EL PAíS › LOS MEDIOS Y EL ESTADO EN LA AGENDA

De eso no se hablaba

Un tenso diálogo del jefe de Gabinete con una periodista y la censura de un diario al cónsul en Nueva York introdujeron en la agenda la compleja relación entre los medios de comunicación y el Estado. El oportunismo político y la obsesión por la seguridad abren espacio para el regreso de policías procesados o condenados por graves delitos. El discurso presidencial en las Naciones Unidas y sus riesgos.

 Por Horacio Verbitsky

Mientras CFK viaja con el presidente a Nueva York, en Córdoba y Chaco prosiguen los reñidos escrutinios provinciales, Maurizio Macri anuncia que en 2011 postulará a la presidencia porque la elección del mes próximo ya le parece decidida a favor del oficialismo y los demás candidatos se entregan con más resignación que entusiasmo a su rutina proselitista, la prensa y sus relaciones con el Estado entraron en el debate preelectoral: el jefe de Gabinete Alberto Fernández se negó a discutir las afirmaciones de la periodista María O’Donnell en su libro sobre la publicidad oficial y el diario La Nación decidió censurar al cónsul en Nueva York, Héctor Timerman, quien intentaba responder afirmaciones sobre él en un editorial del diario. Fernández trató de modo tan brusco a O’Donnell durante una entrevista radial que terminó por pedirle disculpas. Lo que no hizo es refutar ninguna de las afirmaciones de la investigadora. La Nación publicó la carta de Timerman, pero mutiló los párrafos que aludían a su propio comportamiento durante la dictadura militar y al desempeño de algunas personas vinculadas, como el ex Fiscal de Estado Bonaerense, Roberto Durrieu. Ambos episodios muestran un protagonismo de los medios de comunicación, en espacios mal cubiertos por la oposición política.

El 14 de setiembre, Magdalena Ruiz Guiñazú entrevistó a Fernández acerca del intento del ex senador Eduardo Duhalde por volver a la política. Agotado en unos minutos este tema apasionante (un consultor brasileño le está preparando un spot en el que dice “El que puso dólares, recibirá dólares”),

O’Donnell preguntó si en caso de imponerse el 28 de octubre CFK habría alguna regulación acerca de la publicidad oficial. Mencionó el fallo de la Corte Suprema de Justicia que rechazó el corte de publicidad como sanción contra el diario Río Negro y el caso del Secretario de Medios del gobierno nacional, quien “reparte publicidad a una productora vinculada a su pareja o a su ex pareja, hasta más de dos millones de pesos”. Fernández replicó que no pensaba hacer la publicidad del libro de O’Donnell (cuyo título efectista Propaganda K disimula la riqueza de un material bastante más complejo) y dijo que sus afirmaciones eran aventureras y disparatadas. Cuando O’Donnell le preguntó cuáles serían sus disparates y aventuras, el ministro dijo que no quería discutir ni entrar en debate con ella y se encerró en esa negativa hasta que Magdalena lo rescató con una pregunta sobre la inflación. Antes de terminar el reportaje, Fernández se disculpó, pero aun así rehuyó cualquier análisis del tema sobre el que, por lo oído, no tiene nada que decir.

Zonas marrones

Autora de una descarnada radiografía de la picaresca política en el conurbano bonaerense (El Aparato: los intendentes del conurbano y las cajas negras de la política),

O’Donnell prosigue en este nuevo libro la tarea iniciada en el anterior: un relevamiento serio y documentado de algunas de las zonas marrones de la democracia delegativa y su ciudadanía de baja intensidad, por usar las definiciones acuñadas por su padre y politólogo como ella, Guillermo O’Donnell. Lejos del tono de los republicanos indignados que proliferan en tiempos preelectorales y del amarillismo superficial que se agota en títulos picantes sin respaldo, su investigación se concentra en el uso de fondos estatales para propaganda política, con especial atención a la conducta del Secretario de Medios de la Jefatura de Gabinete, Enrique Albistur y sus negocios familiares. También investiga los auspicios de distintos funcionarios a programas en radio o televisión por cable, a cargo de periodistas que producen sus propios espacios, y que al mismo tiempo trabajan en medios más importantes cuya línea se intenta condicionar por esa vía. Esta es una de las formas más difundidas de degradación del oficio, sobre la que hace años viene llamando la atención Carlos Ulanovsky.

O’Donnell detectó que el hipotético ministro de Seguridad bonaerense, Carlos Stornelli, compartiría espacio en los equipos de Daniel Scioli con la bolsera Alejandra Rafuls, quien fue el enlace de Daniel Hadad con Aníbal Ibarra y Felipe Solá. Stornelli pidió el procesamiento de Rafuls en la causa en la que se investiga el destino de 250 millones de dólares otorgados por el Banco Mundial para la reconversión de obras sociales. Una parte excesiva de ese dinero se gastó en trabajos de consultoría de empresas vinculadas con los contratantes y cuyos servicios no siempre se prestaron. La consultora de Rafuls facturó 1,2 millones de pesos a la obra social bancaria de Juan Zanola.

Un entramado
de relaciones

Utilizando el decreto de acceso a la información que el presidente Néstor Kirchner firmó poco después de asumir, O’Donnell obtuvo datos para armar con gran esfuerzo el rompecabezas de la publicidad oficial. Como anexo, publica la nómina de los cien primeros receptores (es de buena praxis profesional consignar que este diario es el segundo de la lista, después de Clarín). Aunque reproduce las opiniones de especialistas que recomiendan considerar la cuestión de la pauta publicitaria dentro de un entramado de relaciones entre el Estado y los propietarios de los medios de comunicación más complejo y económicamente más significativo, como la suspensión por diez años del plazo de las licencias de emisoras de radio y televisión, lo cual salvó de la quiebra a los canales de José Luis Manzano y Daniel Hadad, el libro no lo desarrolla. O’Donnell cita el informe anual del CELS, en el que Damián Loretti y Laura Zommer enumeran otros aspectos: exenciones impositivas, la asociación del Estado con Clarín y La Nación en Papel Prensa; la falta de competencia en el cable por la suspensión por seis años de la venta de pliegos para servicios complementarios; la postergación del soterramiento obligatorio de los cables de los servicios de televisión; las desgravaciones y condonaciones de multas y gravámenes aplicadas por el Comfer a los canales de aire. O’Donnell tampoco analiza el decisivo punto de la regulación de los servicios de telecomunicaciones, entre operadores de cable y prestadores de servicios de telefonía e internet, que es en este momento objeto de una pugna despiadada. Aun así, el libro de tiene la virtud de colocar en la agenda con información seria un tema importante del que ni la sociedad ni el Estado pueden desentenderse.

Los civiles de la dictadura

Los medios privados no son más respetuosos que el Estado del libre debate de ideas que ilustra a la sociedad para el proceso de la toma de decisión política. El domingo 9, el matutino La Nación cuestionó en su primer artículo editorial al cónsul general en Nueva York, Héctor Timerman, por pedir que la justicia investigara a los funcionarios civiles de la última dictadura militar que, junto con el sacerdote Christian von Wernich, participaron en las torturas a su padre, el secuestrado y confiscado editor periodístico Jacobo Timerman. Llamarlos a prestar declaración testimonial, como hizo el tribunal de La Plata, equivale, para La Nación, a los procesos de la ex Unión Soviética, en los que “cualquiera del pueblo podía ‘atestiguar’ sobre hechos que a su juicio afectaban el ‘sistema socialista’, siendo secundario que el testimonio se refiriera a hechos concretos”. El propósito sería someter a esas personas al escarnio ante una sala colmada de adversarios ideológicos. La Nación sentencia en forma dogmática que los civiles del gobierno “no quedaron involucrados en la lucha contra el terrorismo”, es decir aquello que luego de un debido proceso la justicia podría acreditar en casos específicos. Según el diario se pretende involucrarlos “a instancias de quienes fueron protagonistas del conflicto setentista, sobre la base de dudosos testimonios o por el solo hecho de haber desempeñado funciones en el gobierno militar”. Como fueron miles (entre ellos menciona a “la mitad de los integrantes de nuestro máximo tribunal”), esto abriría una nueva instancia de consecuencias imprevisibles. El notable texto afirma que quienes “fueron terroristas y cometieron delitos de lesa humanidad no pueden hoy instigar o fomentar, bajo un manto de impunidad y a veces desde cargos públicos, la persecución de sus adversarios de antaño”.

Hay aquí contradicciones y confusiones deliberadas. Si cuatro magistrados que ocuparon cargos durante el gobierno militar llegaron a integrar la Corte Suprema de Justicia, ¿no resulta evidente que el estado de derecho vigente en el país es incomparable con el Gulag? Tampoco es cierto que se acuse a nadie por haber sido funcionario del gobierno militar, sino por la comisión de delitos, y sólo si la justicia lo prueba en un proceso con los derechos y garantías que no regían en el país entonces. Raúl Zaffaroni fue juez en aquellos años, pero lejos de participar en los crímenes de la dictadura, firmó fallos ordenando la libertad de personas detenidas por tiempo indeterminado a disposición del Poder Ejecutivo y ordenó investigar las torturas denunciadas por esos detenidos. En cambio el también juez durante la dictadura Atilio Alterini quedó descalificado como candidato al rectorado de la UBA cuando se supo que como interventor en la dirección de asuntos jurídicos de la Municipalidad porteña había dictaminado en favor de la cesantía de una maestra detenida-desaparecida y de empleadas embarazadas. Pero se trató de un juicio de valor sobre las calidades éticas para ocupar el rectorado de la principal universidad del país, no de un proceso penal, que nadie instó en su contra. No todos los actos repugnantes son delitos, ni todos los delitos son repugnantes.

En la década de 1970, Héctor Timerman no protagonizó ningún conflicto, salvo como víctima adolescente del secuestro de su padre; no fue “terrorista” ni cometió crimen alguno. El explicó los alcances de su denuncia el domingo 16. El diario lo confinó en la sección reservada a los lectores, y respondió que no cuestionaba su derecho de recurrir a un juez, es decir lo contrario de lo que afirmó en forma taxativa una semana antes (“no pueden hoy investigar...”). En su texto, mucho más breve que el editorial, Timerman preguntó si había algo más alejado del resentimiento que solicitar la intervención de un juez en un Estado democrático y sostuvo que rencor sienten quienes añoran la época en que cientos de personas fueron secuestradas y tiradas desde aviones, vivas, al Río de La Plata. Mencionó la frase bíblica “Justicia, justicia perseguirás”, recordó que según los rabinos esa justicia “debe ser buscada por caminos justos”, y explicó que su denuncia no se basaba en “dudosos testimonios”, como dijo La Nación, sino en “un libro en el cual su autor, el asesino Ramón Camps, nombra a sus cómplices que participaron de los actos ilícitos y aberrantes que sufrió mi padre, Jacobo Timerman, durante la dictadura militar. Entre los nombrados hay un grupo pequeño de civiles”. Esa referencia a los civiles no terminaba en un punto, como apareció en el diario, sino en una coma, luego de la cual seguían estas palabras: “por ejemplo, el abogado del diario La Nación, Roberto Durrieu”, referencia que el diario se tomó la atribución de suprimir. También omitió la invitación de Timerman de recurrir a su propio archivo para comprobar que La Nación consideró una evidencia trascendente lo que ahora le parece dudoso: en el panorama político del 9 de julio de 1981, “Claudio Escribano advirtió que ‘Timerman ha encontrado al fin, la horma de sus zapatos’, con el libro que Camps estaba escribiendo ‘junto al arquitecto Máximo Gainza, director de La Prensa y el Sr. Raúl Kraiselburd, director de El Día. Después de tanto tiempo, llegó la hora de que alguien consiga desconcertar y poner públicamente en apuros a un cínico de la destreza dialéctica del Sr. Timerman’”. Su hijo agrega que “también el columnista Tomás Eloy Martínez consideró el testimonio de Camps tan importante como para citarlo en un ataque a la memoria de mi padre publicado en vuestro diario el 6 de marzo de 2004. Sr. Director, ¿cuándo se convirtió dicho testimonio en un ‘dudoso testimonio’?”. Timerman terminaba anunciando que buscaría el castigo de los secuestradores y torturadores de su padre, por el camino justo de la justicia, “aun cuando a La Nación le moleste”. También estas siete palabras finales fueron censuradas.

La fuente mencionada es el volumen “Caso Timerman. Punto Final”, que Camps publicó en 1982. Entre las personas a las que lo dedicó figuran Gainza, “que ha colaborado con este libro”, pero no Kraiselburd, lo cual hace presumir que tuvo el buen criterio de desertar del proyecto, y el Arzobispo de La Plata, Antonio José Plaza, capellán general de la policía provincial, de quien dependía Von Wernich. Luego detalla la nómina del personal policial que actuó en el caso en contra de Timerman (quien fue absuelto por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas) y agradece a los miembros del gobierno bonaerense “que colaboraron en la investigación”: el ministro de Gobierno Jaime L. Smart; los subsecretarios de Gobierno, Juan Torino; de Justicia, Héctor Munilla Lacasa; y de Asuntos Institucionales, Edgardo Frola; el fiscal de Estado, Alberto Rodríguez Varela; el fiscal adjunto, Roberto Durrieu, y el presidente del Banco Provincia, Roberto Bullrich. Por si quedara alguna duda, Camps reitera que los nombra “por su colaboración en este caso”, no “por el solo hecho de haber desempeñado funciones en el gobierno militar”, como ahora pretende La Nación. Quienes aún viven no deberán atestiguar sobre hechos que afecten a ningún sistema, sino que tendrán la oportunidad de defenderse de la acusación de Timerman como partícipes necesarios en el martirio de su padre. Allegados a Durrieu, quien intentó ofrecer explicaciones personales que el cónsul en Nueva York rechazó, afirman que le escribió una carta a Camps para negar su intervención en la causa contra Timerman. Será interesante comprobar si presenta al tribunal la respuesta de Camps o, al menos, el acuse de recibo de ese supuesto descargo.

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El ex fiscal de Estado Bonaerense, Roberto Durrieu, acusado por el cónsul en Nueva York, Héctor Timerman, de participar en las torturas a su padre.
Imagen: Guadalupe Lombardo
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