Domingo, 20 de enero de 2013 | Hoy
Por Gustavo Nielsen
El cuento por su autor
Entre mis treinta y mis cuarenta y cinco años fui a escribir a una casa en la playa que me prestaba Hebe, la mamá de la arquitecta Valeria del Puerto. Funcionaba adentro de un complejo diseñado por el estudio Lacroze, Miguens, Prati en La Pedrera, Uruguay. Para llegar me tomaba un buque hasta Colonia, con micro a la Terminal de Tres Cruces y ahí el Onda o el Cot, o algo así, unos colectivos que entraban en ese balneario a mediodía. Conjugo los verbos en pasado no porque la casa haya sido demolida, sino porque la vendieron, y yo soy el que no puede volver.
Iba en invierno; durante el verano la alquilaban. Hebe me dejaba pagar la electricidad y cambiarle la bombona de gas. Pasaba un mes solo, casi todos los años, de cara al mar uruguayo. Sin teléfonos, ni tele, ni radio, ni mails. Aislado con mi lapicera Scheaffer, cientos de cartuchos de todos colores y una resma de repuestos Rivadavia tamaño escolar. Compraba la comida en una pequeña proveeduría, la única abierta, y me la hacía llevar. Tardaba en entrar en proceso de escritura un día, a veces dos. Cuando me sumergía en mis libros, pasaba a no distinguir horarios y luces, me salteaba almuerzos o cenas, me olvidaba del frío y de dormir, por la gran euforia que me daba ocuparme solamente de inventar historias en ese lugar.
Si ya no se me ocurrían ideas, me ponía la campera, caminaba hasta el mar y en un corto paseo descalzo recargaba las pilas de la imaginación. A veces bajaba a pescar con mi reel chileno –una lata vacía de duraznos y una línea con anzuelo y plomada–; a veces bajaba a dibujar. Al principio tenía que volver corriendo, para no olvidarme de un diálogo o una descripción. Después me compré un grabador.
La mayoría de las historias que escribí en esa casa fueron planeadas en Buenos Aires. Pasó con “El amor enfermo”, por ejemplo, o “La otra playa”. Pero hubo algunos cuentos que salieron directamente del paisaje, solamente por el hecho de estar acovachado ahí. Casi todos fueron publicados en Marvin. El propio cuento “Marvin” surgió de la experiencia de darles una clase de dibujo a los chicos de la escuela rural. La maestra me encontró en la orilla, dibujando barcos hundidos, y me pidió que fuera. Otro cuento es “A Wilmo lo dejó la mujer”. Wilmo era el jardinero del complejo, y yo el único con quien él hablaba en el invierno. El que hoy se publica cierra el libro, la muestra de lo que un entorno es capaz de dictar. La extraño...
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