Viernes, 26 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Stendhal
No se ha visto en estos tres siglos nada que recuerde, ni aun de lejos, la hazaña de Miguel Angel. Si meditamos en lo que debió pasar en el alma de aquel hombre tan celoso de su gloria y tan severo consigo mismo, cuando, ignorante hasta de los procedimientos mecánicos del fresco, se encargó de la inmensa obra, creemos ver en él una fortaleza de carácter igual, si ello es posible, a la grandeza de su genio.
El viajero que penetra por primera vez en la Capilla Sixtina, grande como una iglesia, queda espantado de la cantidad de figuras y la multitud de cosas que cubren la bóveda.
No hay duda de que hay demasiada pintura; cada uno de los cuadros haría un efecto centuplicado, de estar aislado en un techo de tonos oscuros. Es el comienzo de la pasión de lo excesivo. Idéntico defecto hay en las Logias de Rafael y en sus Cámaras en el Vaticano.
Las personas sin afición a la pintura ven con gusto los retratos en miniatura. Los colores son agradables y el dibujo se aprecia sin esfuerzo. La pintura al óleo tiene para ellos un no sé qué de rudo y severo; los colores, sobre todo, les parecen menos bellos. Igual sucede a los aficionados noveles con la pintura al fresco. Es género difícil de ver. La vista necesita educarse, y esta educación sólo se puede adquirir en Roma.
En este momento del viaje del alma sensible hacia la belleza pictórica, surge un peligroso escollo: “Tomar por admirable lo que en realidad no procura ningún placer”.
Roma es la ciudad de las estatuas y de los frescos. Al llegar, se debe ir a ver las escenas de la historia de Psiquis pintadas por Rafael en el vestíbulo del palacio de la Farnesina. Se apreciará en estos grupos divinos una dureza de la que no es del todo responsable Rafael; pero que es muy útil para el aficionado novel y facilita mucho la educación de la vista.
Se debe resistir a la tentación y cerrar los ojos al pasar ante los cuadros al óleo. Después de dos o tres visitas a la Farnesina, se irá a la Galería Farnesio, de Aníbal Carracci.
Se irá a ver la Sala de los Papiros, en la Biblioteca del Vaticano, pintada por Rafael Mengs. Si por su frescura y su afectación este techo agrada más que la Galería de Carracci, es necesario hacer un alto en la marcha. Esta repugnancia no es debida a la diferencia de las almas, sino a la imperfección de los órganos. Quince días después se puede uno permitir la entrada en las Cámaras de Rafael en el Vaticano. Ante aquellos muros ennegrecidos, la vista aún novicia exclamará: Rafael ubi est? No son demasiado tiempo los ocho días de estudio que concedemos para sentir los frescos de Rafael. Se echará todo a perder si malgastamos, ante los cuadros al óleo, nuestra sensibilidad para la pintura, ya muy maltrecha por las contrariedades del viaje.
Después de un mes de estancia en Roma, durante el cual no habremos visto sino estatuas, casas de campo, arquitectura y frescos, puede por fin, un día de hermoso sol, aventurarse uno a entrar en la Capilla Sixtina. Y aun es muy dudoso que nos dé gusto alguno.
En el alma de los italianos para quienes pintó Miguel Angel, concurría el conjunto de afortunadas casualidades que dieron al siglo XV casi todas las cualidades necesarias para las artes; y además, ocurre hasta en los habitantes de la Roma actual, tan envilecidos por la teocracia, su vista hecha desde la infancia a contemplar las más diferentes producciones del arte. Ante la superioridad que quiera atribuirse un habitante del Norte, anotemos, primero, posiblemente su alma fría; en segundo lugar, no sabe ver y está ya en una edad en que la educación de la vista es cosa incierta.
Pero supongamos, en fin, unos ojos que saben mirar y un alma que sepa sentir. Al alzar la vista al techo de la Sixtina, vislumbraréis compartimientos de todas las formas y la figura humana reproducida con todos los pretextos.
La bóveda es plana y Miguel Angel ha fingido aristas sostenidas por cariátides. Estas cariátides, como es natural suponerlo, se ven escorzadas. Rodeando la bóveda, entre las ventanas se ven figuras de Profetas y Sibilas. Sobre el altar donde dice misa el Papa, aparece la figura de Jonás; y partiendo de Jonás y en el centro de la bóveda hasta la puerta de entrada, están representadas escenas del Génesis en compartimientos cuadrados, alternativamente grandes y pequeños. Hay que aislar mentalmente estos compartimientos de cuanto los rodea y considerarlos como cuadros. Julio II tenía razón: este trabajo mental sería más fácil si las pinturas resaltasen sobre un fondo de oro como en la Sala de los Papiros. A esa distancia la vista tiene necesidad de algo que brille.
La escultura griega no quiso reproducir nada que fuese terrible; había suficientes desdichas en la realidad. Por tanto, en el inmenso dominio del arte nada hay comparable a la figura del Eterno haciendo surgir al hombre de la nada. La postura, el dibujo, los ropajes, todo es asombroso. El alma se siente sobrecogida por sensaciones que no está habituada a recibir por la vista.
Cuando en nuestra malventurada retirada de Rusia nos despertaba de repente en medio de la negra noche un cañoneo obstinado y que se acercaba por momentos, todas las fuerzas de nuestro ser se agolpaban en el corazón; estábamos frente al destino y despreciando todas las pequeñeces de la vida nos disponíamos a disputársela al destino fatal que se aproximaba. La contemplación de estas pinturas de Miguel Angel ha hecho que volviera a sentir aquella sensación casi olvidada. Las almas grandes viven en sus propios recuerdos; las demás tienen miedo y enloquecen.
Sería absurdo pretender describir estas pinturas. Los monstruos de la imaginación están formados por la reunión de partes diversas tomadas de la naturaleza. Pero el lector que no se ha visto frente a frente con los frescos de Miguel Angel no ha visto nunca ninguna de las partes con que compone aquellos seres sobrenaturales, y sin embargo tan naturales en la forma en que nos los presenta; hay que renunciar, pues, a dar una idea de ellos. Podría leer el Apocalipsis, y a la noche, a hora avanzada, con el alma obsesionada por las gigantescas imágenes del poema de San Juan, examinar atentamente unos buenos grabados de la Sixtina. Hasta esto es difícil. Tanto más los asuntos están por encima de lo humano, tanto más habrán de ser buenos los grabados que los reproducen.
Los cuadros de esta bóveda pintados en lienzo formarían una galería de un centenar de obras tan grandes como la Transfiguración. Hay en ellas modelos de perfección en todos los géneros, incluso en el claroscuro. En los pequeños triángulos sobre las ventanas se ven grupos de figuras de acabada gracia.
En El Diluvio hay una barca cargada de desdichados que intentan en vano abordar el Arca. Combatida por inmensas olas, casi anegada, perdida de vela, y con ella su último medio de salvación, la vemos hundirse y desaparecer.
Próxima se levanta la cuna de una montaña convertida en isla por la crecida de las aguas. Una muchedumbre de hombres y mujeres en variadas posturas, todas espantosas de ver, intentan ponerse un poco a cubierto bajo una tienda de campaña, pero la cólera de Dios crece y son aniquilados por el rayo, bajo torrentes de lluvia.
El espectador, abrumado por tanto horror, baja la vista y se va. A mí me ha ocurrido y no he podido retener en la Sixtina a visitantes llevados por mí. En días sucesivos tampoco podía hacerlos detenerse frente a ninguna obra de Miguel Angel en las otras iglesias de Roma. Se me ocurría decirles: “Es superior a un hombre, por muy grande que se le suponga, el adivinar no una sola verdad aislada sino todo el futuro del género humano. Miguel Angel no podía prever el camino que había de tomar el espíritu humano, al estar sometido a la influencia de la Inquisición o a la de la libertad de prensa”.
Se comprende la imposibilidad de hallar o de recobrar la hermosura de los dioses o bello ideal antiguo bajo el imperio universal de un prejuicio tan feroz como el de considerar a Dios como un ser soberanamente terrible. Una religión que admitía la presciencia en la Divinidad y añadía: Multi sunt vocati pauci vero electi, impedía para siempre a sus Miguel Angel el llegar ser unos Fidias. Hacía a su Dios a imagen del hombre, pero idealizándolo en sentido contrario, lo despojaba de la bondad, de la justicia y las demás excelsas virtudes y le reservaba únicamente el deseo de venganza y una sombría ferocidad.
¿Qué papel hubieran hecho en el Juicio Final el Júpiter Mansuetus o el Apolo de Belvedere? Sencillamente ridículo. El amigo de Savonarola no pretendía personificar la bondad en el juez terrible, que por los errores pasajeros de esta corta vida precipita a los hombres en una eternidad de sufrimientos.
En la Sixtina, están los modelos, tan frecuentemente citados, del género terrible. Son además una prueba de que hay que tener un alma apropiada a tal estilo, exactamente como para el género gracioso, pues los Vasari, los Salviati, los Santi di Tito y toda la turba de mediocres de la escuela florentina que durante sesenta años copiaron exclusivamente a Miguel Angel no pudieron llegar nunca más que a lo duro y feo, pretendiendo lo majestuoso y terrible. Como en la escultura la calma de las pasiones sólo puede expresarla el hombre que ha padecido todos sus furores, así para ser terrible es preciso que el artista martirice cada una de las fibras de su alma por medio de las cuales pueda sentir las sensaciones apacibles; puede ya después pasar a despertar el pavor en nuestra alma.
En Francia confundimos el aire noble con el aire señorial, siendo casi cosas contrarias; uno es la costumbre de los pensamientos nobles y elevados, el otro la costumbre de los pensamientos que preocupan a las personas que han nacido en noble cuna. Como los grandes señores no han existido nunca en Italia, es raro que en Francia se comprenda a Miguel Angel.
En la Sixtina, todo el aire altivo de las figuras, la audacia y la fuerza que trasciende de sus rasgos, la calma y gravedad de los movimientos, los ropajes que los envuelven de manera inaudita y singular, su desprecio para lo que sólo es humano, todo denuncia a seres a quienes habla Jehová y por cuya boca dicta sus leyes.
Este carácter de terrible majestad nos asombra sobre todo en el Profeta Isaías, que absorto en profunda meditación mientras lee el libro de la Ley, una mano señalando al pasaje que medita, la cabeza apoyada en la otra mano, entregado a sus hondos pensamientos, es llamado de repente por la voz de un ángel. Ni un movimiento brusco, ni un cambio de postura al oír la voz del mensajero celestial, vuelve lentamente la cabeza como a pesar suyo.
Son doce figuras, todas asombrosas; Jonás, admirable por las dificultades de dibujo vencidas; Jeremías, con su descuidada vestidura reveladora de la negligencia a que llevan las desgracias y sin embargo con tanta majestad en sus grandes pliegues; la Sibila Eritrea, bella y terrible, como un enemigo a quien se estima. Todas hacen conocer al hombre sensible una nueva belleza ideal. También Aníbal Carracci prefería, con mucho, la bóveda de la Capilla al Juicio Final. Encontraba en éste un exceso de ciencia.
Todo es original y sin embargo variado en los ropajes, en los escorzos, en las actitudes llenas de fuerza.
Una reflexión acerca de la majestad. Un gran poeta que cantó a Federico II me decía un día: habiéndose enterado el rey de que los soberanos extranjeros criticaban su honor a las letras, dijo al cuerpo diplomático reunido en una de sus audiencias: “Decid a vuestros señores que si soy menos rey que ellos se lo debo al estudio de las letras”.
Y yo pensé al instante: ¿De manera, querido poeta, que al cantar la magnanimidad de Federico sabes que mientes y lo haces sólo para conseguir un efecto? Eres un hipócrita.
Este gran defecto de la poesía seria no lo tuvo Miguel Angel. Estaba embaucado por sus profetas.
El impaciente Julio II, a pesar de su avanzada edad, quiso muchas veces subir hasta el último piso del andamiaje. Afirmaba que aquella manera de componer y dibujar no se había visto nunca. Cuando estaba la obra a medio terminar, es decir, cuando estaba pintada desde la puerta a la mitad de la bóveda, exigió a Miguel Angel que la descubriese: Roma quedó asombrada.
Se cuenta que Bramante pidió al Papa que Rafael pintase el resto de la bóveda y que Miguel Angel quedó anonadado ante la idea de tamaña injusticia. Se acusa a Rafael de haber aprovechado la autoridad de su tío para entrar en la Capilla y estudiar el estilo de Miguel Angel antes de la exposición pública. Es ésta una cuestión en la que es difícil opinar y hablaré de ella en la vida de Rafael. Por otra parte, a la gloria del pintor de Urbino no le puede afectar el haber estudiado o no el estilo de Miguel Angel, sino el haber triunfado. Lo cierto es que Miguel Angel, apurada ya toda la paciencia, descubrió al Papa las iniquidades de Bramante y creció con ello su privanza. Contaba en sus últimos años a los que le decían que aquella segunda mitad de la bóveda era tal vez lo más sublime de cuanto había hecho en pintura, que después de aquella exposición parcial volvió a cerrar la Capilla y continuó su trabajo, pero acosado por la furia de Julio II no pudo terminar sus frescos como hubiera querido: por ejemplo, los asientos de los profetas no están dorados en esta segunda mitad. El Papa le preguntó un día cuándo acabaría y el artista respondió, como tenía por costumbre: “Cuando quede contento de lo que hago”. “Me parece que quieres que te tire del andamio abajo”, le gritó el Papa. “No te daré ocasión de hacerlo”, se dijo por lo bajo el pintor, y dirigiéndose a la Sixtina hizo desmontar el andamio. Al día siguiente, día de Todos los Santos de 1511, el Papa tuvo la satisfacción, tan deseada hacía tanto tiempo, de decir misa en la Sixtina.
Apenas terminada la ceremonia, Julio II hizo llamar a Miguel Angel para decirle que había que enriquecer los frescos con oro y azul de ultramar. Miguel Angel, por no volver a armar el andamio, respondió que lo que faltaba no tenía importancia. “No sabes lo que dices, hay que poner oro.” “No creo que los hombres llevemos oro en los trajes”, respondió Miguel Angel. “La capilla tiene aspecto de pobreza.” “Los hombres que he pintado eran pobres.”
El Papa tenía razón. Por su oficio de sacerdote sabía que la riqueza de los altares y el esplendor de las vestiduras sagradas aviva el fervor de los fieles que asisten a una misa solemne.
Miguel Angel recibió por esta obra tres mil ducados y había gastado en colores alrededor de veinticinco.
Sus ojos estaban de tal manera acostumbrados a mirar hacia arriba, que al terminar la bóveda notó con gran inquietud que al mirar hacia abajo apenas veía; para leer una carta tenía que colocarla más alta que la frente; esta molestia le duró muchos meses.
Como hemos dicho, después de pintar el techo de la Sixtina su privanza con el Papa alcanzó extremos inauditos. Julio II lo colmó de presentes. El Papa sentía por él una viva simpatía y Miguel Angel estaba considerado en Roma como el más estimado de los cortesanos.
Este fragmento pertenece a Historia de la pintura en Italia (Editorial Claridad), de Stendhal.
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