Domingo, 23 de septiembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
El régimen constitucional argentino tiene como referencia el de los Estados Unidos, con algunas diferencias sensibles. Por ejemplo, en Argentina los códigos más importantes (el Penal entre ellos) son nacionales y no provinciales, a diferencia de lo que ocurre en el Norte. Por el contrario, cada estado de la Unión tiene su propio código, lo que permite que la pena de muerte tenga distinta vigencia en diferentes distritos.
Los códigos de procedimiento argentinos, a su vez, son de competencia provincial. El Congreso nacional tiene a su cargo legislar el “federal” y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. No es cuestión menuda, la Justicia federal se encarga de los delitos más relevantes y es ocioso resaltar el peso demográfico, político y cultural de la Capital. Ese Código de Procedimientos Penales (en adelante “la reforma”) es el que ahora propone reformar el Ministerio de Justicia. La innovación se redondea con una ambiciosa modificación de la estructura de los tribunales.
Lo que hay: La reforma es un código actualizado, complejo, de 400 artículos. El jurista Carlos Beraldi condujo el emprendimiento, pero intervinieron doce personas en su redacción final. Tantas manos en un plato pueden enriquecer el resultado, eso sí, tomándose su tiempo. Tanto que este diario anunció la reforma en exclusiva hace casi dos años y recién ahora llega, a punto de cocción, a manos de diputados y senadores.
Desde el pie: La reforma tiene una penosa ventaja inicial: sería muy difícil empeorar cómo funciona la Justicia penal. El orden actual está cimentado en un código no tan viejo (de 1992) redactado bajo la inspiración de una eminencia en la materia, Julio Maier. Pero ha quedado herrumbrado merced a una alquimia imbatible de falta de recursos, jueces de baja calidad y cambios socioculturales acelerados.
En el actual esquema los jueces penales “instruyen” la prueba. Al mismo tiempo ordenan el procedimiento y toman resoluciones esenciales. Son jueces y fiscales al unísono, cual los inquisidores. Los fiscales, a su vez, están casi pintados. La omnipotencia de los magistrados es inversamente proporcional a su capacidad de investigar y directamente proporcional a la extensión de las causas. Las apelaciones se multiplican, las detenciones y excarcelaciones se suceden o anulan, mientras los años pasan. Apenas un puñado de expedientes llega al juicio oral. El eje de la experticia de los estudios penales más cotizados es hacer prescribir las causas.
Los acusados remanentes que llegan al juicio oral son de ordinario “perejiles” y pobres, casi signados a la condena. El juez que “instruyó” tiene una suerte de deber tácito que es buscar la sanción a quien procesó durante años y (en muchos casos) tuvo entre rejas. Una línea corporativa sobredetermina a los tribunales orales a condenar a la minoría que llega a sus estrados.
La sensación masiva dominante es la defraudación. Un artificio compensatorio, para calmar a la opinión pública, es el abuso de la prisión preventiva. “La gente” se encoleriza por la impunidad. Como las condenas escasean, se apresa a los sospechosos y se los retiene durante tiempos vaticanos. Un perverso sustituto de condena que no sacia a nadie, menos a la búsqueda de justicia.
Los partidarios de la mano dura detestan el régimen, avaro en condenas. Y los llamados garantistas también porque lo que ellos anhelan son procesos que respeten los derechos constitucionales y la presunción de inocencia pero que terminen con sentencias.
Todo por hacerse, se ve.
La resurrección de los fiscales: La reforma propone una sensata división de funciones. Los jueces de instrucción (rémora medieval, fulmina la exposición de motivos del proyecto) implotan. Los fiscales se ocupan de acusar, como en las series de la tele, vio. Los jueces preservan las garantías durante la primera fase. La prueba, básicamente, se sustancia ante el tribunal oral. La Cámara de Casación es (en esencia) un tribunal de apelación, preservando la garantía de la doble instancia, en línea con la exigencia de los organismos internacionales de derechos humanos.
El proceso funciona con competencias precisas: hay acusador, defensa y jueces imparciales.
El fiscal tiene una etapa para lucirse y moverse. Debe colectar pruebas en plazos prefijados, bajo riesgo de verse obligado a admitir el sobreseimiento si no lo consigue. Puede pedir prisiones preventivas y otras medidas cautelares, pero debe hacerlo ante los jueces. Las prisiones preventivas sólo se conceden por tiempo determinado y son revisables cada tres meses. El estigma de los presos sin condena que se hacinan en las cárceles está muy presente en la reforma.
Otra perversión vigente es que el fiscal cambia en la segunda instancia. Cambiar de caballo en mitad del río es un dislate conceptual, seguramente engendrado por rutinas burocráticas. El fiscal es el abogado acusador, acumula saber sobre el caso, su misión no es ser ecuánime sino eficaz. En la reforma el abogado de la acusación, como el defensor, es el mismo en todas las instancias.
Los fiscales podrán valerse del “trámite abreviado”, pactando penas menores con determinados acusados. La franquicia sólo vale para delitos con penas menores a seis años. Los funcionarios públicos no podrán valerse de ese medio.
Los acusadores resucitados no serán iguales a sus pares norteamericanos, que dependen del voto popular y obran a estímulo de la opinión pública. Tienen menos disponibilidad para negociar penas. Pero, como ellos, deberán obrar con “principio de la oportunidad”, buscando aligerar a la Justicia de los trámites menos relevantes para la sociedad. El principio de oportunidad se consagra legalmente. Hasta ahora existe de facto pero funciona al revés de lo deseable: la Justicia se especializa en los ladrones de gallinas.
Los jueces deberán controlar especialmente, en caso de acuerdo con los acusados, si no se ha forzado a un inocente a pactar una sanción injusta. Ya vendrán los émulos de Juan Carlos Blumberg a husmear si han pactado penas demasiado livianas, no es ése el espíritu de la reforma.
La presencia de las víctimas: La historia y la cultura política han venido incrementando la presencia y el predicamento de las víctimas de delitos con repercusión social. Los códigos penales modernos les reconocen un rol activo y custodian sus derechos. La reforma ahonda en el punto, facilita (hasta impone) que se las haga parte de los expedientes. Es un progreso interesante, muy supeditado al modo que lo cumpla el aristocrático y elitista Poder Judicial. La letra y aun el espíritu de la ley no siempre alcanzan. Un ejemplo cercano acaso ilumine lo que se quiere decir. El Código procesal del Chubut es muy garantista, contempla a las víctimas, usa ese vocablo decenas de veces. Sin embargo, en el expediente penal que investiga los terribles accidentes de trabajo ocurridos en la planta de Aluar de Puerto Madryn no es parte un solo deudo de las once víctimas mortales. En la cancha se ven los pingos y en los tribunales los códigos. Todo modo, las intenciones son plausibles.
El día en el tribunal: Hoy día, las pruebas se gestionan dos veces, en la instrucción y en el tribunal oral. Los propios testigos deben repetir sus declaraciones, tras un intervalo a veces asombrosamente extenso. Eso genera contradicciones, olvidos que alimentan la hoguera de nulidades, atizada por defensores o fiscales avispados. Y significa una sobrecarga para los testigos. El tema ha cobrado inmensa dimensión pública a partir de la desaparición de Julio Jorge López.
La reforma apunta a que la prueba se concentre “en la corte” (como en las sitcoms, vio). Fiscales y defensores van detallando sus ofrecimientos de prueba, su sustanciación se produce una sola vez, ante el tribunal que absuelve o condena.
Otra observación cultural. Si hay más procesos orales, “la gente” deberá controlar su ansia de circo romano y aceptar que no todo acusado debe ser condenado. Habrá proporcionalmente más absoluciones (también más condenas cabales) y todos deberán internalizarlo.
Llegó el siglo XX: Leyó bien, el veinte. La centuria pasada no dejó muchas huellas en el Foro. Los expedientes se cosen a mano, las notificaciones se entregan a domicilio, como hacían los queribles chasquis. Todo se acumula en papel que, eventualmente, desequilibra por su peso los edificios. La reforma incluye otros medios de comunicación como los fax o los correos electrónicos. Parece fábula pero es un logro.
También se admite suplir (o complementar) el asiento papel por grabaciones o filmaciones que se conservarán. Las salvaguardas atienden al derecho de defensa y también a la divulgación de las acciones del que sigue siendo el poder más opaco del Estado, aunque la Vulgata diga otra cosa.
Money, money, money: Habrá más audiencias, nuevos medios de registro, flamantes oficinas judiciales (ver nota principal). Eso implica acumular más recursos humanos y materiales. En el Ministerio de Justicia, que gestó la Reforma, se asegura que los habrá, dando por hechas la elección de Cristina Fernández de Kirchner y la subsiguiente voluntad política.
Entre las necesidades ineludibles está la de reforzar Casación, pues llegarán a esa instancia muchos expedientes, en grado de apelación. Conjuntamente con la modificación procesal va al Congreso una propuesta para armar una nueva Cámara, que absorberá todos los juicios ordinarios de la ciudad autónoma. Los especialistas calculan que, en cifras redondas, son la mitad de los que van corrientemente a la actual sala de Casación.
El peso de la biología: Los fiscales deberían estar de parabienes pero tendrán que recargar sus pilas. Sus currícula reflejarán cuántas causas se les caen por no tramitarlas en tiempo.
Los tribunales orales trabajarán mucho, con mejor logística. También deberán poner sus barbas en remojo y no encarcelar al tun tun, porque la reforma prescribe indemnizaciones para las personas condenadas en una instancia y absueltas luego. Un resarcimiento que no compensa el calvario previo pero que es de estricta justicia. No tenía consagración legal, aunque fue obtenido por algunos particulares que lo reclamaron judicialmente.
Los actuales jueces de instrucción quedan sin incumbencias pero los reformadores dicen que en su mayoría son de nueva horneada, muy atentos a la valorización social de la justicia y anhelantes de que haya un sistema mejor.
De modo informal, los mejores planteles de la Academia y de los tribunales chimentan que la reforma “corta” generacionalmente a magistrados y juristas. La aceptación será mayor y más fresca entre los más jóvenes.
Retraduciéndolos, el cronista añade que las semillas germinarán mejor cuando unos cuantos dinosaurios pasen a retiro. En la actual Cámara de Casación penal hay varios cerca de la jubilación y uno que está afrontando un merecido juicio político.
Necesidades: Un cambio auspicioso e imprescindible puede tener como punto de partida una norma pero se perfecciona con muchos requisitos. Mejores elencos, una nueva cultura, mayor apertura a la difusión de los trámites y también, por qué no, educar al soberano. En una época donde la justicia es a menudo sustituida por el linchamiento mediático lo que se acaba de contar es una buena noticia, un paso en el buen camino. La famosa condición necesaria pero no suficiente, vio.
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