Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Washington Uranga
Cuando, en general, se le formula a alguna autoridad eclesiástica católica la pregunta acerca de quién puede ser aquel que resulte designado nuevo Papa para suceder al renunciante Benedicto XVI, las respuestas suelen ser esquivas, genéricas o de corte místico. En este último caso la alusión más frecuente apunta a poner todo “en manos del Espíritu Santo”.
Sin embargo, el Espíritu Santo no vota. O por lo menos no está así considerado en el derecho canónico, el documento que rige constitucionalmente a la Iglesia Católica Romana. Sin ningún afán ni pretensión de negar el sentido espiritual que con justa razón los católicos le otorgan a la elección del pontífice, no sobra decir que quienes se reunirán en cónclave y quienes ejercerán el voto para la designación del Papa son en concreto 118 cardenales provenientes de Europa (62), América del Norte (14), América latina (19), Africa (11), Asia (11) y Oceanía (1). Respetando el sentido místico y religioso que la Iglesia le quiere otorgar a la elección del obispo de Roma y máxima autoridad eclesiástica universal, hay que comenzar reconociendo que la distribución territorial y geopolítica de quienes están habilitados para votar dista mucho de una representación que siquiera se asemeje al mapa de los católicos en el mundo. Basta con observar que 62 de los votantes –casi la mitad– provienen de Europa, donde hoy sólo habita el 24 por ciento de los católicos del mundo. Y que América latina, donde vive el 40 por ciento de los católicos, sólo tiene 19 cardenales electores, apenas por debajo en número de los 14 cardenales de América del Norte (11 de Estados Unidos), cuando esa parte del mundo representa el 24 por ciento del catolicismo. Los votantes provienen de 48 países y si bien está claro que no representan a sus naciones, sino a sus iglesias, no es fácilmente separable una condición de la otra.
La vieja Europa, que otrora fue católica y que ya no lo es tanto, sigue manteniendo un peso relativo en la elección muy por encima de lo que esas iglesias significan en el escenario del catolicismo mundial. Eso sin contar a la muy católica Italia: 28 cardenales electores.
Partiendo de la base de que, como señala la Iglesia, el Espíritu Santo está presente y obrante en este proceso de elección, no menos cierto el mismo magisterio católico sostiene que el Espíritu obra a través de los hombres, en este caso los cardenales, pero no sólo a través de ellos, y a la vista está que en su conformación el cónclave expresa una posición dominante del Primer Mundo y un poder relativo y disminuido de los países del Sur, incluso teniendo en cuenta el número de fieles católicos.
Los cardenales que provienen del Norte están marcados por su historia, su cultura, sus tradiciones y también el ambiente histórico-político y en el que viven. Y no por presunta mala intención, sino por una cuestión lógica y evidente buscarán a un Papa que pueda a su vez representar ese pensamiento.
Lo mismo sucede con otros aspectos. Al margen de que una mujer no puede ser electa Papa, tampoco hay una sola mujer entre los electores. ¿Puede realmente una institución conformada sólo por varones representar el sentir de las mujeres? Parece difícil, cuando no imposible.
Al margen de lo anterior es bueno recordar que, dado el sistema vigente para elección de los obispos, la jerarquía católica se autogenera a sí misma. Si bien la designación recae sobre el Papa –en última instancia– los mecanismos de consulta establecidos para la selección de candidatos al episcopado les otorgan un gran peso a los nuncios (los embajadores del Vaticano en cada país) y a las cúpulas de las conferencias episcopales. No hay consultas a los fieles, a los laicos, a las mujeres. Salvo, claro está, cuando en realidad se trata de sumar elementos para cerrarle el paso al episcopado a algún candidato no bien visto por Roma o por algún cardenal. Pero además cualquier declaración de un sacerdote que contradiga los lineamientos oficiales lo margina automáticamente de la lista de los aspirantes al episcopado. Y ni que decir de aquellos que, siendo obispos, pueden llegar al cardenalato. Si aun con el procedimiento anterior se llega a “filtrar” algún obispo “progresista” o poco funcional a la estructura, está claro que éste no llegará nunca a cardenal. Así funciona actualmente el sistema y de esta manera está formado el colegio de electores del que no debería esperarse sino que dé continuidad al mecanismo de autorreproducción que tiene actualmente la jerarquía católica. Los hoy cardenales fueron “creados” por dos papas conservadores: Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los electores van a votar por ellos mismos, y estos electores fueron generados por mecanismos de selección endógena dentro del mismo cuerpo jerárquico.
Pero además, como lo acaba de escribir la teóloga y religiosa católica Ivone Gebara, “la continua referencia al Espíritu Santo a partir de un misterioso modelo jerárquico es una forma de camuflar los verdaderos problemas de la Iglesia y una forma retórica religiosa para no revelar conflictos internos que ha vivido la institución”.
Por el contrario, para la misma Gebara “la elección de un nuevo Papa es algo que tiene que ver con el conjunto de las comunidades católicas esparcidas alrededor del mundo y no sólo con una élite de edad avanzada, minoritaria y masculina”. Sostiene que “me preocupa, una vez más, que no se discuta abiertamente el hecho de que el gobierno de la Iglesia institucional sea entregado a personas ancianas que, a pesar de sus cualidades y sabiduría, ya no son capaces de hacer frente con vigor y desenvoltura los desafíos que estas funciones demandan”. Y agrega una pregunta: “¿Hasta cuándo la gerontocracia masculina papal será como un doble de la imagen de Dios, blanco, anciano y de barbas blancas?”.
Ideas como éstas o similares son las que le valieron, al comienzo de los años ochenta, la sanción al teólogo de la liberación Leonardo Boff, entonces sacerdote franciscano, y que poco tiempo después decidiera abandonar su ministerio ordenado. El 11 de marzo de 1985 el entonces cardenal Ratzinger en su condición de prefecto (ministro) de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) le notificaba al brasileño Boff que sus afirmaciones hechas en el libro Iglesia, carisma y poder ponen “en peligro la sana doctrina de la fe”. De ahí, las sanciones y la imposición del silencio. ¿Qué denunció Boff? Una “grave patología” expresada en el “ejercicio hegemónico del poder sacro” y su “expropiación” por parte de la jerarquía que se expresa en dominación, centralización y triunfalismo. ¿Y qué propuso? Una “democratización” en el poder eclesiástico –no lejana a lo ya señalado por el Concilio Vaticano II– para lograr una mayor participación de toda la feligresía (Pueblo de Dios) en las decisiones. A Boff se le impidió enseñar y abandonó el sacerdocio. Pero como él bien dice: “Yo nunca dejé la Iglesia. Dejé una función dentro de ella, que es la de ser sacerdote”. Y aclara: “Quien entiende la lógica de un sistema cerrado y autoritario, poco abierto al mundo, que no cultiva el diálogo y el intercambio sabe que si alguien como yo no se alinea plenamente a tal sistema será vigilado, controlado y eventualmente castigado. Es similar al sistema de seguridad nacional que hemos conocido en América latina bajo los regímenes militares”.
También por eso Boff opina que “el perfil del nuevo Papa no debe ser el de un hombre de poder, ni de un hombre de la institución” porque “donde hay poder no existe amor y la misericordia desaparece”. Debería ser, dice el teólogo, “un pastor, cercano a los fieles y a todos los seres humanos, independientemente de su situación moral, política y étnica”. Y agrega más elementos a su perfil: “No debería ser un hombre de Occidente que ahora se ve como un accidente de la historia, sino un hombre del vasto mundo globalizado que sienta pasión por los pobres y el grito de sufrimiento de la Tierra devastada por la avaricia consumista. No debería ser un hombre de certezas, sino alguien que animase a todos a buscar los mejores caminos”.
En este pensamiento ni Gebara ni Boff están solos. Queda demostrado por la cantidad de seguidores y discípulos. Pero está comprobado que entre tales no se cuenta ninguno de los cardenales electores que usarán sus propios criterios, sus certezas sobre el mundo, la sociedad y la Iglesia para elegir al sucesor de Benedicto XVI. Y, por supuesto, adjudicarán sus propios actos y decisiones a la actuación del Espíritu Santo.
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