Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Embajada con mayúscula, hay una sola. Su novedoso ocupante, su lógica epocal. Los VIPsitantes de esta semana, un hispano y un WASP. Los desempeños de Gonzales y un pedido de clemencia. Las razones que explican las buenas ondas del Departamento de Estado. El aporte de la Justicia local. Y un parrafito de cabotaje.
Por Mario Wainfeld
Algunos sustantivos llevan mayúsculas, aun cuando se apela a ellos en el lenguaje oral. La Embajada, en jerga política o periodística, es uno de ellos. En ambas parlas, embajadas con minúscula habrá muchas pero la Embajada es una e indivisible, la de Estados Unidos de Norteamérica. El nuevo titular de la Embajada es Earl Anthony Wayne quien, como todos, combina la marca de fábrica en el orillo con algunas características distintivas. Por decirlo de modo profano, Wayne es más vivaracho y extrovertido que sus precursores más recientes, excepción hecha del inefable James Cheek. Ha recorrido sonriente los despachos de casi todos los ministros del gabinete, se retrató con casi todos. Viene siendo más abierto y ecuménico con el periodismo local, cuando la norma usual era reducir la relación a un puñado de interlocutores muy fieles. Mucho más cercano al arquetipo del WASP que Lino Gutiérrez, Wayne habla un español más conflictivo que su antecesor, nacido en La Habana. Pero el enviado, refieren quienes han dialogado con él, entiende bien la castilla. Jorge Luis Borges, que era políglota, aseguraba con autoridad que el español es un idioma facilísimo. Wayne parece valerse de esa ventaja comparativa.
De modales afables, con la llaneza que saben sostener algunos yanquis nada simples, Wayne gusta recordar que no fue diplomático full-life, que (en uso de licencia) incursionó en el periodismo, en el Christian Science Monitor, para ser más precisos. Se trata de una publicación de buena reputación y encasillada como progre. Tal vez al hombre le plazca poner perplejos a los que aman los estereotipos, tal vez sea menos estereotipado de lo que parece. Como sea, su perfil construido en años de carrera en el Departamento de Estado es el de un diplomático avezado. Funcionarios argentinos que recorren ese espinel agregan que su especialidad son los negocios, esto es, el lobby intenso en pro de las empresas de su país.
Wayne da la traza de ser el rostro adecuado para la actual etapa en la relación entre Estados Unidos y Argentina. En la semana que hoy termina, el activismo de la Embajada fue notable. Un trío de pesos pesado recaló en estas pampas feraces, mostrando un rostro chocante a lo que suele esperarse de ellos: transigente, pródigo en elogios al gobierno argentino. “Excelente” repetía cada cinco frases Nicholas Burns para describir a los periodistas su veloz raid de cónclaves con ministros que incluyó un toquecito con el Presidente.
“Son profesionales, no se olvide –describe un profesional de la Cancillería argentina, presto al análisis–, el gobierno de Bush es un pato rengo, tienen que apuntalar su trato con los países con los que pueden dialogar.” Ya son demasiados los que están en el index: Bolivia, Venezuela, Cuba, Nicaragua va en camino. Los profesionales se hacen cargo de que ya es too much. Son capaces incluso de digerir sin rezongar una diatriba del Presidente contra el lobby para que una empresa norteamericana se quedara con parte de la transportadora eléctrica Transener.
Alberto Gonzales, secretario de Justicia de la administración Bush, fue el primer peso pesado que hizo escala en Buenos Aires. Justificador y promotor de la tortura, Gonzales motivó prevenciones del gobierno argentino, incluido el módico simbolismo de no recibirlo en la Casa Rosada. Nada de WASP, mucho de similitud con un criollo tiene ese híper-funcionario, mexicano de nacimiento, petisón y morochazo. Claro que el hombre, de cuna humilde y diplomado en Harvard, encarna al más rancio pensamiento de la derecha norteamericana.
Especialista en interrogatorios que vulneran la tradición garantista de Occidente, Gonzales lució afable y coloquial. Sobrevoló un par de temas centrales en la agenda norteamericana, en los que la Argentina ranquea más que pasablemente: la lucha contra el terrorismo internacional y contra el lavado de dinero. Desde sus albores como presidente Néstor Kirchner verbalizó su crítica al terrorismo en todos los cónclaves internacionales a los que asistió, allende su poco agrado por esos encuentros. El gobierno norteamericano insta que las legislaciones domésticas de otros países den cuenta de esas adhesiones. El entuerto, evidente, es que el liderazgo moral que los norteamericanos se atribuyen atraviesa un momento pésimo. El gobierno argentino viene elaborando un proyecto de ley modificando el Código Penal, añadiendo tipos ligados al terrorismo internacional. Esa tarea, explican en Justicia, tiene sus bemoles para evitar que esa lucha derive en violaciones de derechos humanos básicos, siguiendo el malhadado ejemplo de la mayor potencia de la tierra. La precaución no es originariamente gaucha, las Naciones Unidas han elaborado documentos puntualizando lo que deben contener y lo que deben evitar normas penales incriminando el accionar terrorista. El Gobierno cree haber compatibilizado la necesidad de aggiornar el código con la defensa de derechos básicos e irrenunciables. El proyecto de reforma ya tiene estado parlamentario, se lo ha incluido como tema de extraordinarias pero la sensación térmica que recogió el cronista en el Congreso es que su tratamiento demorará un ratito.
El diálogo con Gonzales incluyó un pedido del gobierno por Víctor Saldaño. Se trata, así le fue detallado a Gonzales, del único argentino condenado a muerte que hay en el mundo. Es una dolorosa excepción pero no una sorpresa estadística: Saldaño fue condenado en el país occidental que lleva el record de penas capitales, en Texas, el estado que gana el respectivo Super Bowl.
Gonzales, que supo ser funcionario en Texas e impiadoso negador de conmutaciones de condenas a muerte, dijo tomar nota del reclamo. Didáctico, les recordó a los funcionarios argentinos que Estados Unidos es un país federal y que Texas se da sus propias instituciones. Sus interlocutores, abogados todos y nativos de un país federal, tomaron nota.
Saldaño mató a un hombre en 1995 y su causa recorre las odiseas judiciales que tanta leche le han dado a las películas de Hollywood. Su condena a muerte salió como por tubo, dictada por un jurado pueblerino compuesto por hombres blancos. Pero, en un estadio ulterior, la Corte estableció que la sentencia era injusta por contener elementos racistas. Luego, la condena se confirmó. Desde hace años, el consulado argentino en Houston sostiene apelaciones contra la condena.
El núcleo de los recursos contra la pena capital es que la sentencia originaria está contaminada de racismo. Un perito, que parece haber sido decisivo para el jurado, dictaminó que los hispanos tienen tendencia a reincidir en sus crímenes. Walter Quijano se llama el experto y su apellido (como el de Gonzales) sugiere que hay hispanos e hispanos.
Por manes del federalismo, por el record previo de Gonzales los funcionarios argentinos saben que su pedido ha sido litúrgico y sus chances de éxito, escasas.
Nicholas Burns, el número tres del Departamento de Estado, es otro formato, un WASP pura cepa. “El típico producto de Massachussets” pinta un baqueano local. El hombre nació en ese estado y se formateó en Boston. Borges, ya que venimos memorándolo, computaba que la enorme mayoría de los escritores norteamericanos es oriunda de la costa Este. La productividad regional en materia de cuadros políticos atrae, de modo similar, la atención de políticos argentinos. Homónimo de Charles Montgomery Burns, el patrón de Homero Simpson, don Nicholas no debe ser menos despiadado pero es, a no dudarlo, más polite y presentable.
Su periplo incluyó encuentros con ministros, una conferencia de prensa en la Embajada, una conferencia y un almuerzo con miembros de la Cancillería local, encabezados por Jorge Taiana. Burns no exhibió malestar alguno por el discurso de Kirchner referido a Transener. Habló, elogió, escuchó, tomó notas en un cuadernito del que no se desligó ni aún almorzando.
Lo cortés no quita lo valiente, Burns subrayó que el fracaso de un lobby no desalienta vitaliciamente a un cuerpo profesional de lobbistas. En la conferencia dictada en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) fue todo lo delicado que se puede ser para ser enfático: “Vamos a continuar defendiendo a nuestras empresas porque creemos que ustedes también quieren que las empresas sigan invirtiendo.”
¿Y la bronca de Kirchner, leída por un bostoniano? “Un malentendido.” Bueno.
El oficialismo, fiel a su ley, se autoelogió extasiado por el saldo de los encuentros, revelador (a su ver) de madurez en las relaciones. Alberto Fernández llevó la voz cantante en las alabanzas. Cabe reconocerle al Gobierno una política pragmática, para nada lineal ni sumisa con Estados Unidos. El Gobierno contemporizó con temas centrales para George Bush (h) como son la batida antiterrorista y las campañas contra la proliferación de armas nucleares. También mejoran su posición las recientes decisiones de la Justicia en la investigación del atentado a la AMIA. El embate contra Irán complace al gobierno norteamericano. Sus pares argentinos no incidieron en las propuestas del fiscal Alberto Nisman y los fallos del juez Rodolfo Canicoba Corral, pero los avalan políticamente. Si se bucea mucho, entre los funcionarios más avezados en la materia, hay recelos respecto de la solidez de los planteos de Nisman y Canicoba. Pero esas opiniones no inciden en las medidas públicas, que le vienen como anillo al dedo a Estados Unidos que hace mucho que no arrasa un país en Medio Oriente y mira a Irán con ansias beligerantes.
En estos años Kirchner también pudo cuestionar abiertamente a Bush en la Cumbre de Mar del Plata, gestualidad digna que muchos análisis emparentaron con una ruptura de relaciones o con un arrebato adolescente. La crónica de esta semana mejora el punto del Gobierno en ese debate.
La intervención argentino-brasileña en Haití contradijo la tradición nacional popular pero sirvió para habilitar una salida institucional imprescindible en la cual el eje sudamericano conservó puntos de vista y predicamento propios.
El escenario actual, muy enturbiado por el conflicto del río Uruguay y los entredichos entre el Estado boliviano y Petrobras, complejiza el balance pero no borra el aporte argentino-brasileño a la gobernabilidad de la región, en una incitante etapa democrática. Las intervenciones de Lula y de Kirchner fueron muy funcionales al triunfo electoral de Evo Morales y a que Hugo Chávez convocara al plebiscito revocatorio que su oposición exigía con fervor y perdió por goleada.
Un rol novedoso, que se construye a trancas y barrancas (como todo por acá), diseña un cuadro nada sencillo, mucho más sofisticado que arcaicos discursos nacionalistas o que las decadentes relaciones carnales. En ese marco, en el que coexisten convicciones, correlaciones de fuerzas adversas y real politik deben inscribirse las visitas de postín acontecidas en estos días.
“No somos los aliados favoritos (Colombia o México) pero somos un país que ayuda a mantener la paz en la región”, autorretrata un profesional argentino. En ese análisis, dan una manito la pulsión norteamericana por Medio Oriente, el traspié electoral de Bush. También juega la estabilidad económica combinada con un clima de bonanza, los rindes argentinos que estimulan a los capitalistas foráneos más afectos a buscar ganancias pingües que excelencia jurídica.
Aníbal Fernández, casi en paralelo con su charla con Gonzales, tildó de “forajidos” a los trabajadores y técnicos del Indec. Se trató de una injusta falta de respeto. Si el mote se hubiera aplicado al propulsor de la tortura cabría hablar de un eufemismo: Jack el Destripador sería Blanca Nieves comparado con el ilustre visitante. El lector dirá que la cortesía y la madurez política obligan a callar ciertas observaciones evidentes y a refrenar dolores de estómago. El autor de esta columna comparte el aserto a condición de preguntarse por qué la racionalidad y la templanza que se usan en el plano internacional son tan infrecuentes en asuntos de cabotaje.
La intemperancia, la torpeza, la reluctancia al diálogo fueron la marca de todo el gobierno en el infausto episodio. Guillermo Moreno (por su acción) y Aníbal Fernández (en su rol de speaker todo terreno) fueron los más visibles pero el resto no desentonó. El hecho tal vez trasunte el agotamiento de la gestión Moreno y su crispación puede ser un síntoma de su impotencia. Pero lo esencial fueron el sectarismo e intolerancia internos. Muy diferentes a la profesionalidad tolerante utilizada con gentes cuyos CV son mucho más temibles que los de aquellos que polemizaron en estos días con el Gobierno.
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