Viernes, 20 de junio de 2008 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Inés Izaguirre *
La patota femenina de requisas de la cárcel de mujeres de Ezeiza allanó el 23 de mayo pasado, por primera vez desde que se inició en 1985 el programa universitario en las cárceles, el local donde se realizaban las actividades académicas. El programa se había iniciado en la Cárcel de Villa Devoto, el CUD, con el impulso de Sergio Shocklender desde adentro y diversas personas solidarias desde afuera. Nuestra Carrera de Sociología comenzó allí a participar en 1987, y desde entonces lo hace regularmente en todas las dependencias donde la universidad interviene, a través del Programa UBA XXII. A poco andar, el programa mostró la eficacia de sus objetivos: recuperar la dignidad de las personas que han transgredido la ley, mostrarles que es posible construir su libertad interior y que pueden ser seres mejores, ante los demás y ante sí mismos: los presos que estudian no reinciden.
Tan sólo tres semanas antes, el 29 de abril, la Procuración Penitenciaria Federal, a cargo del Dr. Francisco Mugnolo, había presentado en la Facultad de Derecho una investigación del organismo, dirigida por la socióloga Alcira Daroqui, delegada de Sociología en el Programa UBA XXII, en que por primera vez se escucha “la voz de los presos”: la investigación consistió en entrevistas a 939 presos de ambos sexos de cárceles federales de todo el país, el 10 por ciento de esa población carcelaria, realizada entre el 29 de junio y el 7 de septiembre de 2007, donde se les preguntaba sobre sus condiciones de detención. Yo asistí al importante panel de expositores, compuesto de docentes especializados y de expertos internacionales y nacionales. Y tuve oportunidad de cotejar las declaraciones de aquellos y aquellas que se animaron a hablar aun en las condiciones de mayor vulnerabilidad, las del prisionero que sabe de la venganza posterior de sus carceleros. Pude mirar las fotografías de sus cuerpos golpeados, vulnerados, heridos; moretones enormes, oscuros; brazos rotos, costillas fisuradas, quebraduras; ojos en compota, quemaduras de cigarros, parches en la cabeza. La marca de la infamia del que sólo aprendió a ejercer la violencia física directa para humillar y la violencia psicológica para ejercer su dominio y quebrar la resistencia, con el agregado de la envidia y el odio contra el que se propone estudiar para ser mejor persona, y no se anima a imitarlo. En cuanto a la requisa personal, ésta se practica en todas las prisiones, con variantes, y los blancos predilectos son las mujeres y los jóvenes hasta 24 años: “El 83 por ciento de los presos consultados fue obligado a exponer su cuerpo completamente desnudo; un 24,8 habló de una modalidad más humillante todavía: desnudo con flexiones para revisarles los genitales. Un 46,7 enfrentó también desnudos parciales y cacheos. Estos últimos casos se elevan en las mujeres a 72,2 y 84,1 por ciento, respectivamente. El mayor despliegue de estos métodos se registra en los penales de Ezeiza, Neuquén y Rawson”, especifica la investigación. El personal de requisas es seleccionado para esa tarea: los hombres y mujeres “mejor inhumanizados”.
Como decía nuestro querido Fernando Ulloa, el desarrollo de la crueldad tiene como antecedente la falencia de ternura en el recién nacido. Pero también requiere un dispositivo sociocultural que sostenga el accionar de los crueles, así en plural, porque la crueldad necesita la complicidad impune de otros. ¿Qué otros? ¿Quiénes?
Simultáneamente, leo en la Revista de la Facultad de Ciencias Sociales, un avance de investigación de tesis de Karina Mouzo, sobre la formación del personal penitenciario y descubro el secreto: nada ha cambiado desde la dictadura. En el encierro ideológico de las escuelas de formación penitenciaria, los sujetos –nunca mejor utilizado el término– son construidos en la regla máxima del orden de lo inhumano: la obediencia debida, y “pasan por un proceso de desubjetivación que los vacía en parte de su potencia para actuar en forma autónoma y los conmina a ‘hacer cuerpo’ los mandatos de la autoridad”. Casi simultáneamente, el CELS ha presentado un informe estremecedor sobre la situación carcelaria en la Argentina.
Como investigadora, sé que el primer paso para modificar una situación es el conocimiento. Como vemos, conocimiento no nos falta. Tal como lo anticipa la investigación de la Procuración Penitenciaria, la venganza se ha producido. Sobre los cuerpos y en los ámbitos más vulnerables. Se ha infringido la propia ley, la que acordaron las autoridades del Estado con la UBA acerca del respeto al ámbito de estudio, y que siempre se había cumplido. Sabemos que alguien dio la orden, porque los cuerpos represores no actúan de otra manera. Queremos saber quiénes son los que dieron la orden y lo silencian. Sujetos torturadores producidos por instituciones violadoras de derechos humanos. Tortura institucionalizada, aceptada como normal y cotidiana, que debe violar cotidianamente el cuerpo y la mente del represor, para construirlo como violador. Sociedad hipócrita, capaz de paralizar el país y de angustiarlo si se afecta su tasa de ganancia o si disminuye el rating mediático. Esto es lo que ocurre en nuestras sociedades escindidas, desiguales, jerárquicas. Toda situación de poder que naturalice la desigualdad y la jerarquía es una situación de violencia permanente, que nos escinde como miembros de una especie humana única, que transforma una porción de sujetos en objetos. Ejercitar nuestra autonomía es resistir esos embates, por pequeños que sean, del poder excluyente. Es recuperar nuestra humanidad.
* Socióloga, profesora consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), covicepresidenta de la APDH.
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