Domingo, 22 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Michelle Bachelet fue reelegida presidenta de Chile, por goleada. Consigue lo que su compañero y predecesor socialista, Ricardo Lagos, decidió no buscar. Y lo que procuró sin éxito su aliado democristiano Eduardo Frei, que fue vencido por el actual mandatario de derecha Sebastián Piñera.
Es una señal firme de liderazgo personal, máxime en un sistema que prohíbe la reelección inmediata. No es fácil reemplazar a los líderes, por templados que sean sus sistemas y sociedades. Tal vez el ex mandatario uruguayo Tabaré Vázquez confirme esta observación en Uruguay si regresa tras el mandato de su compañero José Mujica.
Piñera mantuvo bien la macroeconomía y obtuvo interesantes cifras de crecimiento económico. Pero fue refractario y hasta impiadoso para atender a demandas sociales, en especial las ligadas a la educación, el sistema jubilatorio y la participación ciudadana.
Los dos presidentes dialogaron inmediatamente después de conocerse el veredicto popular y se reunieron al día siguiente. Se los mostró en vivo por la tele, con imagen dividida. Estaban acodados a una mesa ya que se comunicaron mediante teléfonos fijos. Por ese arcaísmo, la escena evocaba a las películas de los cincuenta o los sesenta. Más allá de ese detalle, los coloquios subrayan (y hasta sobreactúan, lo que no siempre está mal en comunicación de masas) la tolerancia y el buen trato de que hace gala la clase política chilena. Es un mensaje edificante, que debe completarse con el discurso de la derecha chilena en campaña y después de la votación. Abundó en diatribas contra Bachelet a la que llegó a tildar de “chavista”. La intransigencia es notable, apenas menor a la falta de perspicacia y de medida.
Ya que estamos: el uso y abuso del adjetivo “chavista” subraya, por contraste, la magnitud del fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, un líder diferente de un país muy distinto, de proyección continental. Su desaparición tuvo y tendrá un impacto tremendo en la política regional, cuya magnitud se irá midiendo y seguramente padeciendo a medida que pasen los años.
Pero volvamos a Chile, mirada desde acá.
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Bachelet llega con un mensaje y banderas distintas, más radicales que la tradición de su fuerza y que las acciones en su mandato anterior. Reformuló la coalición que encabeza, sumando partidos de izquierda y cobijando a emergentes de los movimientos sociales. Atendió (y dijo que va a honrar) a los reclamos “de la calle”. Se comprometió a cambiar la Constitución, impuesta por el pinochetismo, a reformar la educación y el sistema impositivo.
El cronista es reacio a formular predicciones sobre la Argentina, menos lo hará sobre Chile. Lo cierto es que esas son las promesas de la mandataria, que incluyen un viraje más democrático y participativo.
Hay en el repertorio político chileno ofertas situadas a la izquierda de la presidenta que vuelve. Pero lo cierto es que el presidente que la relevó y la candidata que la enfrentó están marcadamente a su derecha. Triunfó, entonces, la mejor propuesta dentro de lo que son las alternativas más votadas. Lo mejor, no medido en la pureza de los laboratorios sino dentro de lo real disponible.
La victoria de Bachelet, más allá de lo que depare su gobierno, confirma que la política regional es la más vivaz del planeta, en esta etapa.
Para los países del vecindario, incluyendo la Argentina, es una buena nueva. Para el kirchnerismo, el retorno de una aliada que tiene buena empatía con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Distintas son sus culturas políticas, sus lecturas de la realidad, los intereses de sus naciones no siempre coinciden o son compatibles... pero los gobernantes saben que sus pares son superiores a sus competidores. Y están habituados a manejarse con lo que hay, no con hipótesis o fantasías.
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Chile supera en algunos indicadores a la Argentina y está muy por detrás en los índices que miden la igualdad o en la equidad de su sistema educativo. Los derechos laborales, los niveles de sindicalización, la igualdad para educarse también son muy dispares. Las historias son distintas, el peso relativo de los herederos de la dictadura abismalmente diferente. Cada país es un mundo, aunque se comparta en trazos gruesos un destino común.
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Hubo alta abstención electoral, en buena medida promovida por el gobierno de Piñera, que embretó la emisión del voto y lo prohibió para la muchedumbre de chilenos que viven fuera de sus fronteras. Bachelet prometió reparar esas injusticias.
El sufragio universal y obligatorio es una añeja conquista de los argentinos. De vez en cuando hay quien clama por abolirlo o empiojarlo, como se hizo en Chile. Los que lo hacen tienen sus razones: la institución defiende los derechos de los sectores más humildes. El voto voluntario es clasista y antipopular en los hechos. No se equivocan quienes lo promueven: son coherentes con los intereses que defienden.
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