Viernes, 21 de agosto de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Gustavo Arballo *
Sin ver el expediente, una lectura jurídica posible del caso Cromañón era la de suponer que la solución penal más plausible era la de incendio (estrago) culposo como figura dominante.
Esa lectura jurídica hubiera revelado, también, una miope visión de conjunto. En el devenir del proceso, poco a poco se fue haciendo evidente que cualquier solución que no supusiera deliberación y propósito en la comisión de la masacre iba a ser, en la práctica, “intolerable” por su chocante oposición a las expectativas instaladas.
Como Cromañón no es, en ese sentido, una singularidad, formalizamos una suerte de teorema a modo de ejemplo: a partir de cierto número x de muertes (con x > 10, pongamos), la categoría “culposo” aparece de hecho inaplicable. En la narrativa de una tragedia hay una inaceptación básica que nos impide permitir que algo muy grave pudo surgir de la mera negligencia. Exagerando o sin exagerar, si el Titanic se hubiera hundido en jurisdicción argentina, los responsables hubieran sido condenados por 1517 homicidios dolosos.
En este contexto, la sentencia de Cromañón importa menos que la fábula del proceso de Cromañón. Aquella merece una discusión aparte en términos más o menos técnicos, pero tal vez importe más señalar que algunos de sus presupuestos son consonantes con las pulsiones punitivistas que emergen ante el hecho trágico, la masacre.
Nacida de la justa indignación, propalada y fomentada por el machaque mediático, esa pulsión punitivista se derrama, va encontrando resquicios y rebusques para infiltrarse por todas las categorías que cimentan el derecho penal.
Veamos qué ocurre entonces. Entonces, las clásicas disquisiciones entre acción y omisión son desplazadas por la teoría del “rol de garante”. Entonces, los escalafones de autoría y participación son leídos en clave conspirativa: todo involucrado es señalado como un culpable ya doloso obvio y natural, todo esbozo de distinción de responsabilidad será interpretado como una claudicación. Entonces, las categorías de culpa negligente y dolo típico son difuminadas y fulminadas por dolos eventuales. Entonces, las cadenas causales son estiradas elásticamente hasta llegar a detenerse prácticamente sólo frente a la dilemática decisión de si se va a imputar al huevo o a la gallina.
Estas líneas de razonamiento son naturalizadas y su persistencia es un hecho ya cristalizado, difícil de interpelar. Y eso es malo para la justicia en tanto poder del Estado y para la Justicia, a secas. En primer lugar, porque es innecesario: el derecho penal clásico no necesita de teorías conglobantes ni de suplementos especiales para identificar a los culpables y esclarecer los hechos, sean de la magnitud que fueren. En segundo lugar, porque es peligroso y puede hacer totalmente ilusorias las garantías penales que tanto ha costado asumir (y la metagarantía de que esas garantías valen, en fair play, para todos: todos los casos y todos los imputados). En tercer lugar, porque es ineficaz: multiplica los costos emocionales e institucionales del proceso y, sobre todo, multiplica los márgenes de error en todo el espectro posible de problemas, que van desde la arbitraria selección y transferencia de culpa a un elenco de chivos expiatorios hasta la no menos arbitraria exculpación de sujetos y prácticas ciertamente reprochables.
* Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa.
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