Sábado, 24 de diciembre de 2011 | Hoy
CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
Por Mempo Giardinelli
El 24 pasado decidí quedarme a verlo, por eso lo cuento ahora. No podía creer que ni en la Nochebuena algo no cambiase en la vida de Don Lauro.
Me explico: Don Lauro está todas las tardes frente a mi casa. Desde hace una pila de años, en la vereda de enfrente, sentado en un sillón de esos de director de cine, un poco desvencijado y en actitud de atento, pero rutinario vigilante de la cuadra. Puede decirse que desde mi ventana lo vigilo yo a él, de lunes a sábados y de 16 a 24.
Sentado y con el estribo de hierro asomando de la botamanga del pantalón junto al pie sano metido en un zapato derecho, parece un prócer de estampilla. Dos o tres veces por tarde se para y camina, rengueando, con la muleta en el sobaco. En la canilla junto a una de las camionetas de su patrón, cambia el agua para el mate y renguea de regreso. Se reinstala y permanece sentado durante horas, quieto como una foto estampada entre santarritas en el imaginario mural que es la vereda de enfrente.
Su misión es vigilar los movimientos de la cuadra de una esquina a la otra, atento a lo que sucede y pendiente del bufoso que tiene a su derecha, semitapado por una gamuza amarronada y vieja.
Visto desde mi ventana se diría que es un oscuro 32 corto que parece hacer juego con el hierro negro del estribo que tiene como pierna izquierda.
Los días son lentos en nuestra cuadra. Casi no hay tránsito, y sólo pasa una que otra bici o alguien que camina. La perfección de la tarde es apenas quebrada por la viejísima Spica roja de plástico que Don Lauro escucha a bajo volumen y que suena en el mismo banquito sobre el que están el termo azul, el mate de guampa y, con la empuñadura siempre a mano, ese bufoso que desde mi ventana se diría que tiene la misión de garantizar la paz de la cuadra.
Desde hace años, cada tarde, lo veo llegar en la moto del hijo, o de quien supongo que es su hijo, justo cuando me levanto de la siesta y me asomo a la ventana para ver cómo está el tiempo, lo que compruebo a la par de la presencia ineluctable de Don Lauro. A la noche, en cambio, su retirada es variable: cuando llega su relevo, que es un tipo que nadie en el mundo querría tener de enemigo, Don Lauro se pone de pie, se calza la muleta bajo el sobaco y se va, a las doce en punto. A veces viene a buscarlo el muchacho en la moto, a veces un coche de la remisería El Rey. Sólo los domingos no viene.
Calculo que es así desde hace muchísimo tiempo, quizá desde siempre. No-sotros llegamos al barrio hace como veinte años y él ya estaba. Desde la primera tarde que me asomé a la ventana para evaluar el cielo, en un julio de lapachos florecidos y un vientito amable que venía del río, allí estaba, plantado como un Cristo en la cruz.
Aquella vez supe en el acto que Don Lauro era parte del paisaje de la cuadra, como la Garganta del Diablo en Iguazú, que aunque el agua corre desesperada hace milenios, uno sabe que está ahí, eterna y rumorosa.
Así de eterno parece Don Lauro en su sillón de director, con el pie de hierro junto al sano, atento a cada esquina y cada movimiento. Nada por la esquina del Puente de los Inmigrantes; nada por la esquina que da al Club de Regatas. Con ritmo irregular, pero con estilo, como un cucú lento y derrengado al que le faltara una aceitadita de tres en uno, Don Lauro ceba, matea y vigila, y después lee con un solo ojo porque el otro, avizor, sigue atento al cansino transcurrir de la cuadra.
Don Lauro lee, cuando lee, el diario de la ciudad, a veces una revista, y cada tanto alguna novela que le presto. Le gustan las de aventuras, pero a mí se me fue acabando el repertorio. Suelo trampearlo con novelas históricas o biografías. Ya se sabe que hay vidas para todo.
Nunca le pregunté, pero estoy seguro de que Don Lauro es policía retirado. No quiero saberlo. Cobardemente, lo admito, no quiero saber si fue cana en los años de plomo, cuando este país era una carnicería. Prefiero pensar que si lo fue, era administrativo y quizás ya entonces le faltaba la pierna.
El dueño de la casa que cuida Don Lauro nadie sabe qué hace, nunca se lo ve, ni a su familia, pero es obvio que tiene mucha guita y por eso Don Lauro siempre está ahí, mirando todo como un búho, de día y de noche. Otros vecinos de la cuadra le dan unos pesitos de propina cada fin de mes. Nosotros, como Bartleby, preferimos no hacerlo.
Todos estos años me impresionó su asistencia sarmientina, pero nunca supe de él en las Navidades. Nosotros las pasamos en casa de la tía María Jacinta, que es una especie de Mamá Grande, un faro que atrae a la familia, catraladas de parientes que vienen de Asunción, Formosa, Corrientes y de todo el interior de la provincia. Por eso nunca supe si Don Lauro pasaba la Nochebuena ahí enfrente, sentado y solo, con Spica y revólver, o si le daban franco después de las diez. Muchas veces me pregunté –si el de la moto no es un hijo– con quién carajos pasa la Navidad, que es fiesta jodida si uno está solo.
Por eso aquella noche de hace un año me quedé a verlo. Aduje sentirme mal y que saludaría a la parentela después de las doce. A nadie le importó demasiado. Y cuando todos se fueron, a las diez, me instalé en la ventana para vigilarlo. Pendiente de sus movimientos, me alerté apenas pasadas las once y media, cuando arreciaban los cuetes y los fuegos artificiales enloquecían todos los cielos. Me dije ya vendrá a buscarlo el hijo, o su mujer, alguien. Traerán una sidra para brindar en la vereda, en vasos de plástico que depositarán junto al bufoso. Esas cosas. Y minutos antes de las doce cerré los ojos como para cinchar por él, mudo y solidario pero incapaz de bajar a brindar por esa vida de mierda.
Y cuando los cuetes estallaron en mundial unísono y supe que eran las doce en punto de la noche, los abrí y miré.
Don Lauro, de pie y con la muleta calzada en el sobaco, cerraba el portón con llave y caminaba, irregular y devastado, por el medio de la calle. Solo. Como siempre. Ahí pensé que hay Navidades, realmente, que no valen nada.
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