Domingo, 3 de agosto de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
El conflicto entre nuestro país y los fondos buitre ha ido alejándose progresivamente de su carácter judicial. La decisión de Griesa de bloquear el pago de los compromisos de Argentina con sus legítimos acreedores ha creado un laberinto jurídico de difícil solución. Nuevos actores involucrados, nuevas potenciales demandas de distintos grupos que se vieron perjudicados por la situación, una absoluta incertidumbre sobre cómo piensa el anciano juez continuar con esta saga, rechazos de influyentes liderazgos políticos y financieros globales, todo indica la creciente inviabilidad política del tipo de “solución” arbitrado por Griesa. De modo que la cuestión, de ahora en más, es absolutamente política.
Desde ese punto de vista, en el frente interno argentino hay una intensa puja que gira en torno de una sola cuestión: el endeudamiento externo argentino. La derecha mediático-política usa y abusa de diferentes argumentos jurídico-políticos: las deudas hay que pagarlas, el fallo judicial ya saldó la cuestión, el país debe ofrecer “seguridad jurídica” y otros de parecida consistencia. De lo que no se habla es de las consecuencias de la anhelada firma de las autoridades al pie del designio del juez neoyorquino. De modo más bien escaso y excepcional ha habido referencias a cómo podría el país encarar los efectos de un derrumbe de la renegociación de la deuda pública de 2005 y 2010: en tales casos aparece la idea de que nuestro país, ahora confiable para el mundo, se convertiría en una suerte de lugar privilegiado del planeta sobre el que lloverían dólares generosos del mundo para “invertir” en Argentina, modo eufemístico de aludir a un nuevo ciclo de megaendeudamiento externo y de sacrificio plenario de la soberanía estatal. De manera que sale a la luz, aunque sea con modesta intensidad y escasa claridad, el tipo de país que están pensando para el futuro: una nueva ola de neoliberalismo, seguramente ataviado con alguna ropa nueva. El endeudamiento gigantesco y la relación de subordinación a los organismos internacionales de crédito no son un factor secundario del proyecto neoliberal, son su núcleo esencial. Quien quiera saber las razones de nuestro desastre de 2001 haría bien en seguir esta pista.
Las cartas políticas están sobre la mesa, aunque uno de los dos polos que se enfrentan eluda sistemáticamente la discusión. El gobierno ha construido un inédito antecedente de claridad conceptual en un conflicto externo de alto riesgo, ha mostrado desde el principio los límites de la negociación: no se firmará nada que eche a perder el esfuerzo del país en los últimos años, es decir que vuelva la situación a un punto anterior al de la renegociación de la deuda, engrosada fundamentalmente entre los años 1976 y 2001, y que entró en default ese último año. Los cálculos sobre el monto por el cual podrían demandar en la Justicia los acreedores que entraron en los acuerdos, pero ninguno de ellos queda por debajo de los 200.000 millones de dólares. Hay quienes, en su argumentación sobre la conveniencia de pagar, relativizan las posibilidades de éxito de esas demandas, como si los fallos en Estados Unidos no estuvieran ilustrando de manera inmejorable el grado de imparcialidad y de equidad al que pueden llegar los estrados amigos de los especuladores.
El conflicto político se define dentro del país. Se va a volver a intentar llevarnos a la zona del rumor, de la maniobra financiera, de la siembra sistemática del terror sobre la población, de los aumentos preventivos de precio y toda la batería de estos años y de toda la historia argentina de las últimas ocho décadas. El conflicto con los fondos buitre no está cerrado. No podría cerrarse en las confusas condiciones creadas por el fallo. Existen muchos recursos posibles para salir de este original estado de cosas en que el Estado argentino paga y a los acreedores –que tienen todos los papeles en regla– no los deja cobrar el fallo de un juez. Desde las posibilidades de acuerdos entre privados o la negociación para encontrar un sitio de pago alternativo, fuera del alcance del juez Griesa (es decir de los buitres) pasando por las herramientas jurídicas de las que se dispone, componen un cuadro de fluidez y de complejidad, lejos del carácter definitivo que pretenden asignarle ciertos sectores del establishment. En el frente interno se disputa entre los temores y la incertidumbre que siembra intensamente la cadena mediática de la desestabilización y la comprensión de la situación a favor de una solución viable para nuestro país del conflicto.
Para que esa solución pueda encontrarse se necesita tiempo y también serenidad. A primera vista parece relativamente fácil la estrategia de la apuesta al “mal peor”, es decir la presión sobre el Gobierno a favor de la claudicación en la negociación y la promoción de un clima de ingobernabilidad. Sin embargo hay un problema en esa línea: es el costo de una sobreactuación del miedo y una radicalización del comportamiento antinacional, en el caso en que se encuentre un camino de solución para el país en el conflicto. Los voceros del establishment agitan el fantasma de la malvinización; se trata claramente de un intento por neutralizar el fuerte acompañamiento que hasta aquí ha tenido en la población el manejo del conflicto por parte del Gobierno, según encuestas “confiables” aún cuando sea justo el rechazo a la atribución de un rol de arbitraje en el conflicto social a las estadísticas circunstanciales difundidas por una consultora de opinión. ¿Qué quiere decir “malvinizar”? Está claro que la referencia es al uso político que hizo la dictadura de Galtieri del desembarco en Malvinas. Ahora bien, la palabra malvinizar tiene una potencia semántica irreductible a la evocación de la guerra provocada por una dictadura cívico-militar y por la decisión de los dos socios principales de la OTAN. La palabra Malvinas en la retórica de la derecha significa derrota. Y derrota acompañada de desinformación y de extorsión unanimista de la opinión pública con la utilización de slogans nacionalistas. Sin embargo la palabra Malvinas también puede tener otra interpretación dentro de otro contexto discursivo.
La demanda de los buitres convalidada por los jueces de Estados Unidos carece de toda razonabilidad: nadie puede reivindicar esa demanda y esa sentencia en términos de justicia. Acaso el fallo sea una muestra de los desvaríos a los que puede llevar la radicalización hasta las últimas consecuencias del culto liberal de los individuos y del contrato. Un fundamentalismo liberal que no se desarrolla en el siglo XVIII o XIX, en tiempos propicios a la utopía del comercio mundial libre como garante de la paz mundial, sino en el siglo XXI después de las masacres masivas de la última centuria y en medio de grandes interrogantes sobre la gobernabilidad mundial de la globalización capitalista. Para el juez no hay estados. No hay reestructuración de deuda. No hay compromisos legales asumidos por los países. Están los individuos, unos papelitos comprados a precio vil, después de un default y una renegociación abrumadoramente mayoritaria. Se falla a favor de esos individuos con bonos y en contra de un país entero y de una comunidad mundial que está expresando mayoritariamente la perplejidad.
Hasta aquí los buitres. No es tan sencilla la trama de la demanda argentina en el caso de Malvinas. Pero es igualmente evidente que el sostenimiento del statu quo en las islas no es un subproducto del derecho, de la moral o de la Justicia, sino que es la materialización de una relación de fuerzas, una pura y simple cuestión de poder. Así lo demuestra el comportamiento de británicos y estadounidenses en los foros que la ONU habilita para el tratamiento del conflicto: absoluta negación de las normas que emanan de un organismo cuyo control ejercen. Malvinas y los fondos buitres forman parte de un hilo de sentido, son dos signos diferentes que expresan el mundo en el que vivimos y nos interrogan sobre nuestro lugar en ese mundo. Esta vez, Argentina no ha invadido a nadie. No ha tratado de convencer a nadie de que “estamos ganando”, no ha inventado batallas favorables y, por sobre todo, no ha sostenido sus razones en la fuerza de las armas, sino en la de los argumentos. No hay nadie que pueda situarse en este conflicto de época sobre la base de condenar nuestro autoritarismo. Argentina no habla hoy el lenguaje irracional de las armas ni acude a misteriosos determinismos de un destino de grandeza. Habla un lenguaje mucho más simple. Dice que quiere pagar sus compromisos, aún cuando denuncia el origen espurio de gran parte de ellos. Quiere pagar y paga. Confía en el orden jurídico y en la política. Cuestiona el orden global sin dejar de cumplir sus reglas; tanto en el reclamo de Malvinas como en el litigio con los buitres y con la Justicia norteamericana.
No hay, por lo tanto, necesidad de desmalvinizar nada. Lo que hace falta es aceptar lo que es muy evidente: en el conflicto jurídico con los buitres y en el diferendo con el Reino Unido está en juego la manera de mirar el mundo. Por un lado está la mirada “pragmática” –más justo sería llamarla resignada y colonizada– que aspira a un lugar bajo el sol en el mundo de las guerras preventivas, el pensamiento único y la omnipotencia imperial, y por otro lado hay una nueva alianza entre la voluntad emancipadora y el sentido común. Ese sentido común –si se quiere moderno y capitalista– que dice que todos somos iguales ante la ley.
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