EL PAíS › OPINION
La tarea del economista
Por Alfredo Zaiat
Felisa Miceli enfrenta la oportunidad de reivindicar la tarea del economista. De ese universitario con saber específico que tiene como objetivo aplicar sus conocimientos en función del bien común. Con la experiencia de las últimas décadas, la labor del economista profesional quedó emparentada a la de un técnico insensible, preocupado fundamentalmente en congraciarse con el poder económico. La de una persona que habla de cosas que a la mayoría no le interesa ni entiende. Con la fantasía instalada por los medios respecto de que los economistas saben qué puede pasar en el futuro, se han convertido en caricaturas de una historieta, que si no fuera de que se trata del manejo de la economía del país sería solamente un capítulo más de un burdo sainete. Sus pronósticos siguen fallando, pero igual se sienten con autoridad para pontificar. Vale aclararlo: tienen el título de economistas, pero no lo son en la práctica. Son otra cosa, no economistas. Se han transformado en voceros de intereses de algún sector económico poderoso o en simples empleados que proclaman lo que el banco o la empresa quieren que diga, o en un grupo de cuentapropistas reunidos en un centro de estudios financiado por grandes empresas para influir en la sociedad.
La primera mujer que ocupará la poltrona principal del Palacio de Hacienda se reconoce como economista, o sea, que no estuvo ni está vinculada al establishment. Es una buena base para empezar. Pero como se repite en varias materias en la facultad, ésa es una condición necesaria pero no suficiente. En la primera aparición pública como ministra, afirmó que “todos los actores tienen que entender que no tenemos que poner en marcha medidas ortodoxas que afectan el desenvolvimiento macroeconómico”. Ahora bien: del discurso a la práctica existe un sendero plagado de obstáculos y las buenas intenciones son simplemente eso, intenciones. Estas dejarán de ser si aparece el turno de políticas concretas para romper con la lógica de un país que crece, pero con marcada desigualdad. En caso contrario, todo terminará en una experiencia frustrada o, mejor dicho, en una inmejorable chance perdida. En la desilusión de lo que podía haber sido y no fue. A Miceli, le pese o no esa responsabilidad, las circunstancias la colocaron en un inquietante y seductor lugar: ser la persona que encarará la oportunidad de liderar un proceso económico –según cómo se mire– desde una posición progresista, heterodoxa, neokeynesiana o de izquierda –como la visualiza la derecha–. En fin, la de reivindicar la función del economista como una persona que trabaja, simplemente, para que la gente viva mejor. Ahora, ver para creer.