Domingo, 23 de septiembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Campañas eran las de antes. Los hechos y los protagonistas faltantes. La innovación de Cristina y la desazón de los expertos. Los que creen estar en la transición, sus preceptos. El sambenito del fraude, los precedentes. Una pincelada sobre Chaco y Córdoba. Y dos panaceas institucionales bajo sospecha.
Por Mario Wainfeld
Las grandes movilizaciones de masas, las marchas multitudinarias quedaron sepultadas en el desván de los recuerdos. La “no campaña” está de moda, levemente maquillada con chispazos del pasado. Elisa Carrió es la opositora más avispada para “entrar” a los medios con formatos periodísticos o denuncistas, esto es, sin hacer publicidad paga.
En el extremo opuesto, Jorge Sobisch gasta un dineral en spots publicitarios. El cronista contó media docena en el partido de Botafogo-River, que miró por motivos personales. En su momento habrá que hacer el cálculo de pesos invertidos por voto obtenido, todo presagia que será una relación fastuosa. Adultos memoriosos evocan la Nueva Fuerza de Alsogaray, que gastó el rescate de un rey para irse al descenso en 1973 con la candidatura presidencial de Julio Chamizo. Ese record pretérito está en jaque.
Cristina Fernández de Kirchner desafía a los expertos con su no campaña. La candidata reniega de casi todo el savoir faire acumulado, en la certeza de que ganará holgadamente por otros medios. Una pléyade de consultores, publicistas y asesores políticos le acerca sus saberes. Las tenidas suceden, preferentemente, en Olivos. Alberto Fernández ladea a la senadora. La escena, narrada por algunos ofertantes, evoca involuntariamente tópicos de Las mil y una noches. Los visitantes ofrecen bienes probados, que ellos estiman valiosos y hasta insustituibles. Amable y obsequiosa, pero tenaz, la candidata los rehúsa de uno en fondo. Un modelo probado, el ejercitado en 2005, es su alfa y su omega: pocas apariciones públicas, entrevistas dosificadas por un homeópata avaro, una dosis nimia de actos de masas. A los compañeros que encabezan listas de diputados o senadores se les aconseja remedar esa táctica consagrada por el éxito.
El arte de campaña es, al fin y al cabo, resultadista. Los números dirán si la alternativa elegida fue eficaz. Si lo fuera, los expertos deberían dedicarle un librito, así fuera un abstract, a una metodología que controvierte su dogmática.
Fiel a sí misma, la candidata pasará toda esta semana en Estados Unidos, consagrada a gestos más destinados a poderes fácticos que al electorado.
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La opción de Cristina Kirchner, consagrar una ración de sus esfuerzos al escenario ulterior a las elecciones, no es original. Muchos actores, políticos o corporativos, tácitamente dan por hecho el resultado y anticipan sus acciones como si ya estuvieran en la transición. Muchas jugadas de estos días tienen ese tufillo, desde los plácemes algo excitados de la UIA hasta las presiones con guante de seda para posicionar a Mario Blejer en el Ministerio de Economía o en una de las fracciones en que, susurran los correveidiles, será dividido. Los periplos de la candidata suelen ser leídos como un guiño que precede al viraje del volante hasta ahora empuñado por el hosco Néstor Kirchner. La aprobación a la “apertura al mundo” es un reproche simultáneo al gobierno que se va. Los aplausos desde los palcos pretenden ser aleccionadores, un modo elegante de decir “así sí”.
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Los candidatos opositores pugnan por el segundo puesto, dando por hecho que habrá ballottage. Por razones evidentes y lógicas comentan menos que es casi su única chance de conservar virtualidad si el Frente para la Victoria (FPV) gana en primera vuelta. Aun en ese caso, habrá que ver cómo ranquea quien llegue a la medalla de plata, comparado con Hermes Binner o Mauricio Macri, referentes ya consagrados por el voto, que hacen todo lo que está a su alcance para apartarse de esta contienda y evitar que resienta sus perspectivas futuras. La ausencia de dos líderes importantes de la oposición, que pueden ser charramente los más importantes después de octubre, es otra viga de estructura de la no campaña.
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El objetivo opositor confeso es minar al FPV para que quede por debajo del 40 por ciento de los votos y acceder a la doble vuelta. Su núcleo temático no son las propuestas ni menos la galvanización de voluntades, como hicieron con éxito Alfonsín, Menem o la moderada Alianza y con menos suerte el Frepaso en 1995. Lo suyo es desmontar al puntero y quedarse con la mejor porción del remanente. En ese menester, la estrategia favorita es encontrar issues críticos al Gobierno, cuanto más mediáticos mejor. El oficialismo aporta su cuota a esa cosecha, con errores no forzados.
Es difícil desligar de este contexto general las exageradas prevenciones sobre fraude escuchadas en los días más recientes. Los precedentes de los últimos 24 años no dan pábulo al alarmismo. Los resultados más recientes, tampoco: el oficialismo nacional o sus aliados perdieron cuatro elecciones importantes en un lapso menor a un año (Misiones, Capital, Santa Fe, Tierra del Fuego) y el mundo sigue andando, sin mayor escándalo.
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El régimen electoral argentino incluye la participación de ciudadanos comunes elegidos por sorteo como autoridades de mesa, fiscales de los partidos, una organización judicial avezada y un sistema de múltiples controles escritos. Nada es perfecto en las viñas del Señor, es un buen sistema. Quizás un problema epocal, la ausencia de partidos políticos sólidos, resienta su desempeño. La presencia y la destreza de los fiscales es un requisito sustantivo, la proliferación de fuerzas sin plena implantación territorial debilita el contralor.
Las votaciones criticadas hasta hoy han sido minoritarias y peculiares, sucedieron en jurisdicciones provinciales. Extrapolar esos casos, distorsionándolos, es una praxis poco feliz.
La limpieza electoral, como todo valor democrático, no es un lirio del campo que crece por gracia de la divinidad. Todo derecho es una conquista, que antaño no existió, que se arrancó a alguien, que puede perjudicar a alguien, que siempre está expuesto a asedio. Pero el celo no debería equivaler a planteos desaprensivos que socavan el suelo común, el régimen político, verosímilmente en aras de una contingente ventaja particular.
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Los comicios parejos son peliagudos, en cualquier lado; volveremos sobre esto, con un ejemplo de primera.
Mirando más cerca, las elecciones de Córdoba y Chaco no deberían ser homologadas con facilismo. Tienen el común denominador de haber sido ceñidas en su resultado y haber quedado sujetas al escrutinio definitivo. Pero solamente en Córdoba hubo denuncias de fraude, seguidas por mucha aceptación social y un debate exasperado. En Chaco la verba fue razonablemente contenida.
Jorge Capitanich, vencedor por un micrón en el escrutinio provisorio chaqueño, se valió de un recurso que no pudo usar el cordobés Luis Juez: dio a conocer sus propios totales. Dijo haber sumado todos sus certificados (copias de las actas originales) y sus telegramas, los certificó ante escribano público. Y adujo haber vencido por más de 4300 votos, sin contar algunos nulos que podrían ampliarle la diferencia. Los manejos diferentes aluden al talón de Aquiles del juecismo, que es no haber dispuesto de fiscales partidarios en todas las mesas.
El punto fuerte del intendente cordobés son las numerosas urnas declaradas nulas por irregularidades variadas: actas de escrutinio sin firmas de autoridades de mesa o fiscales, diferencias de cifras entre actas y telegramas, documentos tachados burdamente sin haber sido salvados luego. Según el cálculo del juecismo, son casi 240 urnas, o sea alrededor de 58.000 votos. La distancia con Juan Schiaretti es de 16.300 sufragios.
El código electoral provincial estipula, en sus artículos 94 y 98, que esas urnas son nulas y que, en ese caso, el juez puede solicitar elección complementaria a las autoridades. El oficialismo local pretende que se abran las urnas para recontar los votos, sin habilitar un nuevo comicio. La ley no parece imponer al magistrado la nueva convocatoria pero sí lo faculta a hacerlo. Lo chocante del escrutinio, la sospecha masiva instalada aconsejan elegir ese camino.
Los conflictos deben ser dirimidos por las autoridades provinciales, algo que el gobierno nacional alega con razón. Para ser congruente con ese discurso, el presidente Néstor Kirchner debió abstenerse de consagrar ganador a Capitanich sobre el radical Angel Rozas, cuando las instituciones chaqueñas, más templadas, esperan el escrutinio definitivo.
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Las cruzadas contra las listas sábana y en pro del voto electrónico se reactivan en estos días. Los lugares comunes confortan a sus divulgadores a punto tal que, de ordinario, se sienten relevados de informarse o de ser coherentes. La panacea, al fin y al cabo, se valida por definición. El cronista se confiesa impotente para comprender cómo se concilia un discurso que añora a los partidos políticos con el que fulmina las listas sábana. No le cabe suplir la incongruencia de terceros, apenas señalarla.
Es también notable que se atribuya tamaña centralidad a un problema que sólo existe en un puñado de provincias (para el cronista las cuatro más grandes, seis como máximo) y apenas para los diputados nacionales. Los senadores son dos por partido, el presidente uno. La “sábana” es un recaudo para combinar emergentes conocidos con dirigentes consustanciados con la línea de los partidos. La fascinación mediático-cholula a favor de los que la “gente conoce” (antes se los llamaba “ricos y famosos”) tiene hoy su cenit, piénsese no más en Mauricio Macri y Daniel Scioli.
Las alabanzas a los regímenes con elección uninominal no reparan en que el sistema propende al bipartidismo y aniquila la representación de las minorías. Un López Murphy que junte, digamos, el 4 por ciento de los votos diseminados en toda la geografía bonaerense puede acceder a la diputación. En Gran Bretaña no podría soñarlo.
El lector interesado en ampliar este abordaje puede consultar con provecho el blog El Criador de Gorilas, que narra una perla: Helmut Kohl, que gobernó (aj) durante años Alemania, jamás ganó en la uninominal y siempre accedió merced a la lista sábana. “¿Sabrán los prohombres de las ONG de la reforma política –satiriza el Criador– que el prohombre de la unificación alemana fue electo mucho tiempo mediante la indigna lista sábana, siendo derrotado en la transparente uninominal?”
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El voto electrónico es un tópico menos socorrido, ni siquiera lo impulsa la mayoría de las Organizaciones no gubernamentales (ahora se apodan Organizaciones de la Sociedad Civil) que yerguen su dedito en esta materia. El mecanismo seguramente acelera el escrutinio provisorio, un mérito menor. Pero es muy lábil a la hora de rechequear datos. La falta de contraasientos en papel es un problema, si hay controversias. La vulnerabilidad de los sistemas informáticos, la extrema habilidad de los hackers añaden suspicacia a un recurso no comprobado, que no debería demonizarse pero tampoco endiosarse ex cátedra.
Otro blog interesante, La Barbarie, contiene un sustancioso post “Contra el voto electrónico”. Su autora, María Esperanza Casullo, y muchos comentaristas prodigan data jugosa. Entre ella refulge el surgimiento, en Estados Unidos, de una campaña contra el voto electrónico, por la vuelta de controles sobre papel. Está contenida en otro blog, countpapersballot.com. Vaya una línea para rememorar que George W. Bush fue elegido con trampa patente, en la autonominada primera democracia del mundo, con vigencia plena del voto electrónico.
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El cronista revista en la minoría que cree que, en campaña, las hipérboles son tolerables y eventualmente funcionales. Pero también supone que toda alegación debe ser contrapesada con el veredicto de las urnas.
Los pronunciamientos populares no espigan entre verdad y mentira pero sí asignan facultades legales transitorias y disciernen niveles de pertinencia. Será un ejercicio instructivo releer muchas pretensiones actuales a la luz del voto.
Sigue faltando más de un mes para que se pueda medir la talla de cada cual en el país de las colectoras y la no campaña.
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