Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
EL PAíS › LA MANO LIBRE A LOS UNIFORMADOS GENERO UN PICO DEL DELITO QUE NO SE VEIA DESDE COMIENZOS DE SIGLO
Para el macrismo, la única política de seguridad es dejar hacer a los uniformados y revertir los controles que se montaron en la última década. El resultado es una inmediata y brutal oleada de secuestros improvisados.
Por Raúl Kollmann
La política económica y de seguridad de Cambiemos derivó en una inocultable oleada de secuestros extorsivos, inédita desde 2005. No hay grandes bandas ni movimientos sofisticados: entraron en juego bandas elementales, que retienen a sus víctimas en los autos y hasta llegaron a liberar a los secuestrados por 1500 pesos. En alguna medida, es un síntoma del quiebre social que se produce en las crisis económicas. Pero además juega la política de seguridad. La fuerza que lidera el PRO se tiró de cabeza a delegar el mando de la seguridad en las fuerzas policiales y se volvió al viejo adagio de “ahora los hombres de uniforme se sienten respaldados y no cuestionados”. Las manos libres y el autogobierno policial se convirtieron rápidamente en corredores liberados nunca vistos: al ex legislador Osvaldo Mercuri lo secuestraron en una calle céntrica de Lomas de Zamora y lo llevaron a Ezeiza, Bernal, Quilmes, Morón, cruzaron a la Capital Federal y lo dejaron al lado del Autódromo. Semejante impunidad para moverse no se vio ni siquiera en la época del asesinato de Axel Blumberg.
La subordinación a las políticas seguridad de Estados Unidos creó, además, un factor que incide en la multiplicación de secuestros. Con la imposición de que el gran problema es el narcotráfico, se tomó la decisión de sacar a la Gendarmería del cordón sur de la capital y del conurbano bonaerense para enviarlos, supuestamente, a custodiar las fronteras. Jueces, fiscales, jefes de las fuerzas de seguridad coinciden en que los efectivos de la Gendarmería eran un obstáculo gigantesco para los arreglos policiales: las dos fuerzas se desconfiaban y controlaban.
La seguidilla de casos se fueron filtrando en los medios de comunicación. La ministra Patricia Bullrich trató de disolver el problema diciendo “no hay una oleada de secuestros”, aunque no tuvo más remedio que admitir que “es una situación compleja”. Hay un desesperado ocultamiento de un diagnóstico que va aflorando por todos lados: existe un grave empeoramiento de la situación de seguridad comparada con la gestión kirchnerista, tan criticada por el PRO.
Hasta diciembre de 2015, en lo que era la Dirección de Comunicaciones, la ex Ojota de la SIDE, se intervenían aproximadamente diez teléfonos por mes por casos de secuestros, con un pico de 16 en diciembre, el mes en el que siempre se registran la mayor cantidad de delitos. Hoy en día, la Dirección de Captación de Comunicaciones (DCC), que es el mismo organismo pero ahora bajo la órbita de la Corte Suprema, realiza más de una intervención por día por los secuestros, es decir más de 30 por mes. La cifra se triplicó respecto de 2015, pero no refleja ni de lejos el nivel de secuestros, porque en la mayoría de los casos el rescate o la liberación se concretan antes de la intervención telefónica. Es más, hay fuertes quejas por las demoras en concretar las escuchas. El fiscal Carlos Stornelli lo hizo público a raíz del secuestro de un niño de diez años en Constitución. Y corre el rumor de que incluso Bullrich le dijo a Ricardo Lorenzetti, presidente de la Corte Suprema, que se iba a tener que hacer responsable de alguna muerte si las escuchas de la DCC no se concretaban más rápido.
Un fiscal federal que habló con este diario contó que “era raro que tuviéramos algún secuestro en un turno de la fiscalía. Hoy tenemos más de uno por día. No hay dudas que estamos ante una oleada”.
Todos los jueces, fiscales y jefes de las fuerzas de seguridad consultados por este diario coinciden en que las bandas que hoy secuestran no son organizaciones sofisticadas. Se trata de grupos que provienen de delitos como las entraderas o los robos más comunes. Un ejemplo es la banda que se llevo a Guido y Micaela de Campos Salles y Cabildo, en Belgrano. El grupo los abordó al boleo, porque iban en una Audi A3. Cuando los secuestradores pidieron que los comunicaran con sus familiares para exigirles dinero se encontraron con que no tenían batería en el celular. Por el camino, los individuos decidieron meter a la pareja en el baúl y procedieron a secuestrar a otro joven.
El recorrido impune fue de Belgrano a José C. Paz, unos 35 kilómetros, sin que nadie los molestara. Llegados a destino, los secuestradores liberaron a la pareja porque sin celular no había forma de conseguir más dinero. Lo que obtuvieron del otro secuestrado, no se sabe. El desgobierno en materia de seguridad se completó con el hecho de que Guido y Micaela fueron a hacer la denuncia en José C. Paz y no se las aceptaron porque allí no los secuestraron. Tampoco en Belgrano la comisaría estuvo muy receptiva, según declararon.
La misma modalidad de secuestros sin gran organización se ve en casi todos los casos. Y, según coinciden la mayoría de los expertos, hasta ahora hubo suerte: las bandas de cachivaches, como se les dice en el argot, estuvieron cerca de cometer un homicidio, pero afortunadamente no ocurrió. Un joven, Lucas Coronado, secuestrado en Belgrano, terminó también en José C. Paz. Como no se pudo cobrar el rescate, los captores le pegaron un tiro en un glúteo. Esta semana, el comerciante Leonardo Velázquez se tiró del vehículo de los secuestradores antes del cruce de la avenida General Paz. Terminó en el Hospital Pirovano. Otra pareja, también secuestrada en Capital, recibió dos balazos. Hechos de esta naturaleza, con bandas de poca monta, pueden terminar en tragedia en cualquier momento.
Una lectura inevitable del rebrote de secuestros es la crisis social producida por el ajuste. Es que la oleada anterior tuvo su pico en 2001 y 2002. Luego aparecieron bandas de mayor envergadura y produjeron los secuestros de varios días con durísimas negociaciones por los rescates. Las crisis producen más delito y la modalidad del secuestro encaja con la nueva oleada. “Es un delito que le viene bien a los inexpertos –señala un ex alto jefe de la Bonaerense– y diría también a los que tienen problemas de drogas. Es dinero en efectivo, que es la clave de todo. Hay poco riesgo en el momento del abordaje, porque no es lo mismo que entrar en una vivienda. El momento delicado es el del cobro del rescate, pero como lo hacen rápido y con plata que no hay que sacar de bancos, terminan arreglando en algo así como 5000 pesos, lo que lleva a que tampoco se expongan mucho. El peligro es que algún padre vaya a pagar y saque un arma y se produzca una muerte. Estamos ante tipos muy desequilibrados. No es gente que provenga de bandas que asaltan camiones blindados o bancos. Diría que tienen hasta 25 años”.
Según fiscales del Gran Buenos Aires, el aumento no sólo viene por el lado de los secuestros sino que también por las entraderas a viviendas. Un comisario de la Federal confirma que hay secuestros en Mataderos que se resuelven con pagos de 1500 pesos.
Uno de los hechos más llamativos de la nueva oleada de secuestros es el uso de insólitos corredores donde los captores circulan con sus víctimas de forma impune. “Están levantando gente en lugares muy céntricos del Gran Buenos Aires, en calles con comercios. Eso no ocurrió nunca antes. El secuestro de gente en Belgrano, Núñez, Saavedra y el paso sin problemas por la General Paz y la Panamericana es también un fenómeno sin antecedentes. Y ni hablar de un caso como el de Mércuri, que lo entraron a la Capital después de que, con los secuestradores a bordo, se haya recorrido medio conurbano en un Mercedes Benz. Eso era impensable antes”.
En general, los jefes policiales argumentan que es por falta de efectivos, falta de saturación como lo llaman ellos. Los jueces y fiscales creen que los secuestradores tienen claro dónde hay controles y dónde no. Por supuesto que no faltan los que sostienen que en las bandas directamente hay efectivos en actividad o retirados. El caso del policía metropolitano muerto en un operativo en Monte Grande sigue planteando dudas. Cristian Silva era considerado sospechoso por la fiscalía de guardar armas de secuestradores en su casa. La familia lo niega terminantemente. Desde la estructura judicial afirman que en su casa se encontró un arma 9 milímetros con la numeración limada. Su familia también lo niega. El brutal operativo del Grupo Halcón llama la atención: no pareció adecuado para irrumpir en una vivienda donde sólo había un joven y su esposa.
Una de las características de Cambiemos es que se delega el mando y la confianza en las fuerzas de seguridad. Se vio desde el principio cuando el ministro bonaerense Cristian Ritondo, siguiendo lo que le decían los de uniforme, aseguró en la triple fuga que los hermanos Lanatta y Schilacci estaban rodeados en Ranchos; luego Bullrich dijo que todos fueron detenidos y resultó falso, los procedimientos de Gendarmería estuvieron mal planificados y los prófugos se escabulleron por 15 días y 700 kilómetros.
Hoy se escucha hablar muy poco de Asuntos Internos, exoneraciones, sanciones o destituciones de jefes y en cambio hay un proceso de concentración de poder: sólo quedaron 22 Departamentales de Investigaciones (DDI) en la Provincia de Buenos Aires, algunas de ellas con jefes que registran antecedentes llamativos. El proceso de desconcentración iniciado en su momento por León Arslanian, buscando restarle poder a la cúpula, fue totalmente revertido y los jefes tienen cada vez más omnipresencia. Cambiemos cree en la autoridad que imponen los uniformes y argumenta que “los policías estaban con las manos atadas. Ahora se los respalda”.
En su momento, cuando la Dicom, la ex Ojota, era conducida por la fiscal Cristina Caamaño, las escuchas telefónicas derivaron en 18 denuncias a integrantes de las fuerzas de seguridad, nacionales y provinciales, por su vinculación con secuestros. Aquellas imputaciones surgieron en los pocos meses en que el Ministerio Público estuvo a cargo de las intervenciones telefónicas y cuando los secuestros eran mucho menos que ahora. Todos los jueces, fiscales y jefes de las fuerzas de seguridad consultados por este diario coinciden que los larguísimos corredores que ahora usan los secuestradores exhiben complicidad policial o ineficiencia, pero se cree más en lo primero que en lo segundo.
“Mire, la saturación de efectivos en la calle es la clave. Sí, es cierto, que eso se debilitó mucho cuando sacaron a los gendarmes”, admite uno de los más altos jefes de la Bonaerense. En sintonía con los mandatos de Estados Unidos, que le da prioridad a la lucha contra el narcotráfico, el Ministerio de Seguridad sacó a los gendarmes de dos áreas claves: el cordón sur de la Ciudad de Buenos Aires y los puntos calientes del conurbano. El despliegue fue dispuesto en su momento por la entonces ministra de Seguridad, Nilda Garré, que produjo aquella saturación de la que habla el jefe bonaerense. Los efectivos de verde fueron enviados a las fronteras, supuestamente, para frenar el narcotráfico, y eso dejó todo el territorio en manos de las respectivas policías, con menos patrullajes y probados vasos comunicantes con las bandas.
Los gendarmes y los policías se desconfiaban mutuamente y eso llevaba a que se vigilen entre sí. Los de uniforme azul conocen al detalle el territorio y los negocios que ofrece: juego clandestino, prostitución, kioskos de drogas, repuestos robados, sanadores fraudulentos, comercios truchos, piratería del asfalto y tantas otras variantes. Los de uniforme verde tal vez ni conocían las calles ni los barrios, pero eran un cuerpo extraño que constituía un obstáculo para los policías.
Entre los de azul, no deja de haber conflictos o desacoples. Es pública la interna entre federales, federales traspasados a la Metropolitana y metropolitanos. Todos se desconfían, disputan territorio y negocios y la cantidad inusitada de secuestros en Belgrano, por ejemplo, hacen pensar en zancadillas de unos a otros. Con el territorio sin gendarmes y con conflictos policiales, el tránsito de un lado al otro de la General Paz se convirtió en algo habitual. Lo que antes era impensable, se hizo casi rutina.
En forma despectiva, entre los policías se llama pitufos a los policías comunales, es decir a los efectivos que circulan por los municipios del Gran Buenos Aires y dependen del intendente.
Por lo que se percibe hasta ahora –según la explicación de jueces y fiscales–, la efectividad de los pitufos varía de un municipio a otro. Esto explica, junto con el cuadro social, por qué hay secuestros más habituales en algunas zonas –Lomas de Zamora o José C. Paz o Morón– y los números bajan mucho en otros territorios.
Se agregó otro elemento en este aspecto. En la reforma introducida por Cambiemos se redujeron muchísimo los Comandos de Prevención Comunitaria (CPC), efectivos bajo la disciplina de la Bonaerense pero con incidencia decisiva de los intendentes. Un elemento clave de los CPC eran los patrulleros y los recorridos decididos por los mandatarios municipales. Esa estructura no ha sido reemplazada por nuevos patrullajes reales.
La histeria político-mediática por la inseguridad tendió a desaparecer ni bien asumió Mauricio Macri. El tema fue borrado de las tapas de los diarios y pasó del primer lugar al tercero o cuarto de las preocupaciones de los argentinos. En materia de delitos, casi no hay estadísticas y, menos aún estadísticas confiables. Sin embargo, parece evidente que los delitos más peligrosos de los últimos tiempos –entraderas y secuestros– crecieron en forma notoria.
La paradoja es que a la fuerza que llegó blindada con consignas supuestamente orientadas a combatir la inseguridad le terminó explotando esta oleada que no se sabe adónde llegará, producto de una combinación de sus políticas de otorgarle el poder a los de uniforme, responder a las demandas de Washington y con los coletazos de la complicación social.
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