, en medio de su indagatoria. Llega un momento, cuenta Roqueta, que se perciben los mínimos detalles. Las manos calientes de las abuelas de Plaza de Mayo al saludar. Las manos frías, nerviosas, de los nietos que cargan con las contradicciones de conocer su identidad. La entereza de ciertos testigos, que anuncia que están próximos a quebrarse. La mirada esquiva, o fija, de los procesados. El que toma nota sin parar. El que se adormece.
“El juez provoca muchas cosas, te aman o te odian”, dirá Roqueta. Dos sentimientos extremos que los jóvenes apropiados también experimentan hacia quienes los criaron en la mentira. Como se vio con Alejandro Sandoval, que en el juicio a su apropiador, el gendarme Víctor Rei, declaró a su favor, lo abrazó tras la indagatoria e insultaba en la sala, sin contar su resistencia al examen genético. Sin embargo, hizo un vuelco, se aferró y abrazó a su familia biológica y se disculpó con el tribunal. “Lo importante es que al llegar los alegatos podamos despojarnos internamente de opinión y las ideas políticas para trabajar profesionalmente sobre la prueba. Es la difícil tarea del juez: estar en el término medio. Pero es algo factible”, sostiene Roqueta, jueza desde 1993 tras un paso por la gobernación de Antonio Cafiero y la Secretaría de la Presidencia.
“Con honestidad, estos juicios me mostraron aspectos de la historia reciente que no conocía bien, contra lo que creía, y me llevaron a darle relevancia al Juicio a las Juntas.” La pequeña confesión viene de Jorge Gorini, uno de los jueces más jóvenes con sus 45 años (pero con más de veinte en Tribunales), a cuento de su participación en los juicios por los crímenes en El Vesubio y los del Hospital Posadas. A Gorini lo estremecieron los relatos sobre la tortura con picana, las violaciones a las mujeres, incluso las embarazadas, y recuerda en especial a Ana María Di Salvo, quien llevaba una bufanda que le había tejido con los dedos Marta Brea, su compañera de cautiverio. Había ido a declarar enferma y falleció poco después. “La carga emotiva es ineludible. Si uno no puede distanciarse y fallar conforme a derecho, debe autoapartarse”, dice.
Según el juez Carlos Rozanski, del Tribunal Oral Federal N0 1 de La Plata, igualar la “emoción” con la falta de objetividad es un viejo dogma judicial. “Nadie puede desafectarse de su sensibilidad. El juez mira lo que le ponen delante, se le reconstruye una escena de la que no participó. Si se despoja de sensibilidad, su análisis va a ser más riesgoso al ceñirse sólo a la letra de la norma. Como pasó en La Pampa con la figura del avenimiento: los jueces permitieron a la víctima casarse con el victimario y le dieron así el arma para matarla”, grafica. “En las juicios por crímenes de lesa humanidad lo que está en juego se potencia por afectar a la humanidad entera. Hay que ubicarse con toda la sensibilidad, hasta cuando alguien describe los olores (de su lugar detención, por ejemplo)”, dice.
Rozanski integra el tribunal que condenó al ex comisario Miguel Etchecolatz en el primer juicio por crímenes de la dictadura después de 25 años, durante el cual desapareció el testigo Julio López. “Para mí era impensable la desaparición de un testigo. López había estado ahí adelante, relatando su tragedia. El miedo posterior fue inevitable. Lo importante es que el miedo no paralice, como buscaba el terrorismo de Estado”, señala el magistrado. La desaparición de López obligó a modificar el trato, la contención y protección –física y psicológica– hacia las víctimas y testigos, aunque algunos jueces aún ofrecen resistencias. “Yo empiezo por recibirlos en mi despacho y prepararles café”, dice el juez.
Rozanski y Roqueta tuvieron que afrontar un mismo test de independencia, al detectar la posible complicidad de sus pares con la dictadura. El, en el juicio de la Unidad 9, denunció a 14 jueces y fiscales, entre ellos Federico Nieva Woodgate. Ella, en el de robo de bebés, denunció al ex juez de Casación Gustavo Mitchell por su posibles lazos con la entrega en adopción de hijos de desaparecidos, y al ex fiscal Juan Martín Romero Victorica, porque la nieta recuperada Victoria Montenegro dijo que le anticipaba información judicial a su apropiador. En el propio TOF6 quedó uno de sus miembros apartado, José Martínez Sobrino, secretario del juzgado de Mitchell en los setenta. “Ante la menor duda, hay que mandar investigar, uno no puede desentenderse”, dice Roqueta. “No es grato denunciar a colegas, pero es necesario. Hoy vemos que ciertos procesos históricos no podrían haber sucedido sin el permiso o la participación de una parte de la sociedad (civil)”, analiza Rozanski. “Como jueces, si tomamos partido es por la verdad, no para favorecer a nadie. La prueba de la reparación que puede producir una sentencia es que venga una madre, como me pasó, y te diga que se le fue ese dolor que llevó en el pecho durante treinta años.”
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