Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
18:23 › ADELANTO DE UN LIBRO “EN TIEMPO REAL” SOBRE LA GESTION DE CAMBIEMOS
Por Eugenio Raúl Zaffaroni
Compilado por Ari Lijalad, Macri lo hizo es una antología de respuestas al ataque al empleo, la Justicia y la sociedad, con notas que van formando un retrato instantáneo. Como adelanto, parte del prólogo de Raúl Zaffaroni que habla de la ley bajo el macrismo.
Los autores de los diferentes capítulos de este libro se detienen en las medidas más significativas del actual gobierno en sus primeros cien días. Su lectura, en un juicio de conjunto, nos permite afirmar que, contra lo que una parte del electorado creyó de buena fe, no estamos viviendo una alternancia normal y saludable para la democracia, sino la pretensión de instalar un nuevo y diferente régimen.
La sagrada ley democrática impone que quien gana, aunque fuera por un voto, debe gobernar. Pero un Estado de derecho debe gobernarse de acuerdo con la ley, ante la cual todos somos iguales –o, por lo menos, debemos serlo– en dignidad y derechos, como reza la Declaración Universal incorporada a la Constitución y el propio artículo 16 del texto histórico. Lamentablemente, estamos vivenciando un caos jurídico, donde el Poder Ejecutivo manipula la Justicia –o a un sector lo suficientemente decisivo de ésta–, extorsiona al Senado nacional coaccionando a los gobernadores e intendentes, decide la coparticipación federal, legisla por decretos leyes al margen del Congreso de la Nación, despide a decenas de miles de empleados públicos impunemente, contrae deudas internacionales, negocia en condiciones dudosas, acepta condicionamientos al Congreso Nacional por parte de un juez provincial de Nueva York, alinea al país internacionalmente en consonancia con el poder mundial corporativo, estigmatiza a las universidades del conurbano bonaerense como centros de formación de militancia, desarticula organismos creados por ley y otras andanzas que sería largo enumerar, pero acerca de las que este libro ilustra sobradamente.
Una verdadera democracia debe, ante todo, respetar la voluntad popular, no sólo de la mayoría sino también –y por sobre todo– de la minoría. Lo debe hacer porque el respeto a la minoría implica respeto a la mayoría, a la que nunca puede privar de su también sagrado derecho a cambiar de opinión. En este caso, además, se trata de una minoría de casi la mitad del electorado, aunque la magnitud de la minoría no sea determinante a los efectos de caracterizar a una democracia. La democracia que no guarde el debido respeto a la minoría, en rigor, deja de ser una democracia, aunque algunos la denominen democracia plebiscitaria. Es obvio que no es posible considerar democráticos a regímenes dictatoriales, como el nazi o el fascista, por mucho que hayan sido votados por una mayoría. Es bastante claro que si lo que está sucediendo puede suceder en la Argentina, es porque el sistema de pesos y contrapesos de nuestra democracia funcionó bastante mal, por no decir pésimamente mal.
Aunque hoy todas las constituciones contienen declaraciones de derechos, lo cierto es que –aunque esto sorprenda a muchos– una constitución puede no tenerla, como no la tenía la Constitución norteamericana originaria, porque la esencia de una constitución es la distribución del poder, a efectos de que ningún sector pueda hegemonizarlo y, por ende, los derechos de las minorías queden a salvo. Las declaraciones de derechos son importantes y hoy prácticamente no se concibe una constitución que no declare derechos, pero si la distribución del poder falla, la constitución falla en su función esencial y esas declaraciones quedan reducidas a expresiones de buenas intenciones declamadas líricamente.
Lo que vivimos hoy es demostrativo de que esta esencia institucional ha fallado. Tenemos una Constitución, es la única que tenemos, debemos usarla y tratar de cuidarla, pero no por eso debemos creer que es buena. Al igual que si tuviésemos un vehículo defectuoso –sin la posibilidad de disponer de otro– no nos queda otra alternativa que usarlo, arreglarnos con el que tenemos, pero no por eso afirmaríamos que disponemos de un vehículo inmejorable, cuando es evidente que se detiene a cada rato y, en este caso, parece incluso que comienza a despedir humo negro del motor.
En nuestra historia de diástoles y sístoles de movimientos populares que ampliaron inclusivamente la base de ciudadanía real, y de las resistencias proconsulares excluyentes que los atacaron y neutralizaron, respondiendo a intereses foráneos, estas últimas cometieron atrocidades institucionales y humanas que hacen empalidecer cualquier posible abuso de los primeros, al tiempo que se permitieron negociados de proporciones siderales, que deja reducida a una mezquina propina cualquier corrupción de los primeros.
No obstante, las neutralizaciones de los movimientos de inclusión social tuvieron que pagar el costo de dejar en la historia manchas institucionales indelebles.
Yrigoyen se las arregló con la Constitución histórica, porque le bastaba con hacer realidad la soberanía popular, que hasta su elección había sido burlada por completo. Para derrocarlo, la reacción excluyente necesitó esperar los efectos de una crisis mundial, pero también quebrar la Constitución histórica con un golpe de Estado brutal, que llevó al poder a un corporativista de extrema derecha, formado en el imperio alemán. La Corte Suprema firmó la vergonzosa acordada de 1930, pero también miró distraídamente hacia otro lado con los fusilamientos in situ, el sometimiento y la ejecución de civiles por consejos de guerra y otras aberraciones falsamente amparadas por la hoy felizmente desaparecida ley marcial, cuyo propio texto tantas veces se burló, para usar solo su nombre.
Perón era un militar, pero inteligente, y aunque parezca que los militares no son muy cultores del derecho, como político se dio cuenta de que necesitaba otra Constitución, y se la encomendó a Sampay. Perón cayó en la cuenta de que su obra incluyente necesitaba un seguro institucional, un obstáculo normativo a la regresión, y eso fue la Constitución de 1949. Para derrocarlo, no solo fue necesario bombardear por primera vez desde el aire una capital del continente americano, ametrallar al Pueblo, fusilar sin proceso, sancionar el decreto 4161/56, sino también derogar por decreto una Constitución, con el pretexto de que la constituyente no había sido convocada con los matemáticos dos tercios de una de las dos Cámaras del Congreso. Lo curioso fue que, de inmediato, la dictadura convocó a otra constituyente, pero sin ningún voto del Congreso, que estaba disuelto.
No creemos que lo normativo sea capaz de contener una violencia descontrolada, puesto que un tsunami no se detiene con normas jurídicas, como lo prueba la neutralización de la Weimarer Grundgesetz por el nazismo, pero por lo menos debe reconocerse que constituye un fuerte obstáculo y su remoción deja siempre una mancha imborrable en la historia, carga al violador con un estigma que no se olvida fácilmente, requiere de su parte un esfuerzo que lo ensucia para siempre.
Pero ahora hemos llegado a la situación regresiva sin que quienes hegemonizan todo el poder carguen con ningún estigma, aunque en verdad, debe reconocerse que en este brevísimo tiempo han realizado un considerable esfuerzo por hacerse de él en la gestión misma. De todos modos, su llegada al poder no los mancha, el esfuerzo incluyente se vio frustrado por primera vez en nuestra historia, sin costo institucional.
Dejando de lado la campaña de medios monopólicos y el actual blindaje mediático por parte del mismo monopolio, lo cierto es que se hicieron del poder absoluto solo ganando una elección por un puñado de votos. La llegada no tuvo costos análogos a los de 1930 ni a los de 1955 debido a que el modelo incluyente no había montado sus propias defensas institucionales, adecuadas al poder planetario de las corporaciones trasnacionales, característico de este momento y de esta etapa y modalidad del colonialismo en fase avanzada. Por ende, quedó en una clara situación de vulnerabilidad ante el empellón regresivo.
No tenemos una Constitución que garantice los derechos de la minoría y, por ende, tampoco los de la mayoría. El sistema de pesos y contrapesos en el poder está fallado, la mitad del Pueblo carece de todo poder jurídico. ¿Fue esto un error? No dudamos de que lo fue, aunque como atenuante debe reconocerse que ese descuido, en alguna medida, respondió al hecho de que nuestro Pueblo no tenía mucha fe en el derecho y, por ende, se pensó quizá que un proyecto institucional no hubiese movido multitudes y hubiese chocado con obstáculos difíciles de sortear.
Esa escasa fe en el derecho no es producto de ignorancia ni signo de inferioridad, como podrían afirmar algunos selectos intelectuales adueñados de la verdad elitista. Se trata del resultado natural de una larga experiencia histórica en la que el derecho siempre fue mentiroso con el Pueblo, hasta hipócrita podría decirse. Así sucedió desde que Isabel la Católica entregaba a los indios a los encomenderos para que los adoctrinasen –y todos sabemos que los esclavizaron– hasta la Constitución de 1853-1860 que garantizaba la soberanía popular, pero el Pueblo quedó al margen de todo protagonismo político y fue burlado por el fraude primero y por proscripciones de los partidos mayoritarios después. Aquí los peores crímenes se cometieron en nombre del derecho, de la República, de la democracia y hasta de la Constitución. La máscara del derecho hizo que nuestro Pueblo desconfiara siempre de su invocación; razones no le faltaban.
Muchas veces hemos escuchado el comentario: los alemanes creen en el derecho, lo respetan, nosotros no. Tienen razón en creer en el derecho, porque, aunque pasaron atrocidades, nadie los engañó: el emperador fue de un imperio, la República de Weimar fue democrática, Hitler fue nazista, la DDR fue comunista, etc. Nadie, ni bueno ni malo o peor, se disfrazó de nada ni invocó nada diferente a lo que hizo, hayan sido aciertos o atrocidades. Pero esa no es nuestra experiencia, donde la máscara del derecho fue usada por las peores dictaduras, por los personeros del colonialismo, donde todos se disfrazaron incluso de liberales, como si las francesas que hace más de dos siglos avanzaban cantando “La Marseillaise” hubiesen estado en las cabinas de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo (...).
No obstante, creemos que esto ha variado en buena medida en los últimos treinta años; hoy gran parte del Pueblo sabe que debajo de las formas hay algo que es derecho y que también se esconde el no derecho. No se trata de una mera impresión y menos aún de una expresión de deseos, sino que este cambio se puede verificar en las protestas, en los reclamos de diferentes sectores, que se quejan de la inoperancia o arbitrariedades de la Justicia. Esos reclamos han corrido el velo de opacidad que cubría los estrados y todo lo que allí sucedía, lo critican, pero no para romper todo, sino para reclamar derecho. No abrigamos duda acerca de que la pulsión incluyente volverá a triunfar en algún momento, porque los Pueblos no se quedan quietos, y menos el nuestro, que ha generado una fuerte tradición popular y nacional (...)
No olvidemos que venimos de una historia constitucional complicada y accidentada. La Constitución de 1853 dejó abierto un problema hasta el presente: hoy lo llamamos coparticipación federal; en aquel momento se llamó la aduana y determinó la segregación de Buenos Aires hasta los hechos que culminaron en 1860; una historia no muy feliz, por cierto. En 1949 entramos al constitucionalismo social, pero en 1956 se derribó esa Constitución para engancharnos en el sistema financiero mundial y, de inmediato, una constituyente mal nacida le agregó el famoso artículo 14 bis, como cuña de extraña madera. Una dictadura posterior le introdujo reformas temporales, que se disolvieron con el golpe de 1976. En 1994, el afán reeleccionista del momento dio lugar a una reforma que, luego de obtenido el despacho que se buscaba, se terminó a las apuradas, con instituciones mal definidas y perfiles difusos, que buenos problemas ha causado. En la urgencia final, tuvo al menos la virtud de incorporar los tratados internacionales de derechos humanos al texto. Los derechos sociales, eliminados en 1949, volvieron a la Constitución por la insólita vía del derecho internacional, aunque algunos juristas quieran hoy neutralizarlos con argumentos de doble derecho, que hizo propios el colonialismo británico en la última posguerra.
Esta historia, que refleja de alguna manera nuestras tribulaciones, llega hoy a una crisis mediante el caos jurídico creado por el actual gobierno, lo que no puede menos que convencernos de una buena vez de la necesidad y urgencia de una profunda refundación institucional de la nación.
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