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Cuando la revolución es una olla a presión en la nueva cocina de Fidel

Algo está cambiando en Cuba: Fidel Castro anunció el fin del “período especial” de emergencia post-soviética y China y Venezuela están ayudando. Y el emblema de la nueva época es una olla a presión.

Por Mauricio Vicent *
Desde La Habana

Por estos días en Cuba no se habla de otra cosa: decenas de miles de vecinos de Cienfuegos y de Santa Clara han recibido ya la famosa olla arrocera prometida por Fidel Castro el 8 de marzo. Desde el día siguiente, la prensa oficial difundió imágenes de los beneficiados –algunos, cargados y sonrientes a la salida de la tienda; otros, cocinando en sus casas–, y los periódicos no han parado de recoger desde entonces declaraciones patrióticas asociadas a las cazuelas eléctricas, como las de un cienfueguero que sentenció: “Con olla o sin ella, seguiremos defendiendo la obra de la revolución”.
Alguien de fuera de Cuba puede pensar que se trata de una broma. No lo es. Según anunció Castro, 100.000 de estas ollas de fabricación china serán repartidas mensualmente en la isla hasta completar las 2.500.000, y también por la libreta de racionamiento se distribuirán a la población otras tantas a precios subsidiados. La cuestión es más relevante de lo que parece: después de 15 años de crisis y malas noticias, los mentados peroles se han convertido en el símbolo de la resurrección del Estado socialista y de la recuperación de su protagonismo económico, tras años a la defensiva. El diario Juventud Rebelde publicó el pasado día 13 en su página de opinión una viñeta que resume mejor que cualquier análisis el significado de este reparto subvencionado y por decreto de los utensilios de cocina: en el dibujo, una olla a presión se calienta a fuego lento y dentro la bandera cubana asciende irresistible.
Socialismo y frijoles
El discurso del líder comunista con motivo del Día Internacional de la Mujer estuvo cargado de guiños que no pasaron inadvertidos para la mayoría de los cubanos. Por vez primera en mucho tiempo, Castro aderezó principios revolucionarios y frijoles con una sazón casi olvidada por los sufridos habitantes de la isla: el optimismo. “Ya nuestro pueblo comienza a erguirse en el mapa de este mundo caotizado y sin esperanza”, afirmó, para anunciar acto seguido y de modo oficial que la crisis del período especial se iba “dejando atrás”.
Fue un discurso muy meditado, pese a las improvisaciones y al folklore culinario. De las cinco horas que duró, Castro dedicó casi dos a hablar de las bondades de las ollas arroceras y a presión y sobre cómo éstas podrían “ayudar al país” si eran utilizadas de forma adecuada y planificada. “En este país se consumen 750.000 toneladas de arroz, y hay un instrumento de la cocina que es una maravilla y sólo utiliza electricidad”, dijo, tomando por sorpresa al auditorio, compuesto por cientos de trabajadoras de vanguardia, jubiladas, dirigentes y amas de casa. Así, de pronto, la olla arrocera, cuya importación y venta en la isla estuvo prohibida hasta ahora debido a su alto consumo energético, pasó de la clandestinidad a la cartilla de racionamiento con todas las bendiciones oficiales.
Siguió Castro: “La olla arrocera cuida que esté caliente la comida (...), ella misma se apaga y gasta unos poquiticos vatios para mantener el calor”; después sacó papel y lápiz y se puso a calcular cuánto ahorraría la economía nacional si se cocinara por tandas horarias y por provincias –es decir, algo así como: a las cuatro, Pinar del Río; a las cinco, Santiago de Cuba; a las seis, La Habana–, aunque aclaró que esto era sólo una “sugerencia”; pero la gran noticia la había dicho antes: dentro de un año estarán resueltos todos los problemas de suministro eléctrico.
El presidente cubano, eufórico por momentos, no sólo habló de ollas arroceras y predicó sobre las virtudes del chocolate o de lo conveniente de poner en remojo los frijoles antes de cocinarlos. Trató no pocos problemas que aturden a sus compatriotas, como el de la vivienda, el transporte público, la alimentación o los salarios, y por primera vez en mucho tiempo lo hizo para anunciar mejoras concretas. Según Castro, para el año que viene no habrá apagones, se construirán 100.000 viviendas, se hará una fuerte inversión para renovar el parque de locomotoras y ómnibus –en los años ’90, el sistema nacional de transporte casi colapsó– y mejorará la cuota de alimentos y productos que se distribuye a cada ciudadano mensualmente mediante la cartilla de racionamiento.
Sin dejar de sacar cuentas, como un administrador que vuelve a tener qué repartir, Castro habló del fin de la “era del café mezclado con chícharo”, de grandes compras a Venezuela de sardinas en aceite y en tomate, de la adquisición de partidas importantes de cacao para elaborar bombones y otras golosinas, desde hace años perdidas del comercio en pesos cubanos, y hasta adelantó posibles y “oportunas” subas salariales en sectores como la educación y la salud.
Construido el castillo de la reanimación económica y lograda una complicidad sin fisuras con el público femenino, que lo aplaudía y aclamaba cada vez que anunciaba una buena nueva, el Comandante se lanzó de lleno a la ideología y a la recuperación de los principios más ortodoxos de su revolución. “No podíamos seguir así”, dijo Castro, refiriéndose a la necesidad de regresar a la férrea centralización del Estado y eliminar los márgenes de autonomía empresarial concedidos en los ’90.
Les tocó el turno a la iniciativa privada y a los cuentapropistas, de los que renegó abiertamente. Paladares, taxistas particulares y fabricantes privados de repuestos quedaron en entredicho con comentarios y muletillas burlonas, y no quedaron sin mancha aquellos empresarios extranjeros que florecieron como intermediarios durante los años de la crisis, quienes, dijo, ahora desaparecerán. Castro fue suficientemente explícito: “A veces se retrocede y hay que volver a emprender la marcha una y otra vez. Tenemos que emprender marchas contra cosas incorrectas, mal hechas, vicios. Hay que luchar contra errores, contra desviaciones y confusiones, contra efectos que nos dejó el período especial”.
Con triunfalismo, se refirió una y otra vez a los “milagros de la Revolución”, habló de “invulnerabilidad militar y económica” y dijo que al país hoy en día “no le hace falta nada”, mencionando a China y a Venezuela como soportes estratégicos externos. “No hay que buscar más”, comentó.
Qué se está preparando
Una semana después del discurso, el impacto de la olla arrocera en la calle ha opacado el resto de los anuncios hechos por el presidente cubano, y no es para menos. Las imágenes de tiernas abuelitas y mamás cubanas saliendo de las bodegas estatales con ollas chinas cargadas como bebés entre los brazos colman los informativos de televisión y los periódicos, y las cacerolas eléctricas son objeto de pormenorizado análisis y hasta de artículos de opinión. Una crónica, publicada en Juventud Rebelde, sugirió que la preocupación del Estado por los utensilios de cocina “reivindica las potencialidades del modelo”, para concluir que dentro de la olla (cuyo precio de venta es de 150 pesos, unos cinco dólares al cambio) “se están cocinando otras muchas cosas”.
El efecto psicológico de la olla es inmenso y abarca las facetas más disímiles. Un conocido disidente comentaba estos días: “Si con la olla dan tres bistecs al mes, se acabó la oposición”. Bromeaba, pero la procesión iba por dentro. Los cubanos más suspicaces y burlones ya han empezado con los chistes: “¿Qué hay detrás de la olla?”, preguntan, y ellos mismos responden: “Nadie lo sabe. Lo que sí es seguro es que dentro no hay nada”. El choteo criollo, sin embargo, no puede ocultar una realidad: el Estado hoy va a la ofensiva, y la mayoría de los cubanos percibe que si Fidel lanza el órdago es porque dispone de recursos y de seguridades. El momento en Cuba es de sellar grietas, no de aperturas, y las cazuelas chinas cierran bien.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Fidel Castro dijo que “ya nuestro pueblo comienza a erguirse en el mapa de este mundo.”
 
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