Domingo, 27 de agosto de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LA HISTORIA DE CRISTINA, LA MUJER CON DOS HIJOS MUERTOS POR EL PACO
De sus ocho hijos, le quedan seis. Uno se suicidó en medio de un ataque por la abstinencia. Al otro lo mataron por no prestar su pipa. Cristina había buscado ayuda en todos los ámbitos posibles, pero el Estado no llegó. O lo hizo demasiado tarde. Ahora intenta sobrevivir en otro lugar. Pero no tiene con qué irse de la villa.
Por Cristian Alarcón
Cristina, esa mujer baja y fuerte, se calla y anda con la cabeza gacha los doscientos metros de pasillo que hay desde la avenida Amancio Alcorta hasta su casa, en la villa 21 de Barracas. Apenas entra al barrio silencia el relato sobre sus dos hijos “muertos por el paco”: es que se percibe la omnipresencia de la pasta base que satura el barrio, lo invade y lo alimenta. Tres chicos de caras tiznadas fuman apenas con disimulo de una pipa, metidos en el zaguán de un rancho. Un viejo de pelo largo sale a la puerta del suyo a atender a otros dos que lo reclaman: vende pipas a un peso con cincuenta. Más allá, detrás de la fachada de un kiosco, las señoras saludan al pasar. Cristina Rosa Herrera se refugia en su casa y, recién entonces, habla: su hijo Ro en los últimos tiempos pedía que lo encerraran para no consumir, hasta que se colgó de una viga. Un año después, una noche de junio, Matías no quiso prestarles la pipa a dos pibes. Le dieron un tiro en la sien. A casi tres meses de esa noche, Cristina repasa los pasos que dio a lo largo de los últimos años para rescatar a sus chicos de la droga. Muestra, con calma, uno a uno los documentos que le quedaron: las órdenes de un juzgado para internarlo a Mati, incumplida. Las citaciones, las reiteraciones de la misma orden. La carta que le escribió al Presidente. Cristina no quiere vivir más en ese pasillo con sus hijos: quiere escapar con los que le quedan.
“Es una familia arrasada por el paco”, dijeron las primeras voces tras el asesinato de Matías Piedrabuena, de 15 años. Pero al conocer a Cristina se esfuma esa idea. Cristina no está ni remotamente cerca de estar vencida, o demasiado cansada; habla con la claridad de los desesperados. Su caso –la dramática historia de desencuentros con el Estado que culminaron con la muerte de los chicos– es apenas una muestra de los efectos reales de las violencias que circulan más allá de la mirada mediática y oficial; y que no se limitan al segundo que dura un disparo en medio de la noche, a su rebote sonoro, su golpear en los tímpanos de Cristina que teme por su cría. “Lo que más me da pena es ver que nadie está haciendo nada –dice para comenzar–. ¿No se dan cuenta que el día de mañana les puede llegar a sus hijos? Quizás ahí sí se empiecen a mover y vean lo que uno siente. Ver a tu hijo que consume todos los días, mugriento, que no se bañe, con la piel llena de hongos, lastimados los pies; y al final ver cómo se mueren, no es humano.”
Cristina
Cristina ha sido madre de ocho hijos. El de 26, Pablo, trabaja en una fábrica de papel. El que le sigue es Héctor, tiene 24, y vive con su propia familia. Luego venía Ro, suicidado en junio de 2005. Tras él, Johnatan, que ahora tiene 19 y está a punto de terminar con su recuperación después de una temporada en la comunidad terapéutica Isla Silvia. Lo sigue Vanesa, que tiene 18, vive con ella y ayuda con la crianza de los más chicos, Alan, de 11, y Dilan, de 4. Matías fue el último al que vio entrar en la adolescencia e írsele de las manos. Hace unos tres años encontró en Ro las primeras huellas de la sustancia. La dejadez, las noches de gira, los días sin volver a casa, los robos, la mugre, esa delatora que aumenta la degradación de los consumidores hasta impregnarlos del estigma: “fisuras”. Eso es lo que son ante los ojos del barrio. Su identidad comienza un día a desdibujarse y poco a poco, más rápido que las piernas de las madres recorriendo juzgados, instituciones y hospitales, se acercan al peligro.
Cristina nació en una familia de trabajadores: doce hermanos. Tantos llegaron a ser que los cuatro más chicos fueron a hogares. A ella le tocó pasar su infancia entre el Riglos, uno en Luján y por fin el Garrigós, al que casi no la iban a ver. “Después, ya grande, fui a ese lugar que ahora tiene que ver con adicciones, por mis hijos.” La adicción de los varones que la han rodeado desde siempre le jaqueó la vida. El alcoholismo embrutecía a su padre, a su padrastro, a sus hermanos. Quedó embarazada de un pibe de 20 años cuando tenía 13. A los 14 nació Pablo. Con los años prefirió la separación a la violencia. Nunca dejó de trabajar. En la peor época salió durante dos años a cartonear. Hace un tiempo que volvió a tener un ingreso fijo: 450 pesos por limpiar las oficinas de un banco.
Ro
A Cristina le queda claro que hubo un tiempo mejor, dice. Lo puede notar en algunas situaciones cercanas. Sus hijos mayores, los de 24 y 26, nunca fueron contestadores. Nunca la insultaron. Ro, un pibe pintón, fuerte, que nunca llegó a estar tan flaco como los adictos que caminan por el pasillo, era callado, reservado. Sólo se alteraba si alguien lo molestaba. Entonces se ponía “corajudo”. Como le dio por enamorarse a los 17 y armó rancho aparte, Cristina no vio el comienzo de su autodestrucción. “Empezó con pastillas”, sabe ahora. Son comunes, y aparecen en los relatos tanto como el paco, la droga elevada a categoría de mito como “fatal”. La mezcla de antidepresivos con alcohol sigue siendo el cóctel que desata las escenas de violencia entre los chicos. El paco los adormece, los ensimisma, los acorrala. Las pastillas les dan un impulso tan explosivamente vital, que les trastrueca el sentido y es bajo sus efectos como suelen darse las peleas más sangrientas. Ro dejó la escuela a los 13 años. Fue la época en que Cristina trabajaba mañana y tarde. “Como no me alcanzaba para todos los tenía que dejar solos”, dice, con la culpa cuando le toca hacer memoria. “Pienso en qué les ha faltado, y me digo; capaz que les faltó conversación, mi palabra.”
Como en una ley de Murphy perversa, a Ro se le sumaron tragedias. Fue padre a los 18. Pero cuando el bebé tenía 11 meses “le dio una enfermedad en la sangre parecida a la leucemia, como un cáncer fulminante”. Esa muerte lo enloqueció, dice Cristina. Le consiguió trabajo en limpieza pero lo dejó. Un día la llamaron porque lo habían detenido. Con un amigo, para comprar droga, le había intentado robar a una jubilada que salía del banco en Pompeya. Sin armas. Sin cuchillos. “Si vos le preguntás a alguno de mis hijos qué les enseñé yo: no importa que te digan ‘ahí va el ciruja’, hay que trabajar. Jamás toqué 10 centavos de nadie. Nunca le enseñé eso, por eso me dolió en el alma que lo haya hecho. Fui al juzgado. Como era la primera vez lo saqué.” Ro se separó de su chica y se mudó al rancho de un amigo. Antes ella quedó embarazada. No alcanzó a conocer a ese bebé, que hoy tiene 11 meses. Vivía atormentado con que también lo perdería. Fumaba, era casi todo lo que hacía. Vender hasta la última posesión para fumar.
En el Tribunal Oral de Menores que juzgó a Ro supieron, por Cristina, del consumo intensivo de paco. “Continúa diciendo que el motivo por el cual concurre es a fin de que se le extienda un oficio para que su hijo comience a realizar tratamiento por su adicción a las drogas. Manifiesta que ya ha concurrido al Paida, en el Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia donde según sus dichos le manifestaron que necesitaría un oficio del tribunal para que la evaluación se realice en forma más rápida”, se lee en una foja del Poder Judicial de la Nación del 23 de mayo de 2005. Ahora recuerda: “Un señor nos atendía cinco minutos adentro de una oficinita. El me dijo que podía hacer un tratamiento ambulatorio. En el tiempo que ellos tenían para comenzarlo, un mes hasta la primera entrevista, fue consumiendo cada vez más. Entonces yo iba todos los días al juzgado a hincharles para que lo internaran, que lo vinieran a buscar con un patrullero y me lo llevaran a algún lugar”.
La última noche Cristina lo encaró con cierta esperanza:
–Mirá, Ro, te mandaron una citación del juzgado.
–¿Para qué?
–Quizá para ver cómo estás vos en este tiempo, hasta que te hagas el tratamiento ambulatorio, qué sé yo.
–Y bueno, voy a ir. Después decile a mi compadre que me venga a abrir la puerta porque le pedí que me encerrara para yo no tener ganas de ir a consumir.
–Bueno, ahora yo le mando a avisar cuando venga pero yo me voy a ir a casa. Mañana me tengo que levantar muy temprano para venirte a buscar a vos.
Ro había decidido, solo, sin consejos de nadie, lo único que resultaba infalible cuando “el ansia” –como le dicen los colombianos al paco– se insinuaba. Pedía que lo encerraran. Le echaban llave al candado de la puerta de la pieza donde dormía, en lo de su compadre.
–¿Cómo que se hacía encerrar?
–Claro, él por ahí me decía: “Ma, ¿vos te vas?”. “Sí”. Y para él no poder salir, te decía: “bueno, cerrame que yo me voy a acostar a dormir”. Y dormía. Pero hay días que, por ejemplo, me decía: “No, quiero salir, quiero salir”, y yo lo dejaba salir, porque es como que les agarra como un ahogamiento cuando están con la abstinencia.
Cuando a las dos y media de la mañana le tocaron la puerta pensó que otra vez le había dado uno de esos ataques con convulsiones. El amigo lo había encontrado. “El cuerpo de él era grande, él era de un metro setenta y algo. El peso hizo que se estire el cable y quede arrodillado en el piso. Y lo encontró así. Lo quería sacar. Lo ayudó no sé quién, de ahí de los vecinos, y le cortó el coso que tenía en el cuello, un cable que se llevó la policía.”
Mati
Matías comenzó más chico que su hermano Ro. Se escapaba. Desaparecía. Y Cristina, como muchas madres de pibes que consumen, lo salía a buscar. Temía que siguiera el destino de Ro. “Había muchos recovecos para que el pibe pare. Yo ni sabía quiénes eran, pero, bueno, yo me metía igual por todos lados.”
Desde que mataron a Matías ya no deambula por el barrio. Ya no se mete en los fumaderos. Ya no anda puerta por puerta recuperando la ropa que sus hijos vendían para consumir. “Un pantalón nuevo a tres pesos. El pantalón de un amigo. Las zapatillas. La ropa de los hermanos más chicos.” Cuando intentaba parar se compraba una bolsa de golosinas, como un niño ansioso. A veces, cuando no daba más, para dormir se tomaba una pastilla. “Cuando se acostaba a dormir, yo no quería ni que hablen, ni que griten, silencio, cosa de que él no se levantara –dice Cristina–. Si era posible, yo prefería que durmiera dos días y que no saliera a ningún lado. Porque era una pesadilla. Vos tenés que estar a las dos, tres de la mañana despierta buscándolo o si escuchás tiros, tenés que correr a la puerta y mirar a ver si es tu hijo o no. Eso me martirizaba.”
Todo empeoró desde la muerte de Ro. Cristina recuerda con una serie de documentos en la mano, el largo y accidentado camino institucional que hizo su hijo Matías durante el último año. Aún lamenta el tiempo que le llevó conseguir una orden judicial para internarlo por la fuerza. Antes Matías pasó por cuatro comunidades o institutos terapéuticos conveniados con el Conaf. Nunca la jueza en lo civil María Rosa Bosio, que había ordenado una “protección de persona”, convocó al organismo que se supone está encargado de las alternativas terapéuticas para usuarios de drogas, la Secretaría de Prevención y Luchas contra las Drogas, Sedronar. “Ya era un momento terrible porque me desesperaba ver que se me podía morir. El mismo empezó a decir: me voy a matar. Pensaba mucho en el hermano. Le regalé un libro que decía: todos tenemos un ángel. Le conté al asistente social del juzgado y me dijo: ‘Señora, si se quiere matar que se mate’”. Por entonces ya maduraba la idea de irse. Se le ocurrió escribirle al presidente Néstor Kirchner. “Esperé y esperé, pero le di la carta”, cuenta. “Señor presidente; por la presente quiero felicitarlo por todas las cosas que hizo y por preocuparse tanto por la gente”, comienza antes de decirle que está “desesperada y desesperanzada” por el destino de su hijo de 15. “Hablé y toqué muchísimas puertas. Lo pude internar pero se escapó dos veces, adentro lo drogaban más que afuera. No sé qué hacer. Tengo dos hijos más de 11 y 4 y no quiero que se sigan criando aquí. Sé que están dando un préstamo por si alguien se quiere ir, y yo quiero irme pero no junto los requisitos que me piden, un recibo de mil pesos para acceder. Aunque sea una de esas casas antiguas que se están cayendo, yo la arreglaría”, pide. Al poco tiempo mataron a Matías. Entonces Cristina se dirigió a la senadora Cristina Fernández. Su carta ingresó por mesa de entradas el 18 de julio de 2006. “A mi hijo lo mataron los mismos delincuentes que viven en el barrio y la policía nunca hace nada: son ciegos, sordos y mudos. Por favor le ruego encarecidamente que me ayude a irme lo más urgente posible. Ya no soportamos vivir ahí y no tengo los medios suficientes para poder hacerlo sola”, escribió.
Matías estuvo a punto de ser internado como adicto tal como ahora algunos jueces ordenan –tras reiterados pedidos de los padres– que sean abordados los chicos en situaciones límite: con la policía. En el oficio que le envió la jueza Bosio el 7 de marzo al Conaf se lee: “A fin de que en el plazo de 48 horas procedan a la internación de Matías Nahuel Piedrabuena en una institución acorde a sus características requiriendo, de ser necesario, el auxilio de la fuerza pública a cuyo fin líbrese oficio a la División de Delitos contra Menores de la Policía Federal”. “Deberán constituirse tantas veces como sea necesario en el domicilio del menor en autos o en el que denuncien como su paradero y procedan a trasladarlo al lugar que disponga el Conaf”, dijo la jueza. Los atendieron en la misma oficina de siempre. El empleado dejó que la policía se fuera. Ella supo que Matías se escaparía. Y lo hizo. Así se fue la última oportunidad.
Esos dos últimos días, el sábado y el domingo, Matías se privó de fumar. Se aguantó porque los visitó Johnatan, el hermano que se recupera en la Isla del Tigre. Cuando Johny regresó a la comunidad, Matías salió. Lo volvieron a ver a medianoche. Después, Cristina se adormeció mientras miraba las noticias en el canal 14. Fueron pocos minutos. A las dos y veinte gritaron a su puerta. “¡Matías! ¡Matías!” Vanesa y Pablo corrieron y no le dejaron ver el cuerpo. Un policía les dijo que tenía pulso. Volvió a pensar que era un ataque. La ambulancia, no sabe por qué, nunca llegó. A las tres lo declararon muerto. Un testigo cuenta que el diálogo fue banal:
–Prestame la pipa.
–No te la presto.
–¡Volale la cabeza a este gil!
Y el sonido del revólver calibre 22. Y dos pibes que corren por el pasillo.
Esa noche Cristina los insultó. “Les dije a los policías de todo. Que no quieren ver lo que pasa acá. Que arreglan siempre con los transas. Que nos dejan solos.” Desde entonces se siente una refugiada en su propio barrio: lo que ahora pide es asilo. Siente que ha perdido su territorio, por eso sobrevivir para ella es desplazarse hacia otro sitio, porque Dilan y Alan están ahí, a su lado. Alan a los once años quiere “tener una carrera. Ser futbolista”. “Cuando mi mamá tenga plata me va a anotar para que juegue en Huracán”, dice.
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