EL PAíS › ENTREVISTA AL CAPITAN OSCAR CASTRO

“Tengo que suponer que no están vivos”

El marino asegura que a sus hijos “los trataron muy bien” y lamenta que “no supieron escuchar”. “Nunca pude llegar a ninguna conclusión” sobre las desapariciones. Y dice que es un “preso de esta dictadura”.

 Por Diego Martínez

Oscar Alfredo Castro cumple arresto domiciliario desde 2009. Vive a cuatro cuadras del Batallón de Comunicaciones de City Bell, en una casa de dos pisos, detrás de un paredón de dos metros de alto con carteles de una empresa de seguridad que lo protege.

–Castro no está –responde una mujer por el portero.

–Está arrestado.

–No está disponible.

–Dígale que quiero hablar de la dictadura.

A los dos minutos un hombre pálido se asoma por sobre el muro.

–¿Qué busca?

–Quiero hablar de Puerto Belgrano y de su historia.

Castro abre la puerta, no da la mano. Una hija del segundo matrimonio mira un segundo y desaparece. La casa tiene un jardín, el pasto cortado, olor a tierra mojada, voces de pájaros. El capitán invita a pasar a un living oscuro. En las paredes hay cuadros de la virgen María. Sobre el hogar, una bayoneta y un sable cruzado. La advertencia de haber leído procesamiento y descargo no surte efecto. Castro se larga a hablar con el único fin de defenderse. Eduardo Massera iba a Puerto Belgrano por las noches y se reunía en un buque con grupos al margen de la estructura formal de la Armada, dice. La Fuerza de Apoyo Anfibio y la Fuerza de Tareas 2 a su cargo no entraron en operaciones, pretende. La interpretación está refutada en su procesamiento, pero Castro insiste.

–En 1975 Massera decía que la Armada estaba en guerra de modo más silencioso que el Ejército. Los Massot los elogiaban desde La Nueva Provincia. ¿En qué consistía la guerra ese año?

Castro evade la pregunta y se detiene en el diario bahiense.

–¿Conoció a esa mujer? –pregunta, en referencia a Diana Julio de Massot, directora de La Nueva Provincia hasta su muerte–. Esa mujer venía a Puerto Belgrano a incitar a Mendía a tomar el poder, a embalarlo. En una de las últimas alocuciones de Isabel Perón puso en su canal un cartel para decir que no entrarían en cadena nacional.

–¿Usted hablaba con ella?

–No, hablaba directo con Mendía. Usaba palabras fuertes... “falta de hombría”.

–“Cagones”. Lo mismo le decía su hijo Federico Massot a Scilingo, “son cagones porque no se animan a fusilar”. Lo dice hoy también Vicente Massot, que se cansó “de defender cagones”.

Castro asiente. Ante la mención de los asesinatos de Enrique Heinrich y Miguel Angel Loyola, delegados del diario bahiense, dice no tener idea. Pregunta si eran periodistas, escucha el relato de los secuestros, la aparición de los cadáveres, la noticia en veinte líneas y el detalle de que a Loyola lo esperaron siete horas en la casa.

–Lo lógico es que hubiera sido el Ejército –sugiere. El método no le genera dudas.

Castro vuelve una y otra vez al rol de víctima:

–Arman un rompecabezas y dicen “si estuvo acá es autor mediato”, no buscan a los verdaderos culpables.

–¿Quiénes serían?

–No lo sé. El Servicio de Inteligencia Naval. Seguro colaboraron voluntarios, civiles, como en la ESMA.

De pronto cambia de rol:

–Salvé gente. Después del Operativo Dorrego dos sobrinos de monseñor Plaza fueron presos. Conseguí demostrar que eran izquierdistas pero no activistas.

–¿Ante quién?

–Ante Inteligencia de Ejército.

Castro dice haber “salvado” a un pariente detenido por “un atentado al Sheraton”. “Ahí empieza mi calvario. Se me relacionó con la posición contraria.” Para explicar “el clima de la época” cuenta que dos marinos amigos fueron asesinados.

–Se juzga de un solo lado –reniega.

–¿A quién quiere juzgar? Juzgaron a miles, los desaparecieron, usted lo sabe mejor que nadie.

El capitán no acusa recibo.

–Fracassi (comandante de Infantería de Marina) declaró que el centro de detención de Baterías dependía de la Fuerza de Tareas 2, a su cargo.

–Me acusa para sacarse el poncho de encima.

–Usted elogió a los capitanes Fermín Areta y Ricardo Araujo por su eficacia en la “lucha contra la subversión”.

–Fue para hacerles un favor... Igual hizo Mendía conmigo.

–Acosta o Astiz tratan de justificar sus crímenes hablando de guerra, usted ni siquiera...

–Claro que hubo una guerra (levanta la voz). Recibimos la orden de combatir a la subversión, pero no me tocó participar, no cometí delitos, no di órdenes ilegales. El infante o el aviador no tienen capacitación para ir a buscar a gente encubierta.

–Los vuelos están probados, los aviadores participaron.

–El 99 por ciento no sabíamos.

–Scilingo dijo que por los vuelos rotaron hasta invitados especiales.

–Bueno, el 90 por ciento no sabíamos –concede.

Y entonces vuelve a la versión de Massera actuando a escondidas:

–Massera seleccionó a quienes tenían alma de torturadores.

–En uno de los vuelos de Scilingo iba un cabo de Prefectura que se descompuso cuando se dio cuenta de que iban a tirar personas al mar. No estaba seleccionado.

–En ese nivel puede ser, en el mío no.

–Llama la atención que no mencione a sus hijos.

Castro mira en silencio.

–Alfredo y Luis.

Deja pasar unos segundos.

–No quise usar eso en mi defensa.

–¿Hizo algo por sus hijos?

–Hice todo lo posible, con mi hermano. Hice una búsqueda grande en la zona, hablé con autoridades, empezando por Fracassi y Mendía. Me contactaron con quien manejaba el tema acá (luego dirá Oscar Montes, comandante de la F.T.3), que me contactó con Ejército y Fuerza Aérea. En todos lados encontré una pared. Buscamos en los niveles más bajos, nos metimos en cuarteles, ahí quedó.

Castro menciona tres caídas. La primera es la detención de Luis en 1975. De la segunda “conseguí que los liberaran”, dice.

–¿Cómo lo consiguió?

–Yo garantizaba... (arranca y se frena). Estuvieron dos o tres meses (minimiza siete meses de cautiverio) y los devolvieron. Alguna influencia debo haber tenido.

–¿Dónde estuvieron secuestrados?

–Nunca pudimos saberlo. Pudo haber sido la policía, no tuve ninguna información.

–¿No le contaron después de liberados? ¿De qué hablaron?

–Traté de convencerlos de que se dejaran de jorobar. Ellos decían que sólo participaban en actos. Si estaban fichados, lo mejor era que se fueran.

–¿Cómo estaban físicamente?

–Bien, los trataron muy bien, no tenían ninguna marca.

–¿Dónde los vio la última vez?

–No recuerdo, nos veíamos en muchos lados. Venían a visitarme a la Escuela de Guerra Naval hasta que de golpe volvieron a buscarlos. Hicimos gestiones, pero nunca más aparecieron. No supieron escuchar. Pienso que estaban convencidos de que no habían cometido delitos.

–¿Ese era el criterio para desaparecer? ¿Haber cometido delitos?

Castro no responde.

–¿Así que estaban bien?

–Muy bien, me llamó la atención, suponía que podían haberlos apretado. Estaban muy muy bien, les habían dado de comer. No podían detectar dónde habían estado, pero sé que los interrogaban muchas horas al día.

–¿Sobre qué?

–Sobre el grupo al que pertenecían.

–¿Qué grupo?

–Supongo que a Montoneros, al menos el acto por el que los detuvieron en 1975 estaba vinculado a Montoneros.

–La mayoría de los pibes secuestrados en esos días habían pasado por el grupo scout de Villa Bosch, del cura Mario Bertone.

–Ni idea. Me fui de Palomar antes de 1970, no conocí a ese Bertone.

–¿No fue a ver Bertone a la casa después del primer secuestro?

–No (niega sin convicción, nervioso de que le recuerden el dato). Nunca pude llegar a ninguna conclusión (dice sobre la desaparición de sus hijos, a quienes no llama “mis hijos” ni menciona por sus nombres). Por su formación no creo que fueran capaces de cometer delitos, pero yo no los estaba cuidando en ese momento.

–¿Le confirmaron que los mataron?

–No sé si los mataron. Es lógico (que no le hayan avisado), para evitar la venganza. Tengo que suponer que no están vivos, pero he asumido el tema y no lo voy a usar en mi defensa.

–¿Habló con Verplaetsen?

–Para nada. Lo conocí hace pocos años, somos de la misma promoción, pero no hablamos del tema. Tal vez habló alguien de mi familia, no yo. Ni con mis compañeros de promoción lo hablé. Nos respetamos a fondo.

–¿Qué tiene que ver no hablar de los hijos desaparecidos con respetarse?

–Me duele que se toque el tema. La Argentina se está derrumbando. Yo estoy feliz y contento, pero sufro por mis hijos y nietos.

El cronista se pone de pie y Castro vuelve a sus viejos buenos tiempos en Punta Alta:

–Fue como vivir en un country, los mellizos nacieron en noviembre de 1975, saque cuentas. Puerto Belgrano fue un paraíso –explica y recuerda que tres veces por semana, mientras sus hijos estaban desaparecidos, cenaba con su nueva esposa en una parrilla de Ingeniero White.

En el hall de entrada hay una pintura de Jesucristo crucificado. Al lado de la puerta, fotos de Castro con Juan Pablo II.

Señala una foto de su última mujer: “Ella murió por todo lo que nos están haciendo, los tres años como preso de esta dictadura”.

–Dictadura fue la que mató a sus hijos. ¿Tiene fotos de Alfredo y Luis?

La observación le molesta, murmura palabras incomprensibles.

–Ya pasó, terminemos. ¿Por qué no dejamos a los muertos tranquilos?

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