EL PAíS › OPINION

Qué verde era mi banco

 Por Mario Wainfeld

Casi nadie, acaso sólo él, sabrá por qué Eduardo Duhalde garantizó que el que depositó dólares retiraría dólares. Minutos antes, había pactado con la flor y nata de su gabinete no comprometerse, porque era patente que no podría honrar su palabra. ¿Demagogia? Es una hipótesis confortante que no cierra del todo, porque la demagogia supone cierta sustentabilidad temporal del engaño y en este caso la revelación sería inmediata. Vaya usted a saber, tal vez fue el sobrepeso de decisiones terribles, tal vez un ataque de voluntarismo exacerbado. Como fuera, se trató de uno de los tantos contratos desbaratados en las enloquecidas semanas que mediaron entre el fin de la convertibilidad, la devaluación y la pesificación asimétrica.

Darwinismo en la City: El proceso ulterior fue endiablado, con múltiples actores tratando de salvar su pellejo, de cara a un gobierno débil y dotado de pocos recursos, no sólo en materia económica. Cuando el gobierno de Duhalde era un bebé de un mes, la Corte Suprema intervino con su fallo Smith. Jaqueada por la amenaza de juicio político, respondió con una sentencia incumplible, en alarde de poder y de irresponsabilidad institucional.

Los ahorristas defraudados acudieron a un abanico de tácticas, que arrojaron para una minoría resultados felices. Los amparos, decenas de miles en tres meses, permitieron zafar a unos cuantos, los que dieron con abogados vivarachos y cruzaron su destino con jueces solícitos. Varios de ellos sospechosamente solícitos.

Mirado en perspectiva, puede decirse que hubo una suerte de darwinismo financiero en el que sobrevivieron mejor los más dúctiles, los que supieron tomar microdecisiones más ajustadas a sus intereses, los que tuvieron suerte. Y los más fuertes, desde ya.

Nada nace de golpe: El darwinismo financiero no nació en 2002, se remonta al origen de las especies. Los ahorristas mejor informados, los más poderosos, los que juegan en la Eurocopa, predominantemente habían fugado sus capitales antes de diciembre de 2001.

Los grandes deudores dolarizados y las entidades financieras (corresponsables de la defraudación, del suicidio por goteo que fue la convertibilidad) consiguieron resguardo del exangüe Estado duhaldista. El gobierno paraba con el rostro mandobles imprevistos que no podía evitar (el retiro hormiga de los depósitos del corralón, los amparos) y otros imaginables a las que tampoco podía poner coto (las presiones del Fondo Monetario Internacional). Todos los protagonistas fueron urdiendo un juego interactivo (más pariente del TEG que del ajedrez) cuyas reglas básicas fueron reprogramadas varias veces desde el vamos.

La hora de los deudores: En pos de una síntesis excesiva podría decirse que hubo un proceso de energías sociales desatadas con actores tenaces en defensa de sus intereses, supuestamente plasmados en un contexto previo, que acuñó promesas míticas. Por decisión de los dos gobiernos nacionales existentes desde entonces, así como por decantación de la correlación de fuerzas, la resultante significó quitas importantes para deudores nada homogéneos. Los que tenían pactados en dólares sus prendas o sus hipotecas, las grandes empresas pilladas en divisas foráneas, de entrada. También lo fueron los usuarios particulares de servicios públicos: las tarifas fueron pesificadas y congeladas por la ley de emergencia económica de 2002, que en buena medida sobrevive. Y el Estado argentino, que defendió a capa y espada una disminución inédita de su deuda pública.

No fue democrática la distribución de las cargas. Una sociedad capitalista impiadosa reproduce y multiplica sus tendencias en momentos de anomia, de crisis del Estado, de empobrecimiento. Son las etapas de paz y administración, las que cuentan con un Estado presente y activo, las de estabilidad democrática y económica las que (ay, eventualmente) abren más chances equiparadoras a los trabajadores o las clases medias.

“Si al tiempo le pido tiempo”: El tiempo, insumo que la tenaz realidad le retaceó a Duhalde, comenzó a jugar a favor de un desenlace prolijo de tamaño desaguisado. Se desagregó el universo de los ahorristas: había más de 800.000 tenedores de plazos fijos en 2002, quedan 50.000 litigando a fin de 2006, si aceptan los cachondos redondeos argentinos. Bajó su combatividad, seguramente amortiguada por una coyuntura económica más promisoria que habilita, así sea en tono de expectativa, otras estrategias de supervivencia.

La Corte Suprema jugó un poco con la cronoterapia y ayer cerró el ciclo con una sentencia a la que cabe elogiar la unanimidad en el fondo de la decisión y una ración soportable de creatividad.

Si uno quisiera ser sarcástico diría que, al fin del camino, los que pusieron dólares se llevarán su equivalente en pesos. Pero, claro, las cosas son más intrincadas. El rendimiento financiero es una de las variables que debe garantizar una inversión bancaria. Hay otros, muy básicos, incumplidos como la liquidez y la seguridad. En las vicisitudes de seis años muchos proyectos comerciales o familiares zozobraron o se hicieron trizas, la angustia dominó o arruinó muchas vidas.

Con sagacidad y autocrítica, la Corte detalló que la función de su fallo es preservar “la paz social”. En efecto, la administración de justicia persigue básicamente la certeza en las relaciones, por eso pesan tanto los ritos procesales o la prescripción. La justicia, la equidad o la igualdad, mayormente, se dirimen en otras ligas. La económica, cuyas leyes de mercado son el reino de la disparidad. Y la política, que si es democrática, abre más resquicios al número frente a los capitales. La política y la economía no cerraron las heridas del corralito, pero hicieron bastante por este final. Injusto, jamás hubo margen para otro cierre, pero menos trágico que lo que podía vaticinarse hace un lustro o un bienio.

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