Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Washington Uranga
Iniciadas ya las sesiones ordinarias del Congreso, frente a los debates cruciales que se avecinan, pero sobre todo mirando el escenario político del país, vale la pregunta acerca del papel de la oposición política en el contexto de la democracia, asumiendo que el conflicto es ineludible a partir de intereses y necesidades diferentes, y que al mismo tiempo la búsqueda del consenso es un propósito central de la democracia. Sin perder de vista que el ejercicio de la oposición no está limitado a los partidos políticos, sino que contempla un espectro mucho más amplio de actores que expresan miradas diversas, posiciones disímiles y no siempre posibles de ser articulables entre sí. Sin una oposición proactiva la democracia se debilita casi tanto como cuando el Gobierno no es capaz de llevar adelante la idea política respaldada electoralmente.
En ese sentido es interesante recordar que “la existencia de una oposición política vigorosa, expresada a través de los partidos políticos, los movimientos públicos de disidencia o por otros medios, sigue siendo un pilar básico de la verdadera democracia que permite dar a conocer todas las voces y opiniones de la sociedad”, tal como lo expresó la Unión Parlamentaria Mundial (13-09-2013).
La afirmación anterior cobra especial sentido si se tiene en cuenta que las elecciones del año anterior cristalizaron prácticamente la división de la ciudadanía en partes iguales encolumnadas -–seguramente no de manera demasiado consciente en todos los casos– detrás de dos modelos de país (económico, político, social y también cultural) absolutamente diferentes y, en cierta medida, incompatibles. Desde la mirada de lo que hoy es la oposición peronista-kirchnerista lo que está ocurriendo en el país actualmente es un proceso regresivo, que afecta de manera negativa los intereses de los sectores populares, de los trabajadores y, en general, del pueblo, porque no atiende a sus necesidades fundamentales. En ese sentido lo que ocurrió es mucho más que un cambio de gobierno: es una modificación que aspira a modificar las prioridades de la gestión, beneficiando al capital por sobre el trabajo con el argumento de que, finalmente, por la “teoría del derrame” se alcanzará la “pobreza cero”. La manifestación más palpable de lo anterior son las medidas económicas que se han tomado en los primeros meses del gobierno macrista. Pero es necesario no perder de vista que tales medidas económicas van acompañadas también de avances (en muchos casos atropellos) contra los derechos democráticos y civiles, las libertades individuales, las garantías, el derecho a la comunicación. Esto para mencionar algunos y no perder de vista que todos ellos son planos inseparables porque siempre estamos hablando del mismo sujeto-ciudadano que desde su integralidad como persona protagoniza la vida cotidiana.
Ante esta perspectiva y frente al escenario político cabe preguntarse por el rol de la oposición, aunque antes quizás haya que clarificar nuevamente los diferentes actores que se cobijan debajo de ese paraguas.
Existe un sector de la oposición que carece de responsabilidades de gobierno y con representaciones parlamentarias poco significativas; se expresan en partidos o agrupaciones de izquierda que se hacen fuertes en la defensa de los principios, en la resistencia y en el obstruccionismo a la acción del gobierno. En muchos casos este tipo de oposición no trasciende lo testimonial, en otros avanza hacia formas organizativas que permiten conquistar o preservar derechos. En cualquier caso su aporte es, aunque limitado, importante para la democracia. En esta posición se reconocen tanto partidos políticos, como movimientos sociales y organizaciones de los trabajadores.
Sin embargo, el núcleo más importante de la oposición está hoy concentrado en organizaciones sociales, de trabajadores y políticas que se cobijan bajo el amplio espectro de lo que puede denominarse kirchnerismo-peronismo, entendiendo que si bien estas dos vertientes responden a un tronco común entre ambas existen diferencias que se expresan en lo político, en lo social y menos en lo sindical. En cada uno de estos espacios emergen debates que ponen en evidencia proyectos que no son idénticos. Pero el lugar de la oposición obliga a extremar los esfuerzos en búsqueda del consenso. Por dos motivos. Primero porque en términos institucionales de la democracia la oposición no se justifica solo en poner límites al oficialismo y en la resistencia, sino que necesita mantener viva la aspiración a la reconquista del gobierno y por esa vía del poder. Aun en la crisis y fragmentación que supone la derrota electoral, este es un factor de gran incidencia y que influye en las decisiones. En segundo término porque retener las adhesiones ciudadanas y sumar nuevas, exige alinear las fuerzas en torno a un puñado de derechos, responder a intereses y necesidades que fueron la base del poder conquistado antes, aunque hoy se requieran nuevas formas, actualizaciones, otros horizontes y hasta un nuevo discurso que los explique y justifique.
Estos son los razonamientos –palabras más palabras menos– que recorren hoy los foros, las plazas, los encuentros, los diálogos y las disputas dentro del peronismo-kirchnerismo.
Sin perder de vista que la derrota electoral pero también la prolongada gestión dejó heridos y abrió la posibilidad del pase de facturas. Sin el ejercicio del gobierno los errores –aumentados por el oficialismo para justificar la “inevitabilidad” del cambio de sistema– aparecen más destacados que los muchos aciertos y avances conseguidos.
En el nivel institucional (partido, sindicatos, movimientos sociales) la principal oposición política afronta el desafío de encontrar una nueva forma de consenso entre peronismo y kirchnerismo, la alianza que le permitió gobernar durante doce años. Sin resolver este dilema lo que se pone en riesgo, en primer lugar, son los derechos conquistados durante ese tiempo y con ello la posibilidad de perder también el apoyo popular que reivindica estos avances. La fractura del bloque parlamentario del Frente para la Victoria (FpV) no ayuda a eso. Está motivada en necesidades diferentes entre muchos que tienen gestión territorial (y por lo tanto necesidades presupuestarias) y otros con representación parlamentaria. También en diferencias político ideológicas más fáciles de disimular en el poder y que ahora afloran con mayor claridad.
En este escenario el sindicalismo vuelve a colocarse como un espacio de referencia inevitable y, quizás, el ámbito donde más posibilidades existen de hallar consensos, aunque las diferencias sean iguales o más importantes que en otros niveles. Hay señales de acercamiento. Los dirigentes sindicales –a quienes se puede acusar por muchos motivos– saben apelar al pragmatismo, para bien algunas veces y para mal en otras, con la intención clara de preservar sus espacios de poder. Para ello deben resolver también la tensión que se genera entre responder a las necesidades de sus afiliados y acomodar sus propios intereses en la negociación con el poder de turno. El avance brutal del Gobierno y sus medidas de ajuste les impondrá en breve una toma de posición más firme si no quieren ser desbordados por sus representados.
Los movimientos sociales suelen ser menos predecibles en sus conductas. Están claramente enrolados en la oposición y pueden acordar entre sí y con otros actores, pero su accionar siempre estará sujeto a las urgencias que presente la calidad de vida de sus bases.
Los titulares de los medios de comunicación registrarán de todo lo anterior las disputas entre kirchnerismo y peronismo, Cristina sí, Cristina no, sobre la conducción del peronismo y acerca de las maniobras del macrismo para sumar aliados quebrando todo posible intento de consenso de la principal oposición. Sin embargo, todo eso es apenas la espuma de otros debates más profundos en los que todas las fuerzas que en su momento conformaron el FpV ponen en juego, a través de una acción política opositora inteligente, su regreso al poder. Bajo el título de FpV o cualquier otro, pero con objetivos políticos similares.
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