Domingo, 18 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Primero fue el Correo, iniciativa facilitada porque el concesionario era el empresario nacional Franco Macri, que no tenía ni buena reputación ni embajada alguna de guardaespaldas. Era un rival facilongo, el ideal para comenzar. El método fue una suerte de intervención, que se fue prorrogando sin estrépito ni polémicas.
La reversión de la concesión de Aguas Argentinas tuvo como contraparte a un antagonista que en otros tiempos hubiera sido tildado de invencible. Se trató ya de una empresa de capital extranjero, que fue defendida de modo descomedido por el gobierno francés, en especial por su embajador, un lobbista à la façon del primer mundo. La reestatización fue aprobada por la mayoría de la opinión pública, que no se estremeció ni obsesionó mucho con lo sucedido. La elección de los gerentes de la flamante empresa AySA deja un tendal de dudas, pues se trata de actores importantes de la aciaga etapa anterior. Pero ni la empresa ni los escasos defensores que muy fatigosamente consiguió pudieron levantar los justos cargos en su contra que acumuló en años de pésimos servicios.
El descrédito acumulado por las privatizadas, tan diferente al contexto cultural antiestatista que facilitó la siniestra política del anterior gobierno peronista, es el término de referencia inicial para interpretar las sucesivas acciones oficiales.
El segundo dato es la recuperación del Estado en recursos económicos y simbólicos como para convertirse en un interlocutor válido y potente.
El tercero es la voluntad del Gobierno de recuperar poder respecto de los concesionarios y de los propietarios de las empresas públicas transferidas.
El cuarto, es que esa búsqueda se gestiona al modo del kirchnerismo: con un casuismo sujeto a mutaciones en el día a día, muy difícil de sistematizar, muy remiso a la discusión pública y muy arisco a los controles institucionales.
El mix resultante se asemeja al balance promedio del kirchnerismo, sí que en una situación en que el Estado arranca siendo “de palo”, por estar afuera de todo. El cuadro general retrata a un gobierno decisionista, preocupado por representar los intereses de “la gente”, muy poco dispuesto a controvertir sus premisas, franquear sus cuentas o iluminar sus horizontes a, por decir algo, un par de años vista. El saldo, precario, es un mestizaje de tarifas domiciliarias intactas a niveles que cabría llamar clientelares para algunos sectores sociales altos, una injerencia en las inversiones de las empresas mucho mayor que la de los ’90 y una falta de planeamiento estruendosa.
El escueto interés oficial por la institucionalidad fue la clave del lamentable archivo de la ley de marco regulatorio de las privatizadas, que señaló y analizó el domingo pasado Alfredo Zaiat en el suplemento Cash de Página/12. La norma fue concebida por Julio De Vido, en los albores de la actual administración. El ministro de Planificación comidió a especialistas de Flacso para redactar un proyecto. Esos técnicos, de prestigio validado por años de consistente prédica en la materia, tuvieron un entredicho con el ministro pero antes de renunciar dejaron una propuesta de ley. El Gobierno la rectificó parcialmente, a través de la pluma de Carlos Zaninni. Las correcciones no desnaturalizaban el sentido original, que era reforzar los controles sociales y la presencia estatal para frenar los proverbiales abusos de las concesionarias. En el año 2004 este diario informó que el premier español José Luis Rodríguez Zapatero advirtió a representantes del Gobierno que las empresas de su país con intereses en la Argentina veían con mucha preocupación el proyecto de marco regulatorio, no bien éste recaló en el Congreso. La senadora Cristina Fernández de Kirchner, según narraron testigos presenciales, le respondió que un régimen legal prefijado convenía a esas empresas pues no quedarían más sometidas a la arbitrariedad o al capricho del funcionario de turno. Tan adecuada réplica no tuvo corroboración legislativa en los años ulteriores. El disco rígido del kirchnerismo impulsó la norma cuando daba pininos y la durmió cuando se consolidó, toda una referencia. La oposición poco hizo y poco hará en pos de resucitar esa iniciativa destinada a dar orden y claridad a un sistema opaco. La derecha de PRO detesta esos instrumentos, los radicales están demasiado ensimismados en procurar su salvavidas electoral, Roberto Lavagna siempre la consideró un estorbo, amén de una chiquilinada inicial de su archirrival De Vido. Sólo el ARI podría haber estimulado esa norma manteniendo su coherencia. Pero a esa fuerza le cuesta mucho acompañar mociones del oficialismo, así sean encomiables.
En estos días, el Gobierno viene produciendo nuevos pasos en su rumbo global. Cerró con Eduardo Eurnekian (un “empresario nacional” en la menos estimulante acepción de la expresión) una mayor participación en Aeropuertos 2000. Eurnekian, valga recordarse, estuvo en agraz para ser concesionario de la empresa de Aguas.
El viaje a España que despega mañana servirá, entre otros cometidos, para intentar cerrar una mayor participación en Aerolíneas Argentinas. “Necesitamos más sillas” dicen los hombres del Presidente aludiendo a la presencia en el Directorio de la empresa, a algún modo de capacidad de veto. Y también a la necesidad de información, algo que obsesiona al Presidente. Los españoles, carburan en la Rosada, son aliados en lo político pero, puestos a socios capitalistas, gambetean de lo lindo antes de abrir la data a ojos foráneos.
La avidez de información también puede germinar un relevo en el directorio de Repsol. El Estado tiene “una sola silla”, ocupada por un funcionario de perfil técnico. Su recambio por un hombre de mayor experiencia y peso político tal vez integre la agenda de discusión con Rodríguez Zapatero.
Un balance provisorio y subjetivo sugiere que, como suele suceder, el Gobierno ha detectado el cambio de tendencias históricas y está dispuesto a darles cauce. La omnipotencia de las privatizadas y la anemia estatal son parte del pasado que se debe reparar. Y la carta de la revocación de las concesiones es brava pero nadie puede renunciar a esgrimirla. Así las cosas, le cabe la razón en su perspectiva general pero a su modus operandi le sobra discrecionalidad y le falta previsibilidad. Si el Gobierno y la oposición concordaran en esas premisas sencillas, se podría debatir (no necesariamente consensuar del todo) acerca de políticas de largo plazo, de un modo infrecuente en estas pampas.
El sistema político argentino, empezando por su gobierno nacional, sigue reflejando en exceso la anomia, la intransigencia y la crispación de las jornadas de 2001. Quizá el país real esté en condición de ser conducido a un contexto de mayores consensos, márgenes más acotados y sensatos de controversia, mayor apertura a la voz y al saber de los otros. Se trata de una hipótesis reformista, sensata o civilizada que, sujeta a la acción del nivel ABC 1 de la política local, equivale a una utopía irrealizable.
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