EL PAíS › OPINION

¿Por qué linchamos?

 Por José Natanson *

La acción colectiva tiene una lógica diferente a la acción individual. De los actos de masas a las movilizaciones bélicas, de las protestas sociales a las huelgas, la experiencia demuestra que cuando somos muchos nos comportamos de manera diferente que cuando estamos solos. Y esto vale también para los actos de transgresión generados desde abajo, que pueden ir desde rituales institucionalizados como el Carnaval o –atención ex alumnos– la vuelta olímpica, a diferentes episodios de violencia más o menos espontánea, dentro de los cuales los linchamientos conforman un subtipo especial: aunque su origen puede rastrearse al principio de la historia, la conceptualización actual aparece en 1778 en Virginia, Estados Unidos, cuando el rico plantador Charles Lynch lideró el asesinato colectivo de un grupo de detenidos que habían sido absueltos por los tribunales de la acusación de conspirar contra las fuerzas independentistas. Rápidamente popularizada, la expresión comenzó a utilizarse para definir las masacres de negros por turbas de blancos enardecidos durante la Guerra de Secesión.

América latina arrastra su propia historia de linchamientos, sobre todo en los países de fuerte población indígena que ha sido víctima de matanzas colectivas, como sucede en el sur de México, Bolivia y sobre todo Guatemala, pero también en estados más modernos como Brasil, en este caso también con un fuerte contenido racial. Los especialistas suelen clasificar los linchamientos de acuerdo con su grado de coordinación y ritualización, entre los cuales el más alto es el “linchamiento institucionalizado” a través de su concreción en un espacio público predeterminado, típicamente la plaza del pueblo y a veces incluso con las campanas de la iglesia sonando para convocar a la muchedumbre. Su sentido, como todo acto social, es múltiple: los linchamientos pueden funcionar con una reafirmación de identidad, como el intento de construir un orden social diferente o resistir la imposición de una norma (occidental, colonialista o antirracista). Pueden ser una forma de retener la violencia punitiva por parte de grupos étnica o culturalmente diferenciados de quienes ejercen el control del Estado. Pero en el fondo, como señaló Sol Prieto en una nota publicada en la web de Télam, cumplen una función común: establecer un límite, una frontera que separa a quienes están adentro de la sociedad o la comunidad de aquellos que deberían permanecer afuera.

Y así como apuntan siempre al objetivo de demarcar un límite, los linchamientos se producen también en contextos similares, caracterizados por cambios profundos que alteran súbitamente la vida cotidiana de las personas. Carlos M. Vilas (Linchamientos en América Latina: hipótesis de explicación) sostiene que los linchamientos se multiplican en entornos sacudidos por transformaciones a gran escala –desde guerras civiles a reformas socioeconómicas– contra los cuales las personas sienten que no pueden hacer nada. En su análisis de la América latina reciente, Vilas comprueba el incremento de los linchamientos en aquellos países en los que las reformas de los ’90 llevaron al desmantelamiento de instrumentos de política pública que garantizaban niveles mínimos de contención social: el linchamiento específicamente neoliberal.

En Acciones colectivas de violencia punitiva en la Argentina reciente, Leandro Ignacio González, Juan Iván Ladeuix y Gabriela Ferreyra confirman esta apreciación: contaron 98 casos de lo que llaman “violencia punitiva” entre 1997 y 2008, con un aumento especialmente notable a partir de la crisis del 2001. La investigación confirma la idea de que, lejos de tratarse de una explosión de los últimos días, estamos ante una tendencia más profunda, que, por otra parte, tiene su color local: los linchamientos argentinos son en general urbanos, espontáneos y escasamente organizados, se concentran casi siempre en los barrios más pobres y tienden a tener desenlaces menos cruentos que los de otros países latinoamericanos.

Su disparador es, por supuesto, la inseguridad, que también tiene sus particularidades. Como desde fines del siglo XIX el Estado argentino controla la totalidad del territorio, como no existe una tradición mafiosa arraigada y como la penetración del narcotráfico es relativamente acotada, la percepción de inseguridad la asocia aquí no a las grandes bandas organizadas ni a los traficantes a gran escala ni a la desprotección de las zonas rurales aisladas, sino al delincuente suburbano aficionado, lo que Gabriel Kessler define como “delito amateur”, identificado en el imaginario social como un varón joven perteneciente a los sectores populares: ése es el sujeto de nuestros linchamientos.

Desde un punto de vista más general, en Argentina o en cualquier parte, el linchamiento entraña siempre una desproporción entre el delito cometido –o supuestamente cometido– y el castigo impuesto por la turba. Como explica el sociólogo ecuatoriano Alfredo Santillán, el linchamiento no es una respuesta a un crimen determinado, sino que funciona como una suerte de “pena acumulativa” que recupera una memoria activa de todos los delitos, reales o imaginarios, de todas las ofensas y de todos los males sufridos por la multitud que apalea y se ensaña. Sin caer en las consignas fáciles de la psicología social, no es difícil descubrir en el linchamiento una dimensión sacrificial que convierte al linchado en una doble víctima: es una víctima directa de un delito penal determinado (por ejemplo, homicidio calificado) y también es víctima de la función social que se le asigna, que es la de expirar con el dolor de su cuerpo las angustias sociales acumuladas. De hecho, la investigación sobre Argentina señala que en la mayoría de los casos los supuestos delincuentes viven en el mismo lugar en donde se produjo el crimen, lo que configuraría una infracción a dos puntas: la legal y la que deriva que romper el código de autoprotección barrial. En este sentido, el linchamiento opera como una forma de reconstituir un espíritu de comunidad agraviado, que es lo que explica por qué, una vez finalizado, la vida cotidiana recupera su normalidad con una rapidez asombrosa, como si nada hubiera pasado.

Considerar estos aspectos tal vez permita salir del debate simplificado que con escasas excepciones se ha venido instalando en los medios audiovisuales. Y quizás ayude a poner en cuestión algunas ideas muy extendidas, como aquella que indica que los linchamientos son un resultado automático de la “ausencia del Estado”. Al margen del debate acerca de las responsabilidades (¿puede decir alegremente Hermes Binner que la causa de los linchamientos es la inseguridad, cuando varios casos se produjeron en un territorio que él y su partido gobiernan desde hace años? ¿Puede hacerlo Mauricio Macri?), no queda claro a qué tipo de Estado se refiere la voz de alerta. Como se preguntan los editores del blog Artepolítica, ¿más Estado significa más policías? ¿Más trabajadoras sociales? ¿Más maestros?

Pero conviene ser cuidadosos. Esto no significa que Argentina no padezca un déficit de Estado o, mejor dicho, de estatalidad, en el sentido de las capacidades efectivas del Estado: del Leviatán para acá sabemos que la eficacia del Estado no reside tanto en la extensión de su aparato (más policías, más cámaras de seguridad) como en el efecto civilizatorio que produce en la sociedad su mera amenaza (más Gerardos Romanos). Esteban de Gori escribió que lo que los escraches ponen en duda es la creencia en la reparación simbólica que el Estado realiza cuando hace justicia. “El problema –afirma– no se reduce a los años de las penas, sino a la fortaleza o debilidad de las creencias estatales que alivian a una persona que ha sido agredida o robada.”

En muchos aspectos, el Estado ha mejorado: en estos 30 años de democracia se produjeron avances notables en materia de afianzamiento del Estado de Derecho, aceptación del pluralismo y repudio a la violencia. En el camino, sin embargo, fueron apareciendo nuevos problemas que lo desafían, entre los cuales sobresale el de la seguridad pública (para no entrar en debates acerca de si se trata de una realidad o una sensación, que pueden ser útiles para los foros académicos pero que resultan totalmente inconducentes para la decisión política, recurramos al clásico Teorema de Thomas: si la sociedad define una situación como real, entonces es real en sus consecuencias).

La inseguridad, que es real en sus consecuencias, está cambiando la forma en la que vivimos, en el marco de una “sociedad del riesgo”, según la famosa definición de Ulrich Beck, caracterizada por el fin de las certidumbres que organizaban la vida comunitaria, el debilitamiento de las tradiciones, una sociedad descentrada, sin referentes, en la que la autoridad es siempre cuestionada. En esta Argentina irreconocible, quizá lo más desconcertante, lo que genera la angustiosa perplejidad de estos días, sea ver cómo personas “normales” (digamos: no especialmente propensas a la violencia) caen en conductas inhumanas que en otro contexto seguramente repudiarían. Y no sucede sólo con los linchamientos: aunque en la licuadora mediática pareciera que pasó un siglo, hace menos de seis meses nos horrorizamos cuando, en ocasión de la ola de saqueos, los comerciantes denunciaban que los que arrasaban con sus negocios eran sus clientes habituales. Casi podríamos decir: los vecinos, obstinados en reescribir los límites de nuestra civilización y nuestra barbarie.

Q Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.
www.eldiplo.org

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