CONTRATAPA

El civilizador de San Juan

 Por José Pablo Feinmann

Hay un valle en San Juan y le han dado el nombre de Zonda, que es el viento seco, caliente y hasta violento que sopla por ahí. A mediados de 1839, un joven que vive en esa provincia ha creado un diario y le ha puesto ese nombre, El Zonda. Su objeto es amargarle la vida, por decirlo de este modo, al calmo gobernador de la provincia, un federal que obedece al gobierno de Buenos Aires, en manos de don Juan Manuel de Rosas, un hombre no calmo, violento pero frío, de quien dirá el joven que dirige El Zonda que hace “el mal sin pasión”; lo dirá después, en Chile, donde emigrará perseguido por los hombres del gobernador calmo, que no le deseaba ese destino pero tuvo que inflingírselo por la obstinación del periodista joven, un pendenciero irredento. Antes, antes de la emigración del periodista, el gobernador lo ha llamado a su despacho y le ha ofrecido sus buenos consejos y hasta su tolerancia. Algo que le ha costado y que, en su interior, piensa que es debilidad, pues el joven pendenciero ya le ha dicho “tiranuelo” más de un par de veces. “Sé que usted conspira, don Domingo.” “Es falso, señor. No conspiro. Uso de mi derecho de dirigirme a los representantes del pueblo para estorbar las calamidades que Su Excia. prepara para el país.” “Don Domingo, usted me forzará a tomar medidas.” “Y qué importa.” “Severas.” “¿Y qué importa?” “¿Usted no comprende lo que quiero decirle?” “Sí, comprendo. Fusilarme. ¿Y qué importa?”

“Benavides se quedó mirándome de hito en hito (escribe Sarmiento); y juro que no debió ver en mi semblante signo alguno de fanfarronada; estaba yo poseído en aquel momento del espíritu de Dios; era el representante de los derechos de todos, próximos a ser pisoteados. Vi en el semblante de Benavides señales de aprecio, de compasión, de respeto y quise corresponder a este movimiento de su alma.”

“–Señor –le dije–, no se manche. Cuando no pueda tolerarme más, destiérreme a Chile; mientras tanto cuente Su Excia. que he de trabajar por contenerlo, si puedo, en el extravío donde se lo lleva la ambición, el desenfreno de las pasiones.”

“Y con esto me despedí” (D. F. Sarmiento, Recuerdos de Provincia, en Civilización y barbarie, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1952, p. 770).

Nazario Benavides (conservo la grafía de Sarmiento) destierra al joven periodista, que, en su huida, dado que el destierro ha sido urgente a causa de la persecución de los temibles secuaces del gobernador, se da tiempo para detenerse en los baños de Zonda y escribir (según narra) “bajo un escudo de armas de la república: “On ne tue point les idées” (Ibid., p. 779). Huye porque, dice, “quería morir como había vivido, como he jurado vivir, sin que mi voluntad consienta jamás en la violencia” (Ibid., p. 775). Pero el joven periodista habrá de madurar y crecer y habrá de ser un hombre poderoso en la república y habrá, un 20 de noviembre de 1861, de escribirle una carta a otro hombre poderoso de la república, el general Mitre, en la que dirá: “No ahorre usted sangre de gauchos: es lo único que tienen de seres humanos”. De Benavides, en Chile, seguirá detestando su calma, su inercia, su “abandono de todo lo que constituye la vida pública. Coman, duerman, callen, rían si pueden y aguarden tranquilos, que en veinte años más sus hijos andarán en cuatro pies” (Ibid., p. 771).

Qué notable escritor fue ese joven periodista. Qué personalidad titánica. Si el romanticismo tiene aprecio por los titanes de la historia, esos a los que Hegel (en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal) llama “individuos histórico-universales, como Alejandro, Césaro Napoleón”, Sarmiento es un romántico de pies a cabeza y lo será también por los personajes que habrá de elegir para sus libros trepidantes. Ya se sabe: no escribió sobre Rivadavia ni sobre Paz ni siquiera sobre San Martín. Su primera obra, en Chile, es sobre Fray Félix Aldao, más conocido en nuestra literatura porque su montonera es la que clava en Laprida el íntimo cuchillo con que Borges remata su Poema conjetural, al decir que ahí, al morir a manos de un gaucho levantisco, Laprida encuentra “su destino sudamericano”. Su segunda obra es sobre Jaun Facundo Quiroga, a quien llaman el Tigre de los Llanos, que lo hará inmortal, que le hará decir, exaltando la identificación entre el biógrafo y el biografiado, “nuestras sangres son afines”. Este titán sabía, como sus biografiados, derramar sangre. No sólo habría de fundar escuelas, sino que habría de cortar cabezas. En Mi defensa habrá de decir: “Ya he mostrado al público mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; ¡verá al militar, al asesino!” (Mi defensa en Civilización y barbarie, ed. cit., p. 552).

Ahora volvamos a los baños de Zonda. Sarmiento (tiene aquí veintiocho años) acaba de escribir On ne tue point les idées. Esta frase, al publicar en Chile, en 1845, su Facundo, habrá de figurar como acápite del libro y él habrá de traducirla así: “A los hombres se degüella; a las ideas, no”. Otros la traducirán: “Bárbaros, las ideas no se matan”. ¿Para qué escribió Sarmiento esa frase? Para que no la entendieran los federales de Benavides. “El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico” (Facundo, Estrada, Buenos Aires, 1962, p. 2). Desde Chile, y en 1845, Sarmiento vuelve sobre ese episodio de 1839 y con él inicia su obra maestra. Le importa la frase porque dice lo que el quiere decir: que huye perseguido por sus ideas, que quieren matarlo por ellas, y que ellas, las ideas, no se matan. Pero no le importa ser entendido. Más le importa escribir otra palabra. La palabra: Jeroglífico. El idioma francés, el idioma de la civilización, el idioma de los cultos, es eso para los bárbaros: un jeroglífico. Se produce, no obstante, un hecho notable. El culto que ha injuriado a los gauchos de Benavides será injuriado por otro culto, más culto y, para colmo, un culto que viene del mismísimo país de la cultura, Francia. Sarmiento, en el Facundo, le atribuye la frase a Fortoul y, años después, Paul Groussac, en una obra de 1924 (Crítica Literaria, Editorial La Cultura Popular, Buenos Aires, 1924, p. 255), dirá que pertenece a Volney, un europeo que escribía sobre ciudades en ruinas, o, sin duda, sobre las ruinas de una, de Palmira.

El civilizado que huye de San Juan es corregido por el civilizado que ha llegado de Francia y habrá de dirigir la Biblioteca Nacional. Con lo cual el civilizado que huye de San Juan se torna un bárbaro en manos del civilizado que llega de Francia. Un destino coherente para quien habrá de ser llamado “montonero intelectual”, para quien escribirá sin rigor aunque con genio, con rapidez intrépida, pues publica, en Chile, su Vida de Aldao en febrero de 1845, y el 22 de ese mes comunica ya a un amigo que desea recolectar datos para la vida de Quiroga, texto que será “un cuadro brillante” y enviará a la Revue des deux mondes (soñaba con la gloria europea antes de escribir una línea), y el 8 de mayo llega a Chile un representante de Rosas para pedir su extradición, y esto enfurece al civilizado de San Juan y le hace pedir permiso a El Progreso para publicar el Facundo, que ya empezó a escribir, y la gente de El Progreso acepta y el texto sale, como folleto, durante tres meses, y aparece como libro el 28 de julio de 1845, y Rosas, al leerlo dice: “Es de lo mejor que se ha escrito contra mí; así es como se me ataca, señor; ya verá usted como nadie me defiende tan bien”, y el crítico francés Charles de Mazade dice, en la Revue des deux mondes, que nuestro hombre, el civilizado de San Juan, es “el único romántico argentino que ha sido capaz de hacerse una reputación en Europa”, y los unitarios de Montevideo dicen: “Ahora sabemos por qué luchamos”, y Rosas cae en 1852 y Sarmiento ha triunfado como escritor y como político, luego lo hará como general, como asesino, según dirá él, desafiante. ¿Fortoul, Volney, a quién le importa? Que se guarde sus pretensiones eruditas el civilizado que ha llegado de Francia. Poderoso, violento, genial, un titán Sarmiento. También es, acaso, el primero es sistematizar la contradicción (que no tiene superación dialéctica, que sólo la muerte puede resolver) civilización y barbarie, que utilizará Huntington para meter a su país en la guerra en que hoy está, porque “la contradicción es civilización y barbarie”. Estos civilizados de hoy podrán matar (como él mató), podrán arrojar misiles y recibirlos en una lucha insensata, pero no tendrán jamás su complejidad titánica, su urdimbre deslumbrante y única.

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